Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.
Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.
De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.
— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?
Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofrecía. Con gracia y aplomo, ambos se dirigieron al centro de la pista. La música cambió a una melodía suave y sensual, y comenzaron a danzar con una sincronía y elegancia que atrajo la atención de todos los presentes.
Desde su lugar, Jorge sintió cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza. Cada paso que Anaís daba junto a Ernesto era como una burla silenciosa, una declaración de independencia que lo atormentaba. Intentó contenerse, pero Lucrecia notó la tensión en su rostro.
— Cariño, no tienes que mirarlos — susurró Lucrecia, nerviosa, apretándole el brazo en un intento infantil de tranquilizarlo —. Recuerda que ella ya no significa nada para ti. Estoy aquí, y ahora somos nosotros quienes…
Pero Jorge ni siquiera le respondió; su atención estaba completamente fija en Anaís y Ernesto. Apenas escuchaba a Lucrecia, que, al ver que él ignoraba sus palabras, empezó a mostrar una expresión de disgusto.
En el centro de la pista, Ernesto se inclinó hacia Anaís con una sonrisa y le murmuró al oído:
— No sabía que estuvieras peleada con tu esposo.
Anaís alzó una ceja, con una leve sonrisa de intriga.
— ¿Y qué te hace pensar eso? — respondió, manteniendo la compostura.
Ernesto soltó una leve risa.
— Bueno, el hecho de que aceptaras bailar conmigo ya es una respuesta. Nadie con una relación estable y feliz lo haría de una forma tan... encantadora.
Anaís le devolvió la sonrisa, dejando que el comentario quedara en el aire mientras ambos continuaban danzando. Sin embargo, Jorge, observando esa complicidad desde la distancia, ya no pudo contener su ira. La mandíbula apretada, el cuerpo tenso; el hombre que siempre había sido tan controlado estaba perdiendo la compostura frente a todos.
— Lucrecia, suéltame — dijo finalmente, apartando su brazo del de ella sin disimular el desagrado.
Antes de que Lucrecia pudiera decir algo, Jorge avanzó hacia el centro de la pista, apartando a las personas que se interponían en su camino. Sus ojos fulminaban, y su paso decidido no dejó lugar a dudas de su intención. La multitud se fue haciendo a un lado, generando una especie de murmullo que aumentaba la tensión en el ambiente.
Finalmente, Jorge llegó hasta ellos, interrumpiendo el baile con una mirada fría y una voz cargada de autoridad.
— Necesito bailar con mi esposa.
Ernesto lo miró con una sonrisa, como si estuviera disfrutando de la situación. Con una tranquilidad casi burlona, soltó la mano de Anaís, inclinándose para dejar un beso en el dorso.
— Ha sido un placer conocerte, Anaís. Un privilegio poder disfrutar de esta danza y tener, aunque sea por un momento, el honor de sentirte tan cerca.
Anaís sintió un leve rubor en sus mejillas ante el gesto cortés de Ernesto, y Jorge, al ver su reacción, apretó los puños. Sin dar lugar a más palabras, Jorge tomó la mano de Anaís con firmeza, casi con fuerza, y la atrajo hacia él, sin disimular su furia.
— ¿Estás disfrutando poniéndome en ridículo? — le murmuró al oído con una voz cargada de resentimiento.
Anaís alzó la vista hacia él, sin dejar que su sonrisa se desvaneciera.
— ¿Como tú? Pensé que teníamos un acuerdo — respondió en un tono calmado pero mordaz —. Aunque, de todas formas, ya todos sospechan.
Jorge comenzó a moverse al ritmo de la música, pero sus pasos eran rápidos, tensos, casi violentos, como si intentara imponer su control sobre ella. Anaís, sin embargo, no mostró resistencia. Lo seguía con elegancia, sin dejar que su compostura se viera afectada, lo que solo aumentaba la frustración de Jorge.
—Eres mi esposa ante la sociedad — le dijo en voz baja, con un tono cargado de reproche.
—¿Esposa? — repitió Anaís con ironía, manteniendo su sonrisa —. Solo éramos eso en papeles, Jorge. Pero bueno, ya sabemos que a ti los papeles te importan más que las personas, y ahora ya estamos divorciados.
Antes de que Jorge pudiera responder, Lucrecia apareció en el límite de la pista, observándolos con una mezcla de irritación y sorpresa. Era evidente que no soportaba ver a Jorge y Anaís juntos, especialmente en un evento público donde las miradas y los rumores se multiplicaban. Pero en lugar de mantenerse al margen, decidió intervenir, adoptando una expresión amistosa que era claramente falsa.
—¡Prima! — exclamó Lucrecia con una sonrisa fingida, acercándose lo suficiente como para que todos pudieran escucharla —. Qué bueno verte.
Anaís, sin perder la compostura, soltó la mano de Jorge y se giró hacia Lucrecia con una sonrisa cortés.
—Lucrecia, querida. Te ves bellísima esta noche — dijo con una dulzura que contrastaba con el veneno en sus palabras —. Definitivamente, la falsedad te sienta de maravilla.
Lucrecia enrojeció, y sus labios se fruncieron en una mueca de enfado que intentó disimular. Pero antes de que pudiera replicar, Anaís continuó:
—Te dejo con mi ex esposo. Parece que ustedes tienen mucho que disfrutar juntos.
Sin decir más, Anaís dio media vuelta y se alejó, dejando a Jorge y a Lucrecia atrapados en una incomodidad palpable. La multitud, atenta al drama que se desarrollaba ante ellos, empezó a murmurar en voz baja, como si presenciaran una escena de un espectáculo en vivo.
Jorge se quedó de pie, sin palabras, viendo cómo Anaís desaparecía entre la multitud con una dignidad que contrastaba con su propia rabia e impotencia. Lucrecia, furiosa y humillada, intentó tomar su brazo, pero Jorge la apartó con brusquedad, incapaz de soportar su presencia en ese momento.
—¿Por qué permitiste que te humillara así? — susurró Lucrecia, en un tono que oscilaba entre la irritación y la súplica.
Jorge la miró con una mezcla de frustración y disgusto, y por primera vez, Lucrecia vio en sus ojos una sombra de arrepentimiento, una duda que la llenó de pavor.
—A veces pienso… — murmuró Jorge, como si hablara para sí mismo —, que no debí dejarla ir.
Lucrecia, sintiendo cómo cada palabra de Jorge era un golpe directo a su orgullo, intentó tomar su mano, pero él se apartó nuevamente, dejándola sola en medio del salón.
Mientras tanto, Anaís, ajena a la turbulencia que dejaba a su paso, avanzaba hacia la salida, con la satisfacción de haber dejado claro que no era la misma mujer que Jorge y Lucrecia habían dado por sentada. Había jugado su propia carta, y ahora, el tablero estaba dispuesto para una partida que apenas comenzaba.
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio
Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—
Anaís caminaba de un lado a otro en su oficina, incapaz de concentrarse. Había intentado seguir con sus tareas habituales, pero cada vez que miraba el reloj, sentía una mezcla de anticipación y nerviosismo que no podía controlar.A las doce en punto, un mensaje llegó a su teléfono:"Estoy aquí. Sal cuando estés lista."Se asomó por la ventana y, como si estuviera en una película, allí estaba Ernesto, apoyado despreocupadamente contra un elegante coche negro. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del mediodía.Tomó un momento para respirar profundamente antes de salir. Cuando lo hizo, Ernesto levantó la mirada y sonrió, quitándose las gafas con un gesto lento y calculado.— Puntual, Eso me gusta — dijo Anaís mientras se acercaba, esforzándose por mantener un aire de despreocupación.— Para ti, siempre — respondió él, abriéndole la puerta del coche con una leve inclinación de cabeza.Una vez dentro, el ambiente en el coche se torn
Carla arqueó una ceja, interesada.— ¿Qué quieres decir?Lucrecia miró a su amiga con una sonrisa que parecía una mezcla de orgullo y cinismo.— Mi compromiso, Carla. Ya está todo listo. Finalmente, voy a casarme.Carla dejó escapar un grito de emoción, tomando la mano de Lucrecia.— ¡Eso es maravilloso, Lucrecia! — exclamó, admirando el anillo que llevaba en su dedo —. ¡Mira este anillo! Es precioso. Tu prometido realmente se lució. ¿Cuándo lo vamos a conocer?Lucrecia retiró la mano rápidamente, tratando de no mostrar demasiada emoción. Ese anillo... ese maldito anillo.Era el mismo que había pertenecido a Anaís. Jorge se lo había dado antes de su compromiso, pero nunca llegó a entregárselo oficialmente. Lucrecia lo había encontrado, había hecho que fuera suyo, y ahora nadie podría saber la verdad.— Sí, es perfecto — dijo, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos —. Él es mi mundo, Carla.Carla sonrió ampliamente, emocionada por su amiga, pero no podía dejar de notar algo en
La noche había caído, envolviendo la majestuosa mansión Guerrero en un inquietante silencio. Jorge, agotado después de un largo día lleno de reuniones y rumores, aparcó su coche en el amplio garaje. Su intención era simple: refugiarse en el único lugar donde aún sentía un tenue rastro de pertenencia.Sin embargo, al entrar al salón principal, una escena inesperada lo recibió. Allí estaba su abuela, la imponente y siempre impecable Doña Matilde Guerrero, sentada en el sofá principal, con una taza de té en las manos. La suave luz de las lámparas resaltaba las arrugas de su rostro, cada línea un testimonio de años de experiencia, juicio implacable y autoridad.Jorge se detuvo en seco. La presencia de su abuela no era algo que esperaba ni deseaba en ese momento.— Abuela — dijo, haciendo un esfuerzo por sonar calmado —. No sabía que estabas aquí.Ella levantó la mirada, fija y penetrante como siempre.— Esta es mi casa, Jorge. Tengo derecho a venir cuando me plazca.Su tono era frío, un h
Jorge apretó la mandíbula, sus manos temblaban ligeramente mientras trataba de procesar la absurda situación. ¿Cómo se atrevía a tocarla? Pero Anaís pagaría por haberle hecho daño.— ¿Por qué te golpeó? — preguntó.Antes de que ella pudiera responder, Doña Matilde se levantó de su asiento, golpeando el suelo con su bastón para llamar la atención de todos.— ¡¿Qué hace esta chiquilina en mi casa?! — gritó, con una mezcla de furia y desprecio en su tono —. ¡Por culpa de esta descarada, el matrimonio de mi nieto está en ruinas!Lucrecia palideció al escuchar esas palabras, su rostro ya rojo de vergüenza se tornó casi blanco.— ¡Yo... yo no…! — intentó defenderse, pero Doña Matilde no la dejó terminar.— ¡Si esta muchacha se atreviera a enfrentarse a mí, yo también la sacaría de los cabellos de mi oficina! — continuó la anciana, su voz retumbando en la sala como un trueno.Lucrecia, abrumada por la humillación, cayó de rodillas frente a Doña Matilde, con las manos juntas como si implorara