Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.
— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbulo de la empresa, ejecutivos y asistentes que seguramente ya estarían sacando sus propias conclusiones.
Jorge se apartó apenas un centímetro, pero suficiente para expresar su incomodidad. Endureció el rostro y habló en un tono seco, sin mirarla directamente.
— Lucrecia, ya hemos hablado de las muestras de afecto en público — dijo con tensión en la voz —. Sabes que tanto Anaís como yo somos figuras públicas, y anunciar nuestro divorcio de esta forma solo atraería caos a nuestras vidas privadas… y a las de nuestras empresas.
Por un momento, una sombra cruzó el rostro de Lucrecia, pero la expresión desapareció tan rápido como había llegado. Fingió comprender y asintió, aunque en su mirada latía una chispa de resentimiento.
— Perdona, cariño — dijo suavemente, recuperando su sonrisa seductora —. Estoy tan feliz de que finalmente podamos estar juntos y disfrutar de nuestra relación. Esa relación que, por culpa de Anaís, nunca pudimos vivir plenamente.
Jorge asintió con desgana, mirando a otro lado, sintiendo una incomodidad creciente. Aunque no quería admitirlo, la cercanía de Lucrecia le provocaba una especie de agobio, como si estuviera envuelto en una red pegajosa de la que no podía escapar. Esa relación había sido una decisión arriesgada y cada vez se preguntaba más si había tomado el rumbo correcto al enredarse con ella. Sin embargo, ahora era un camino sin retorno, o al menos eso era lo que parecía. Lucrecia siempre había sido el amor de su vida, hasta que cayó en las garras de Anaís que convenció a su padre para ayudarlo a cambio de un matrimonio.
— Bueno, vamos a la empresa — dijo finalmente —. Necesito recoger unos documentos y luego te llevaré a tu departamento.
Cuando llegaron frente al edificio, Jorge bajó del coche, pero cuando vio que Lucrecia haría lo mismo, la detuvo.
— Espera aquí; no tardaré mucho.
Lucrecia fingió resignarse, sonriendo de forma casi calculada.
— Como tú digas, Jorge.
Subió al ascensor y respiró hondo, intentando despejar su mente antes de enfrentar los papeles y detalles que su asistente le había preparado. Sin embargo, apenas entró en su oficina, el asistente se le acercó con una invitación en mano.
— Señor Jorge, ha llegado esta invitación para un evento esta noche. Es un evento de beneficencia de la alta sociedad, al cual han sido invitados representantes de las empresas más importantes del país.
Jorge tomó la invitación, y sus ojos se endurecieron al leer la lista de asistentes. Sin rodeos, formuló la pregunta que le surgió instintivamente:
— ¿La empresa de Anaís también estará presente?
El asistente asintió, intentando ocultar la incomodidad que la pregunta le provocaba.
— Sí, señor. Anaís ha confirmado su asistencia en representación de su empresa.
Jorge frunció el ceño, molesto ante la idea de compartir espacio con ella en una gala, especialmente en un momento en el que su ruptura aún era una incógnita para la sociedad. No se lo había mencionado a Lucrecia; de hecho, no tenía intención de llevarla. Sabía que su presencia en la gala con Anaís también allí levantaría demasiadas sospechas.
Sin embargo, el suave chasquido de unos tacones al otro lado de la puerta le hizo girarse. Lucrecia, con su vestido de seda y un destello en los ojos, había aparecido en el umbral de su oficina en el momento justo, y una sonrisa astuta apareció en su rostro al escuchar sobre la gala. Sin molestarse en ocultar su presencia, se acercó hasta él, mirándolo con una mezcla de intriga y presunción.
— ¿Así que esta noche hay una gala? — dijo, fingiendo interés mientras su mirada brillaba con una curiosidad evidente.
Jorge se tensó al verla, pero rápidamente adoptó una expresión neutra.
— Es una gala benéfica para empresas, nada del otro mundo — respondió con una calma calculada —. Estaré un par de horas y luego pasaré por ti.
Lucrecia mantuvo su sonrisa, pero no intentó forzar el tema. En cambio, fingió una expresión satisfecha y le dio un beso en la mejilla antes de retirarse.
— Entonces, te esperaré — dijo con voz melosa —. O talvez salga con algunas amigas. —Le dio un beso en la mejilla —. Te espero en el coche, terroncito.
Cuando Lucrecia se marchó, Jorge sintió una sensación de alivio, aunque pasajera. Lucrecia era una sombra persistente, siempre vigilante, siempre asegurándose de obtener lo que quería. En el fondo, sabía que, si no se encargaba de manejar bien la situación, Lucrecia encontraría la manera de volverse un problema aún más grande, pero era su Lucrecia y la amaba igualmente como sea.
Más tarde, el salón de la gala estaba decorado con exquisitos candelabros y mesas de mármol, cada detalle cuidadosamente dispuesto para reflejar el lujo y la elegancia de la alta sociedad. Jorge caminaba entre la multitud, buscando rostros conocidos, estrechando manos y fingiendo una sonrisa de cordialidad. Pero a pesar de estar rodeado de personas influyentes, su atención estaba dividida. Sabía que Anaís estaba en alguna parte del salón y que tarde o temprano tendría que enfrentarla.
Finalmente, la vio: Anaís estaba de pie junto a un grupo de empresarios, su presencia irradiando una seguridad y elegancia que parecían acentuar el cambio radical que había notado en ella. Llevaba un vestido oscuro y elegante, sus labios pintados de rojo, y un porte que hacía que cualquiera a su alrededor quedara en silencio. Al verla, Jorge sintió un nudo en el estómago, como si estuviera mirando a alguien completamente diferente.
Anaís notó su mirada y lo observó de vuelta con una expresión serena, casi indiferente, como si él fuera solo una persona más entre la multitud. Ese pequeño gesto lo desconcertó. Estaba acostumbrado a que ella siempre lo mirara con dulzura o admiración, y ahora, al ver esa distancia en sus ojos, sintió que algo profundo se quebraba dentro de él.
Sin embargo, antes de que pudiera acercarse a ella, notó otra presencia familiar: Lucrecia. A pesar de sus instrucciones, Lucrecia había decidido asistir a la gala, y se aproximaba hacia él con una sonrisa que claramente estaba destinada a desafiar la situación. Su vestido era llamativo, casi extravagante, como si buscara robar la atención a toda costa.
— No pude resistirme a venir, Jorge —dijo, con una sonrisa falsa—. No quería perderme la oportunidad de acompañarte en un evento tan importante.
Jorge apretó los labios, sintiendo una ola de irritación mezclada con una incomodidad latente. Sin embargo, Lucrecia continuó, ignorando completamente su malestar y enredando su brazo en el de él.
— ¿Sabías que Anaís también está aquí? —comentó en voz baja, pero lo suficientemente fuerte como para que los invitados cercanos la escucharan—. Creo que sería un buen momento para que todo el mundo sepa la verdad sobre ustedes.
Jorge la miró, entre sorprendido y molesto. Sabía que Lucrecia podía ser impredecible, pero no esperaba que intentara forzar una situación que solo les traería problemas. Sin soltarle el brazo, le susurró con tono severo:
— Lucrecia, compórtate. Este no es el lugar ni el momento.
Ella se limitó a sonreír con malicia, mirando a Anaís de reojo. La expresión de Lucrecia dejaba en claro que consideraba esa noche como una especie de victoria personal, una oportunidad para finalmente dejar atrás a Anaís y forjar un nuevo camino junto a Jorge. Sin embargo, Jorge no podía ignorar la creciente sensación de que, lejos de ser una victoria, esto estaba por convertirse en un campo minado del que nadie saldría ileso.
Mientras tanto, Anaís observaba desde la distancia, consciente de la presencia de ambos, pero sin mostrar reacción. Estaba rodeada de ejecutivos que la felicitaban por sus nuevas decisiones y con quienes intercambiaba ideas, manteniéndose completamente ajena a la tensión que crecía al otro lado del salón.
— Es raro verla en un evento así. ¿Seguro que está todo bien entre tu esposo y tú? —preguntó una anciana cascarrabias, que quería demasiado a Anaís —. Si yo fuera tú, le tomaría de las greñas a esa chiquilina.
Anaís la miró con dulzura, pese al dolor en su corazón, le brindó una sonrisa cálida.
— No puedo hacer eso. Soy una mujer con clase, señora Berta.
— Hermosa y millonaria. Tienes razón.
Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio
Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—
Anaís caminaba de un lado a otro en su oficina, incapaz de concentrarse. Había intentado seguir con sus tareas habituales, pero cada vez que miraba el reloj, sentía una mezcla de anticipación y nerviosismo que no podía controlar.A las doce en punto, un mensaje llegó a su teléfono:"Estoy aquí. Sal cuando estés lista."Se asomó por la ventana y, como si estuviera en una película, allí estaba Ernesto, apoyado despreocupadamente contra un elegante coche negro. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del mediodía.Tomó un momento para respirar profundamente antes de salir. Cuando lo hizo, Ernesto levantó la mirada y sonrió, quitándose las gafas con un gesto lento y calculado.— Puntual, Eso me gusta — dijo Anaís mientras se acercaba, esforzándose por mantener un aire de despreocupación.— Para ti, siempre — respondió él, abriéndole la puerta del coche con una leve inclinación de cabeza.Una vez dentro, el ambiente en el coche se torn
Carla arqueó una ceja, interesada.— ¿Qué quieres decir?Lucrecia miró a su amiga con una sonrisa que parecía una mezcla de orgullo y cinismo.— Mi compromiso, Carla. Ya está todo listo. Finalmente, voy a casarme.Carla dejó escapar un grito de emoción, tomando la mano de Lucrecia.— ¡Eso es maravilloso, Lucrecia! — exclamó, admirando el anillo que llevaba en su dedo —. ¡Mira este anillo! Es precioso. Tu prometido realmente se lució. ¿Cuándo lo vamos a conocer?Lucrecia retiró la mano rápidamente, tratando de no mostrar demasiada emoción. Ese anillo... ese maldito anillo.Era el mismo que había pertenecido a Anaís. Jorge se lo había dado antes de su compromiso, pero nunca llegó a entregárselo oficialmente. Lucrecia lo había encontrado, había hecho que fuera suyo, y ahora nadie podría saber la verdad.— Sí, es perfecto — dijo, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos —. Él es mi mundo, Carla.Carla sonrió ampliamente, emocionada por su amiga, pero no podía dejar de notar algo en
La noche había caído, envolviendo la majestuosa mansión Guerrero en un inquietante silencio. Jorge, agotado después de un largo día lleno de reuniones y rumores, aparcó su coche en el amplio garaje. Su intención era simple: refugiarse en el único lugar donde aún sentía un tenue rastro de pertenencia.Sin embargo, al entrar al salón principal, una escena inesperada lo recibió. Allí estaba su abuela, la imponente y siempre impecable Doña Matilde Guerrero, sentada en el sofá principal, con una taza de té en las manos. La suave luz de las lámparas resaltaba las arrugas de su rostro, cada línea un testimonio de años de experiencia, juicio implacable y autoridad.Jorge se detuvo en seco. La presencia de su abuela no era algo que esperaba ni deseaba en ese momento.— Abuela — dijo, haciendo un esfuerzo por sonar calmado —. No sabía que estabas aquí.Ella levantó la mirada, fija y penetrante como siempre.— Esta es mi casa, Jorge. Tengo derecho a venir cuando me plazca.Su tono era frío, un h