Anaís observó cómo la empleada entraba en la habitación con un vestido claro, de esos que había acumulado a lo largo de los años. El tono perlado del vestido era angelical, insinuando pureza, lealtad y sumisión, virtudes con las que había intentado envolver su vida matrimonial, esperando que su devoción lograra transformar un matrimonio vacío en algo verdadero. Pero hoy, ese vestido representaba la ingenuidad y las cadenas de un pasado que estaba decidida a dejar atrás.
La empleada, acostumbrada a verla en ese tipo de atuendos, le sonrió con cordialidad, extendiéndole el vestido sobre el sillón junto a la ventana.
— Este parece perfecto para hoy, señora — dijo la mujer, con amabilidad —. Es clásico, elegante… seguro le gustará al señor Jorge.
Anaís observó el vestido, pero en su mente no sentía ningún tipo de apego por esa prenda, ni por lo que significaba. Era como si de repente todo aquello que la había retenido en un papel subordinado le resultara ajeno, como si esa versión de sí misma hubiera muerto la noche anterior.
— No, Julia. Hoy no lo voy a usar. Ni hoy ni nunca — respondió con firmeza. La sorpresa se reflejó en los ojos de la empleada, quien titubeó unos instantes antes de responder.
— ¿Entonces… qué desea ponerse, señora?
Anaís se levantó y caminó hacia su armario, abriendo las puertas con decisión. Sus manos recorrieron los vestidos de tonos claros, cada uno de ellos un símbolo de los intentos fallidos de complacer a Jorge y, de algún modo, de parecerse a Lucrecia. Finalmente, sus dedos encontraron un vestido elegante, sofisticado, de un rojo intenso y profundo, que hacía años no usaba.
Se volvió hacia Julia y, con una sonrisa irónica, declaró:
— Hoy me pondré este. Y respecto a esos vestidos blancos… Quiero que los tires todos.
La empleada miró el vestido rojo y luego a Anaís, con incredulidad.
— Señora… ese no es su estilo. Usted siempre ha preferido algo más… recatado.
Anaís se volvió a mirarla, alzando la barbilla con decisión.
— Te equivocas, Julia. Este es mi estilo. Solo estuve demasiado tiempo perdida, intentando ser otra persona.
Julia asintió en silencio, sin atreverse a discutir. Una vez vestida, Anaís se miró en el espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer que finalmente estaba tomando control de su vida. El rojo resaltaba el tono de su piel y sus ojos brillaban con una intensidad que hacía años no reconocía en sí misma.
Al salir de la mansión, subió a su coche con una decisión que casi le resultaba desconocida. Conduciría hasta el juzgado para enfrentarse a Jorge y a su prima, Lucrecia, que no había hecho más que alimentar un resentimiento creciente en su vida. Sabía que ambos estarían allí, juntos, creyéndose invencibles, seguros de que Anaís aceptaría la separación sin resistencia, sumisa como siempre. Pero hoy todo cambiaría.
Cuando llegó al juzgado, Jorge ya estaba ahí, de pie junto a Lucrecia, quien le sostenía el brazo, riendo en voz baja como si estuvieran en una cita y no en el proceso de divorcio del matrimonio que ella misma había ayudado a destruir. La sonrisa de Lucrecia se desvaneció al instante cuando Anaís entró en la sala. Los ojos de su prima recorrieron cada detalle de su atuendo, y una chispa de desconcierto apareció en su mirada. Anaís no pudo evitar sentir una satisfacción oscura al notar que había logrado desestabilizarla.
— Lamento la tardanza — dijo Anaís, con una voz tranquila y calculada mientras se acercaba a ellos —. Tenía cosas más importantes que hacer.
Jorge la miró de pies a cabeza, sin disimular su incomodidad. La fuerza y la determinación que ahora emanaban de ella parecían desconcertarlo. Tras unos segundos de silencio, una expresión de enojo se dibujó en su rostro.
— Es una falta de respeto que me hagas esperar, Anaís — dijo con una frialdad que no intentó ocultar.
Anaís lo observó un momento antes de responder, sin apartar la leve sonrisa de sus labios.
— No me importa, Jorge. Total, deberías estar acostumbrado a esperar, ¿no? Durante todos estos años he estado esperando que cumplieras tu promesa de matrimonio… pero siempre me has dejado sola.
El rostro de Jorge se tornó rojo, y Anaís supo que había tocado un punto sensible. Antes de que pudiera responder, Lucrecia intervino, posando su mano en el brazo de él con un gesto protector, como si quisiera defenderlo.
— Anaís, deberías controlar tu actitud. Jorge ha hecho mucho por ti, y deberías agradecerle por todo.
Anaís giró lentamente la mirada hacia Lucrecia y, con una sonrisa cortante, replicó:
— Oh, querida prima, ¡qué honor tenerte en mi proceso de divorcio! Pensé que algo tan insignificante no te interesaría. ¿O es que has venido para asegurarte de que tu plan se concrete?
El rostro de Lucrecia se tensó, pero Anaís continuó sin darle tiempo a responder.
— Y en cuanto a “agradecerle”, creo que, si nos ponemos a analizar, es Jorge quien debería estar agradecido conmigo. Mi empresa salvó la suya. Sin la ayuda de mi familia, él no sería nadie.
Jorge guardó silencio, sin saber cómo reaccionar ante este nuevo papel que Anaís había adoptado. Era como si no la reconociera. Esa mujer decidida, de mirada firme y comentarios afilados, no era la esposa dócil que él creía tener bajo control. La admiración involuntaria en sus ojos era evidente, y Lucrecia se dio cuenta. El agarre de sus manos en el brazo de Jorge se hizo más firme, como si temiera que él pudiera ser atraído nuevamente hacia Anaís.
El juez entró en la sala, y todos tomaron asiento. Anaís se acomodó en su lugar, pero antes de que el proceso iniciara, Jorge se inclinó hacia ella, sin poder contener su molestia.
— ¿Qué demonios crees que estás haciendo, Anaís? — le susurró, intentando mantener su tono bajo, aunque la furia le temblaba en la voz —. Este no es lugar para tu espectáculo ridículo.
Anaís lo miró, sin dejar que su expresión se alterara.
— Estoy cansada de tus desplantes, Jorge. Durante años me hice pequeña para encajar en el molde que tú querías. Pero eso terminó. Si quieres divorciarte, adelante. Solo espero que te guste lo que ves, porque esta es la última vez que tendrás el placer de verme así.
El juez comenzó a hablar, exponiendo los términos del divorcio y los acuerdos financieros. Anaís se quedaba con la mansión, y no opuso ni una resistencia al respecto. Anaís escuchaba sin desviar la mirada de Jorge, quien parecía cada vez más intranquilo bajo la intensidad de su mirada. En algún momento, Lucrecia se movió nerviosa en su asiento, lanzando miradas inquietas a su alrededor. La seguridad de su sonrisa había desaparecido, y el brillo en sus ojos mostraba la incomodidad de quien siente que el control se le escapa.
Cuando el juez terminó de leer, Jorge intentó retomar su papel de hombre en control, pero la realidad era que la confianza había cambiado de lado. Miró a Anaís, casi como si tratara de descifrar qué había provocado este cambio.
— Por mí, podemos terminar con esto de una vez — dijo, con un tono que intentaba sonar definitivo.
Anaís asintió, inclinándose hacia adelante.
— Por mí también. Pero no olvides, Jorge, que, para llegar hasta aquí, fue mi familia quien te llevó de la mano. Solo espero que, cuando te quedes sin nadie, recuerdes quién estaba a tu lado.
Con esas palabras, Anaís firmó; se levantó, ignorando la mirada perpleja de Lucrecia y el gesto involuntario de Jorge al intentar detenerla. Sin voltear, salió de la sala. Afuera, el aire era fresco y revitalizante. Por primera vez en años, sentía el peso del pasado desvanecerse.
Anaís respiró hondo antes de entrar al edificio que alguna vez compartió con Jorge, pero esta vez no como su esposa, sino como dueña y principal accionista. Sabía que su sola presencia causaría revuelo; llevaba tiempo ausente, sumida en la sombra, mientras él hacía y deshacía en nombre de la familia. Pero hoy iba a ser diferente. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba en el vestíbulo y provocaba miradas de asombro y murmullos. Los empleados se detenían en sus labores, algunos con sorpresa en el rostro, otros con expresión de miedo al ver cómo cruzaba los pasillos con determinación y vestida impecablemente en un traje negro que dejaba claro que ella no era una visitante ni una mera exesposa. Había vuelto para tomar el control.Sin perder tiempo, Anaís se dirigió a la oficina de conferencias más grande de la empresa y solicitó una reunión de emergencia. El rostro de su asistente reflejaba duda, como si fuera incapaz de procesar el pedido, pero en cuanto Anaís la miró a los o
Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbul
Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio
Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—
Anaís caminaba de un lado a otro en su oficina, incapaz de concentrarse. Había intentado seguir con sus tareas habituales, pero cada vez que miraba el reloj, sentía una mezcla de anticipación y nerviosismo que no podía controlar.A las doce en punto, un mensaje llegó a su teléfono:"Estoy aquí. Sal cuando estés lista."Se asomó por la ventana y, como si estuviera en una película, allí estaba Ernesto, apoyado despreocupadamente contra un elegante coche negro. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del mediodía.Tomó un momento para respirar profundamente antes de salir. Cuando lo hizo, Ernesto levantó la mirada y sonrió, quitándose las gafas con un gesto lento y calculado.— Puntual, Eso me gusta — dijo Anaís mientras se acercaba, esforzándose por mantener un aire de despreocupación.— Para ti, siempre — respondió él, abriéndole la puerta del coche con una leve inclinación de cabeza.Una vez dentro, el ambiente en el coche se torn