El ambiente en la clínica era tenso, pero al mismo tiempo, Anaís sintió que una ligera brisa de esperanza comenzaba a filtrarse a través de su angustia. Después de lo que parecía una eternidad, el médico salió de la habitación de Ernesto con una expresión seria pero aliviada.— Señora, el señor Santos se encuentra fuera de peligro — anunció, su voz clara entre el murmullo de la sala de espera.Anaís sintió que un peso enorme se levantaba de su pecho. Finalmente, podía respirar en paz. La angustia que la había acompañado desde el momento en que vio a su esposo lleno de heridas comenzó a desvanecerse. Se dejó caer en una silla cercana, sintiendo que las lágrimas de alivio comenzaban a formarse en sus ojos.En ese momento, Rogelio se acercó, junto con un hombre más que Anaís no reconoció de inmediato.— ¿Te encuentras bien? — preguntó Rogelio, su expresión era de preocupación genuina —. ¿Qué te dijo el médico?Anaís avanzaba lentamente hacia luz de la paz, sintiendo que la calma comenzab
Anaís bajó del coche con una apariencia que asustaría a cualquiera. Su vestido de novia, una vez blanco y elegante, ahora estaba cubierto de tierra, rasgado y manchado de sangre. Su rostro estaba marcado por un moretón y su cabello deshecho, como si hubiera salido de una guerra. Pero, de hecho, así había sido: una guerra en el día de su boda. Se sintió como una guerrera, lista para enfrentar a su enemigo.— Señorita Santana — dijo Ramiro, sorprendido de verla en ese estado —. He oído lo que sucedió. Lo siento tanto.Anaís lo miró con intensidad, su mirada decidida.— ¿Dónde está Lucrecia? — preguntó, su voz firme y llena de ira.Ramiro, al ver que la policía llegaba detrás de ella, supo que era el fin. Se hizo a un lado y la dejó pasar, sintiendo que el destino de todos estaba a punto de cambiar.Cuando Anaís entró, se dirigió directamente hacia el centro del salón, donde efectivamente se encontraba Lucrecia y Jorge bailando. El ambiente festivo se congeló en el instante en que aparec
Anaís salió de la mansión Guerrero con el corazón latiendo con fuerza. Había enfrentado a Lucrecia y había logrado que se hiciera justicia, pero al mismo tiempo, el peso de la situación la había dejado exhausta. Caminó hacia el coche donde Rogelio la esperaba, sintiendo que un torbellino de emociones la invadían. Sin embargo, cuando iba a abrir la puerta, escuchó una voz familiar que la llamaba.— ¡Anaís! — gritó Jorge, alcanzándola.Ella se detuvo, sintiendo una mezcla de frustración y tristeza. No tenía ganas de discutir, y menos en ese momento.— No tengo ganas de discutir, Jorge — respondió, manteniendo su mirada fija en el suelo.Jorge se detuvo a pocos pasos de ella, sintiendo que la tensión en el aire era casi palpable.— Anaís, por favor... — dijo, su voz cargada de emoción —. No quiero molestarte. Solo... solo quiero pedirte perdón.Anaís lo miró sorprendida. Jorge le había pedido perdón varias veces, pero esta vez, el tono de su voz y la forma en que lo miraba se veía difere
Diez años habían pasado desde aquel horrible día de la boda de Anaís y Ernesto. El tiempo había transformado la tragedia en una historia de amor y felicidad. Lucrecia, por su parte, seguía pagando su condena en el penal de mujeres, donde había sido sentenciada a cuarenta y cinco años de prisión por sus crímenes. Su hijo, que había llegado al mundo en medio del caos, ahora estaba por cumplir nueve años. Apenas unos meses separaban su cumpleaños del de Lía, la hermosa y brillante hija de Anaís y Ernesto.Era una mañana soleada en la casa de los Santos. Anaís estaba en la cocina preparando el desayuno, mientras Ernesto trabajaba en su despacho, revisando algunos documentos. De repente, su hija Lía irrumpió en la habitación gritando con emoción.— ¡Papá, papá! — gritó, corriendo hacia él con una hoja de papel en la mano.Ernesto levantó la vista, sorprendido por la energía de su hija.— ¿Qué sucede, pequeña? — preguntó, sonriendo al ver su entusiasmo.Lía le mostró el dibujo, un boceto co
La noche caía en la ciudad, y la mansión de Anaís y Jorge se alzaba como un reflejo de poder y frialdad. Los muebles perfectamente ordenados, las luces cálidas y los detalles elegantes no lograban esconder el vacío y la distancia que se respiraba entre esas paredes.Anaís observó su reflejo en el enorme espejo de su habitación. El vestido color esmeralda caía con gracia sobre su figura, y el maquillaje impecable acentuaba sus facciones delicadas. Se había esmerado en parecer perfecto, pero ese esfuerzo no era para ella. Era para él, el hombre que una vez había jurado amarla. Anaís imitaba el estilo de Lucrecia, su prima, con la absurda esperanza de que Jorge pudiera verla, de que la atención que le dedicaba a los fantasmas de su pasado se volviera hacia ella, aunque fuera por una noche.Escuchó el eco de la puerta principal cerrarse con brusquedad, y sintió una mezcla de ansiedad y resentimiento. Sabía que Jorge había llegado, aunque la probabilidad de que subiera a verla era escasa.
Anaís observó cómo la empleada entraba en la habitación con un vestido claro, de esos que había acumulado a lo largo de los años. El tono perlado del vestido era angelical, insinuando pureza, lealtad y sumisión, virtudes con las que había intentado envolver su vida matrimonial, esperando que su devoción lograra transformar un matrimonio vacío en algo verdadero. Pero hoy, ese vestido representaba la ingenuidad y las cadenas de un pasado que estaba decidida a dejar atrás.La empleada, acostumbrada a verla en ese tipo de atuendos, le sonrió con cordialidad, extendiéndole el vestido sobre el sillón junto a la ventana.— Este parece perfecto para hoy, señora — dijo la mujer, con amabilidad —. Es clásico, elegante… seguro le gustará al señor Jorge.Anaís observó el vestido, pero en su mente no sentía ningún tipo de apego por esa prenda, ni por lo que significaba. Era como si de repente todo aquello que la había retenido en un papel subordinado le resultara ajeno, como si esa versión de sí m
Anaís respiró hondo antes de entrar al edificio que alguna vez compartió con Jorge, pero esta vez no como su esposa, sino como dueña y principal accionista. Sabía que su sola presencia causaría revuelo; llevaba tiempo ausente, sumida en la sombra, mientras él hacía y deshacía en nombre de la familia. Pero hoy iba a ser diferente. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba en el vestíbulo y provocaba miradas de asombro y murmullos. Los empleados se detenían en sus labores, algunos con sorpresa en el rostro, otros con expresión de miedo al ver cómo cruzaba los pasillos con determinación y vestida impecablemente en un traje negro que dejaba claro que ella no era una visitante ni una mera exesposa. Había vuelto para tomar el control.Sin perder tiempo, Anaís se dirigió a la oficina de conferencias más grande de la empresa y solicitó una reunión de emergencia. El rostro de su asistente reflejaba duda, como si fuera incapaz de procesar el pedido, pero en cuanto Anaís la miró a los o
Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbul