05 - Una gala de beneficencia.

Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.

Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.

De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.

— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?

Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofrecía. Con gracia y aplomo, ambos se dirigieron al centro de la pista. La música cambió a una melodía suave y sensual, y comenzaron a danzar con una sincronía y elegancia que atrajo la atención de todos los presentes.

Desde su lugar, Jorge sintió cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza. Cada paso que Anaís daba junto a Ernesto era como una burla silenciosa, una declaración de independencia que lo atormentaba. Intentó contenerse, pero Lucrecia notó la tensión en su rostro.

— Cariño, no tienes que mirarlos — susurró Lucrecia, nerviosa, apretándole el brazo en un intento infantil de tranquilizarlo —. Recuerda que ella ya no significa nada para ti. Estoy aquí, y ahora somos nosotros quienes…

Pero Jorge ni siquiera le respondió; su atención estaba completamente fija en Anaís y Ernesto. Apenas escuchaba a Lucrecia, que, al ver que él ignoraba sus palabras, empezó a mostrar una expresión de disgusto.

En el centro de la pista, Ernesto se inclinó hacia Anaís con una sonrisa y le murmuró al oído:

— No sabía que estuvieras peleada con tu esposo.

Anaís alzó una ceja, con una leve sonrisa de intriga.

— ¿Y qué te hace pensar eso? — respondió, manteniendo la compostura.

Ernesto soltó una leve risa.

— Bueno, el hecho de que aceptaras bailar conmigo ya es una respuesta. Nadie con una relación estable y feliz lo haría de una forma tan... encantadora.

Anaís le devolvió la sonrisa, dejando que el comentario quedara en el aire mientras ambos continuaban danzando. Sin embargo, Jorge, observando esa complicidad desde la distancia, ya no pudo contener su ira. La mandíbula apretada, el cuerpo tenso; el hombre que siempre había sido tan controlado estaba perdiendo la compostura frente a todos.

— Lucrecia, suéltame — dijo finalmente, apartando su brazo del de ella sin disimular el desagrado.

Antes de que Lucrecia pudiera decir algo, Jorge avanzó hacia el centro de la pista, apartando a las personas que se interponían en su camino. Sus ojos fulminaban, y su paso decidido no dejó lugar a dudas de su intención. La multitud se fue haciendo a un lado, generando una especie de murmullo que aumentaba la tensión en el ambiente.

Finalmente, Jorge llegó hasta ellos, interrumpiendo el baile con una mirada fría y una voz cargada de autoridad.

— Necesito bailar con mi esposa.

Ernesto lo miró con una sonrisa, como si estuviera disfrutando de la situación. Con una tranquilidad casi burlona, soltó la mano de Anaís, inclinándose para dejar un beso en el dorso.

— Ha sido un placer conocerte, Anaís. Un privilegio poder disfrutar de esta danza y tener, aunque sea por un momento, el honor de sentirte tan cerca.

Anaís sintió un leve rubor en sus mejillas ante el gesto cortés de Ernesto, y Jorge, al ver su reacción, apretó los puños. Sin dar lugar a más palabras, Jorge tomó la mano de Anaís con firmeza, casi con fuerza, y la atrajo hacia él, sin disimular su furia.

— ¿Estás disfrutando poniéndome en ridículo? — le murmuró al oído con una voz cargada de resentimiento.

Anaís alzó la vista hacia él, sin dejar que su sonrisa se desvaneciera.

— ¿Como tú? Pensé que teníamos un acuerdo — respondió en un tono calmado pero mordaz —. Aunque, de todas formas, ya todos sospechan.

Jorge comenzó a moverse al ritmo de la música, pero sus pasos eran rápidos, tensos, casi violentos, como si intentara imponer su control sobre ella. Anaís, sin embargo, no mostró resistencia. Lo seguía con elegancia, sin dejar que su compostura se viera afectada, lo que solo aumentaba la frustración de Jorge.

—Eres mi esposa ante la sociedad — le dijo en voz baja, con un tono cargado de reproche.

—¿Esposa? — repitió Anaís con ironía, manteniendo su sonrisa —. Solo éramos eso en papeles, Jorge. Pero bueno, ya sabemos que a ti los papeles te importan más que las personas, y ahora ya estamos divorciados.

Antes de que Jorge pudiera responder, Lucrecia apareció en el límite de la pista, observándolos con una mezcla de irritación y sorpresa. Era evidente que no soportaba ver a Jorge y Anaís juntos, especialmente en un evento público donde las miradas y los rumores se multiplicaban. Pero en lugar de mantenerse al margen, decidió intervenir, adoptando una expresión amistosa que era claramente falsa.

—¡Prima! — exclamó Lucrecia con una sonrisa fingida, acercándose lo suficiente como para que todos pudieran escucharla —. Qué bueno verte.

Anaís, sin perder la compostura, soltó la mano de Jorge y se giró hacia Lucrecia con una sonrisa cortés.

—Lucrecia, querida. Te ves bellísima esta noche — dijo con una dulzura que contrastaba con el veneno en sus palabras —. Definitivamente, la falsedad te sienta de maravilla.

Lucrecia enrojeció, y sus labios se fruncieron en una mueca de enfado que intentó disimular. Pero antes de que pudiera replicar, Anaís continuó:

—Te dejo con mi ex esposo. Parece que ustedes tienen mucho que disfrutar juntos.

Sin decir más, Anaís dio media vuelta y se alejó, dejando a Jorge y a Lucrecia atrapados en una incomodidad palpable. La multitud, atenta al drama que se desarrollaba ante ellos, empezó a murmurar en voz baja, como si presenciaran una escena de un espectáculo en vivo.

Jorge se quedó de pie, sin palabras, viendo cómo Anaís desaparecía entre la multitud con una dignidad que contrastaba con su propia rabia e impotencia. Lucrecia, furiosa y humillada, intentó tomar su brazo, pero Jorge la apartó con brusquedad, incapaz de soportar su presencia en ese momento.

—¿Por qué permitiste que te humillara así? — susurró Lucrecia, en un tono que oscilaba entre la irritación y la súplica.

Jorge la miró con una mezcla de frustración y disgusto, y por primera vez, Lucrecia vio en sus ojos una sombra de arrepentimiento, una duda que la llenó de pavor.

—A veces pienso… — murmuró Jorge, como si hablara para sí mismo —, que no debí dejarla ir.

Lucrecia, sintiendo cómo cada palabra de Jorge era un golpe directo a su orgullo, intentó tomar su mano, pero él se apartó nuevamente, dejándola sola en medio del salón.

Mientras tanto, Anaís, ajena a la turbulencia que dejaba a su paso, avanzaba hacia la salida, con la satisfacción de haber dejado claro que no era la misma mujer que Jorge y Lucrecia habían dado por sentada. Había jugado su propia carta, y ahora, el tablero estaba dispuesto para una partida que apenas comenzaba.

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