La ceremonia de la boda de Ernesto y Anaís se estaba llevando a cabo en uno de los templos más majestuosos de la ciudad. Las paredes estaban adornadas con flores blancas y doradas, y el ambiente era un canto a la belleza y al amor. Ernesto esperaba ansioso en el altar, su corazón latiendo con fuerza mientras sus ojos se fijaban en la puerta, anticipando el momento en que su mujer haría su entrada.La música nupcial comenzó a sonar, y Ernesto, nervioso, se secó las manos en los pantalones, un gesto involuntario que delataba su ansiedad. Su amigo, a su lado, le dio una palmada en el hombro.— Tranquilo, amigo. Ella no huirá de ti — le dijo, intentando calmarlo.Pero cuando la puerta se abrió, el mundo pareció detenerse. Allí estaba Anaís, vestida con un hermoso vestido blanco, elegante y sencillo, que la hacía parecer un ángel caído del cielo, dispuesto a vivir entre las llamas de su infierno. Era la mujer más hermosa que sus ojos habían visto, y en ese instante, no había otra mujer en l
El templo estaba sumido en el caos, y el sonido de las explosiones resonaba en el aire, haciendo temblar las paredes. Ernesto, con el corazón latiendo a mil por hora, apenas podía procesar el horror que lo rodeaba. Pero en medio de la confusión, algo atrapó su atención. Allí, en la entrada, estaba Bianca, sonriendo como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse a su alrededor.Ernesto miró a Rogelio, quien había regresado para buscarlo. Su amigo le lanzó una mirada preocupada, pero Ernesto solo asintió. Tenía que encargarse de Bianca antes de salir. Sabía que era un riesgo, pero no podía permitir que ella se interpusiera en su camino.— ¿Estás seguro de esto? — preguntó Rogelio, su voz tensa.Ernesto no respondió. La mirada severa que le dirigió fue suficiente para que Rogelio comprendiera que no había más que discutir. Con un último vistazo, su amigo se alejó, dejando a Ernesto frente a Bianca.— Siempre tan severo — murmuró ella, su sonrisa desafiando la gravedad de la situac
Anaís desesperada en medio del caos, el sonido de las explosiones resonando en su mente como un eco interminable. Al salir afuera del templo, se encontró rodeada de un panorama desolador: el templo, que había sido el escenario de su boda, ahora se convertía en un campo de batalla. Las paredes temblaban, los escombros caían y el aire estaba impregnado de gritos de terror y dolor.Su corazón se detuvo al darse cuenta de que Ernesto no había salido aún. La angustia se apoderó de ella mientras miraba a su alrededor. Personas heridas, hombres ensangrentados, víctimas de un ataque que no podía comprender. Su mente se llenó de preguntas: ¿por qué todo esto estaba sucediendo? ¿Por qué no podía ser feliz, aunque fuera solo por un día?En sus brazos, Lía, su pequeña hija, parecía ajena al caos. Anaís la miró con amor, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a descender por sus mejillas. La inocencia de su bebé contrastaba con la brutalidad de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y un dolor p
Anaís estaba de rodillas, su cuerpo tembloroso se sujetaba entre los brazos de Rogelio. Las lágrimas caían sin control por su rostro, empapando la camisa de su amigo. Era el día de su boda, su día feliz, y no podía ni quería aceptar que todo había terminado de esta manera. La imagen de Ernesto, su amor, en peligro, la consumía por dentro.— ¿Será que lo maté? — preguntó Anaís con la voz entrecortada, el dolor en su pecho era insoportable.Rogelio la miró con preocupación, intentando calmarla.— Tranquilízate, Anaís. No tienes la culpa de nada. Solo disparaste… — guardó silencio, su expresión cambiando cuando vio a uno de sus hombres acercarse con alguien. Lo lanzó al suelo con fuerza.— Es el encargado de las explosiones y de todo este caos señor — dijo, su voz dura.Anaís sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. La policía ya estaba allí, sujetando al sujeto en el suelo. Se acercó, su corazón latiendo con fuerza.— ¿Quién te contrató? — preguntó, su voz temblando de rabia y
El ambiente en la clínica era tenso, pero al mismo tiempo, Anaís sintió que una ligera brisa de esperanza comenzaba a filtrarse a través de su angustia. Después de lo que parecía una eternidad, el médico salió de la habitación de Ernesto con una expresión seria pero aliviada.— Señora, el señor Santos se encuentra fuera de peligro — anunció, su voz clara entre el murmullo de la sala de espera.Anaís sintió que un peso enorme se levantaba de su pecho. Finalmente, podía respirar en paz. La angustia que la había acompañado desde el momento en que vio a su esposo lleno de heridas comenzó a desvanecerse. Se dejó caer en una silla cercana, sintiendo que las lágrimas de alivio comenzaban a formarse en sus ojos.En ese momento, Rogelio se acercó, junto con un hombre más que Anaís no reconoció de inmediato.— ¿Te encuentras bien? — preguntó Rogelio, su expresión era de preocupación genuina —. ¿Qué te dijo el médico?Anaís avanzaba lentamente hacia luz de la paz, sintiendo que la calma comenzab
Anaís bajó del coche con una apariencia que asustaría a cualquiera. Su vestido de novia, una vez blanco y elegante, ahora estaba cubierto de tierra, rasgado y manchado de sangre. Su rostro estaba marcado por un moretón y su cabello deshecho, como si hubiera salido de una guerra. Pero, de hecho, así había sido: una guerra en el día de su boda. Se sintió como una guerrera, lista para enfrentar a su enemigo.— Señorita Santana — dijo Ramiro, sorprendido de verla en ese estado —. He oído lo que sucedió. Lo siento tanto.Anaís lo miró con intensidad, su mirada decidida.— ¿Dónde está Lucrecia? — preguntó, su voz firme y llena de ira.Ramiro, al ver que la policía llegaba detrás de ella, supo que era el fin. Se hizo a un lado y la dejó pasar, sintiendo que el destino de todos estaba a punto de cambiar.Cuando Anaís entró, se dirigió directamente hacia el centro del salón, donde efectivamente se encontraba Lucrecia y Jorge bailando. El ambiente festivo se congeló en el instante en que aparec
Anaís salió de la mansión Guerrero con el corazón latiendo con fuerza. Había enfrentado a Lucrecia y había logrado que se hiciera justicia, pero al mismo tiempo, el peso de la situación la había dejado exhausta. Caminó hacia el coche donde Rogelio la esperaba, sintiendo que un torbellino de emociones la invadían. Sin embargo, cuando iba a abrir la puerta, escuchó una voz familiar que la llamaba.— ¡Anaís! — gritó Jorge, alcanzándola.Ella se detuvo, sintiendo una mezcla de frustración y tristeza. No tenía ganas de discutir, y menos en ese momento.— No tengo ganas de discutir, Jorge — respondió, manteniendo su mirada fija en el suelo.Jorge se detuvo a pocos pasos de ella, sintiendo que la tensión en el aire era casi palpable.— Anaís, por favor... — dijo, su voz cargada de emoción —. No quiero molestarte. Solo... solo quiero pedirte perdón.Anaís lo miró sorprendida. Jorge le había pedido perdón varias veces, pero esta vez, el tono de su voz y la forma en que lo miraba se veía difere
Diez años habían pasado desde aquel horrible día de la boda de Anaís y Ernesto. El tiempo había transformado la tragedia en una historia de amor y felicidad. Lucrecia, por su parte, seguía pagando su condena en el penal de mujeres, donde había sido sentenciada a cuarenta y cinco años de prisión por sus crímenes. Su hijo, que había llegado al mundo en medio del caos, ahora estaba por cumplir nueve años. Apenas unos meses separaban su cumpleaños del de Lía, la hermosa y brillante hija de Anaís y Ernesto.Era una mañana soleada en la casa de los Santos. Anaís estaba en la cocina preparando el desayuno, mientras Ernesto trabajaba en su despacho, revisando algunos documentos. De repente, su hija Lía irrumpió en la habitación gritando con emoción.— ¡Papá, papá! — gritó, corriendo hacia él con una hoja de papel en la mano.Ernesto levantó la vista, sorprendido por la energía de su hija.— ¿Qué sucede, pequeña? — preguntó, sonriendo al ver su entusiasmo.Lía le mostró el dibujo, un boceto co