02 - Renacimiento de Anaís.

Anaís observó cómo la empleada entraba en la habitación con un vestido claro, de esos que había acumulado a lo largo de los años. El tono perlado del vestido era angelical, insinuando pureza, lealtad y sumisión, virtudes con las que había intentado envolver su vida matrimonial, esperando que su devoción lograra transformar un matrimonio vacío en algo verdadero. Pero hoy, ese vestido representaba la ingenuidad y las cadenas de un pasado que estaba decidida a dejar atrás.

La empleada, acostumbrada a verla en ese tipo de atuendos, le sonrió con cordialidad, extendiéndole el vestido sobre el sillón junto a la ventana.

— Este parece perfecto para hoy, señora — dijo la mujer, con amabilidad —. Es clásico, elegante… seguro le gustará al señor Jorge.

Anaís observó el vestido, pero en su mente no sentía ningún tipo de apego por esa prenda, ni por lo que significaba. Era como si de repente todo aquello que la había retenido en un papel subordinado le resultara ajeno, como si esa versión de sí misma hubiera muerto la noche anterior.

— No, Julia. Hoy no lo voy a usar. Ni hoy ni nunca — respondió con firmeza. La sorpresa se reflejó en los ojos de la empleada, quien titubeó unos instantes antes de responder.

— ¿Entonces… qué desea ponerse, señora?

Anaís se levantó y caminó hacia su armario, abriendo las puertas con decisión. Sus manos recorrieron los vestidos de tonos claros, cada uno de ellos un símbolo de los intentos fallidos de complacer a Jorge y, de algún modo, de parecerse a Lucrecia. Finalmente, sus dedos encontraron un vestido elegante, sofisticado, de un rojo intenso y profundo, que hacía años no usaba.

Se volvió hacia Julia y, con una sonrisa irónica, declaró:

— Hoy me pondré este. Y respecto a esos vestidos blancos… Quiero que los tires todos.

La empleada miró el vestido rojo y luego a Anaís, con incredulidad.

— Señora… ese no es su estilo. Usted siempre ha preferido algo más… recatado.

Anaís se volvió a mirarla, alzando la barbilla con decisión.

— Te equivocas, Julia. Este es mi estilo. Solo estuve demasiado tiempo perdida, intentando ser otra persona.

Julia asintió en silencio, sin atreverse a discutir. Una vez vestida, Anaís se miró en el espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer que finalmente estaba tomando control de su vida. El rojo resaltaba el tono de su piel y sus ojos brillaban con una intensidad que hacía años no reconocía en sí misma.

Al salir de la mansión, subió a su coche con una decisión que casi le resultaba desconocida. Conduciría hasta el juzgado para enfrentarse a Jorge y a su prima, Lucrecia, que no había hecho más que alimentar un resentimiento creciente en su vida. Sabía que ambos estarían allí, juntos, creyéndose invencibles, seguros de que Anaís aceptaría la separación sin resistencia, sumisa como siempre. Pero hoy todo cambiaría.

Cuando llegó al juzgado, Jorge ya estaba ahí, de pie junto a Lucrecia, quien le sostenía el brazo, riendo en voz baja como si estuvieran en una cita y no en el proceso de divorcio del matrimonio que ella misma había ayudado a destruir. La sonrisa de Lucrecia se desvaneció al instante cuando Anaís entró en la sala. Los ojos de su prima recorrieron cada detalle de su atuendo, y una chispa de desconcierto apareció en su mirada. Anaís no pudo evitar sentir una satisfacción oscura al notar que había logrado desestabilizarla.

— Lamento la tardanza — dijo Anaís, con una voz tranquila y calculada mientras se acercaba a ellos —. Tenía cosas más importantes que hacer.

Jorge la miró de pies a cabeza, sin disimular su incomodidad. La fuerza y la determinación que ahora emanaban de ella parecían desconcertarlo. Tras unos segundos de silencio, una expresión de enojo se dibujó en su rostro.

— Es una falta de respeto que me hagas esperar, Anaís — dijo con una frialdad que no intentó ocultar.

Anaís lo observó un momento antes de responder, sin apartar la leve sonrisa de sus labios.

— No me importa, Jorge. Total, deberías estar acostumbrado a esperar, ¿no? Durante todos estos años he estado esperando que cumplieras tu promesa de matrimonio… pero siempre me has dejado sola.

El rostro de Jorge se tornó rojo, y Anaís supo que había tocado un punto sensible. Antes de que pudiera responder, Lucrecia intervino, posando su mano en el brazo de él con un gesto protector, como si quisiera defenderlo.

— Anaís, deberías controlar tu actitud. Jorge ha hecho mucho por ti, y deberías agradecerle por todo.

Anaís giró lentamente la mirada hacia Lucrecia y, con una sonrisa cortante, replicó:

— Oh, querida prima, ¡qué honor tenerte en mi proceso de divorcio! Pensé que algo tan insignificante no te interesaría. ¿O es que has venido para asegurarte de que tu plan se concrete?

El rostro de Lucrecia se tensó, pero Anaís continuó sin darle tiempo a responder.

— Y en cuanto a “agradecerle”, creo que, si nos ponemos a analizar, es Jorge quien debería estar agradecido conmigo. Mi empresa salvó la suya. Sin la ayuda de mi familia, él no sería nadie.

Jorge guardó silencio, sin saber cómo reaccionar ante este nuevo papel que Anaís había adoptado. Era como si no la reconociera. Esa mujer decidida, de mirada firme y comentarios afilados, no era la esposa dócil que él creía tener bajo control. La admiración involuntaria en sus ojos era evidente, y Lucrecia se dio cuenta. El agarre de sus manos en el brazo de Jorge se hizo más firme, como si temiera que él pudiera ser atraído nuevamente hacia Anaís.

El juez entró en la sala, y todos tomaron asiento. Anaís se acomodó en su lugar, pero antes de que el proceso iniciara, Jorge se inclinó hacia ella, sin poder contener su molestia.

— ¿Qué demonios crees que estás haciendo, Anaís? — le susurró, intentando mantener su tono bajo, aunque la furia le temblaba en la voz —. Este no es lugar para tu espectáculo ridículo.

Anaís lo miró, sin dejar que su expresión se alterara.

— Estoy cansada de tus desplantes, Jorge. Durante años me hice pequeña para encajar en el molde que tú querías. Pero eso terminó. Si quieres divorciarte, adelante. Solo espero que te guste lo que ves, porque esta es la última vez que tendrás el placer de verme así.

El juez comenzó a hablar, exponiendo los términos del divorcio y los acuerdos financieros. Anaís se quedaba con la mansión, y no opuso ni una resistencia al respecto. Anaís escuchaba sin desviar la mirada de Jorge, quien parecía cada vez más intranquilo bajo la intensidad de su mirada. En algún momento, Lucrecia se movió nerviosa en su asiento, lanzando miradas inquietas a su alrededor. La seguridad de su sonrisa había desaparecido, y el brillo en sus ojos mostraba la incomodidad de quien siente que el control se le escapa.

Cuando el juez terminó de leer, Jorge intentó retomar su papel de hombre en control, pero la realidad era que la confianza había cambiado de lado. Miró a Anaís, casi como si tratara de descifrar qué había provocado este cambio.

— Por mí, podemos terminar con esto de una vez — dijo, con un tono que intentaba sonar definitivo.

Anaís asintió, inclinándose hacia adelante.

— Por mí también. Pero no olvides, Jorge, que, para llegar hasta aquí, fue mi familia quien te llevó de la mano. Solo espero que, cuando te quedes sin nadie, recuerdes quién estaba a tu lado.

Con esas palabras, Anaís firmó; se levantó, ignorando la mirada perpleja de Lucrecia y el gesto involuntario de Jorge al intentar detenerla. Sin voltear, salió de la sala. Afuera, el aire era fresco y revitalizante. Por primera vez en años, sentía el peso del pasado desvanecerse.

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