Anaís respiró hondo antes de entrar al edificio que alguna vez compartió con Jorge, pero esta vez no como su esposa, sino como dueña y principal accionista. Sabía que su sola presencia causaría revuelo; llevaba tiempo ausente, sumida en la sombra, mientras él hacía y deshacía en nombre de la familia. Pero hoy iba a ser diferente. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba en el vestíbulo y provocaba miradas de asombro y murmullos. Los empleados se detenían en sus labores, algunos con sorpresa en el rostro, otros con expresión de miedo al ver cómo cruzaba los pasillos con determinación y vestida impecablemente en un traje negro que dejaba claro que ella no era una visitante ni una mera exesposa. Había vuelto para tomar el control.
Sin perder tiempo, Anaís se dirigió a la oficina de conferencias más grande de la empresa y solicitó una reunión de emergencia. El rostro de su asistente reflejaba duda, como si fuera incapaz de procesar el pedido, pero en cuanto Anaís la miró a los ojos y le dedicó una pequeña sonrisa de comprensión, la asistente comprendió que la situación era seria.
En cuestión de minutos, todos los principales ejecutivos se reunieron en la sala de juntas. A diferencia de las reuniones a las que Anaís estaba acostumbrada en el pasado, el salón estaba repleto de hombres: cada uno de ellos parecía ocupado en mirar la pantalla de sus dispositivos o en conversar en voz baja con el de al lado. Anaís se sentó en la cabecera de la mesa y los observó en silencio, con una mezcla de interés y decepción. La falta de diversidad no era solo evidente, era casi asfixiante.
Tomó la palabra sin rodeos, pero antes de exponer sus planes, lanzó la primera pregunta que cruzó su mente:
— ¿Dónde está Roberta? — inquirió, con voz firme, pero pausada.
La pregunta provocó una oleada de miradas incómodas. Después de unos segundos de silencio, uno de los hombres, sentado frente a ella, respondió con un tono despectivo:
— Roberta fue despedida. Jorge decidió que sus servicios ya no eran necesarios.
Anaís asintió, sin demostrar sorpresa, pero su mente comenzó a tejer una estrategia. Sabía que Roberta era una de las ejecutivas más brillantes y que había jugado un papel crucial en el crecimiento de la empresa. Despedirla era una muestra clara del desinterés de Jorge por la estabilidad y el futuro de la compañía de su familia.
Dirigió una mirada a su asistente, quien estaba lista para anotar cualquier orden.
— Contacta a Roberta, ahora mismo — le indicó con tono de mando.
La asistente se movió con rapidez, pero dudó por un segundo antes de hacer la llamada.
— ¿El señor Jorge está al tanto de esto, señora Anaís?
Una sonrisa de satisfacción asomó en los labios de Anaís.
— No necesito la aprobación de Jorge para tomar decisiones en la empresa que lleva mi apellido. Ahora, haz la llamada. Y después, comunícate con nuestro abogado.
La asistente asintió rápidamente y salió de la sala para realizar las llamadas. Los hombres alrededor de la mesa intercambiaron miradas de asombro y algo de disgusto, como si todavía no comprendieran del todo qué hacía Anaís ahí.
Uno de ellos, un hombre de mediana edad que lucía como si pensara demasiado bien de sí mismo, rompió el incómodo silencio con una pregunta desdeñosa:
— ¿Puedo preguntar qué hace usted aquí? Después de todo, hasta donde sé, su esposo es quien representa a su familia en esta empresa.
Anaís lo miró directamente, sin bajar la vista.
— Estoy aquí porque me he divorciado, no solo de Jorge, sino de cualquier sombra que él pueda proyectar en esta compañía — dijo con claridad —. Hoy comienzan nuevas reglas, y yo estaré al mando.
Hubo un murmullo de sorpresa en la sala. Algunos de los hombres parecían alarmados, mientras que otros solo la miraban con escepticismo, como si estuvieran evaluando si ella sería capaz de cumplir con sus promesas. Aprovechando el impacto de sus palabras, Anaís continuó.
— Quiero que me entreguen el balance financiero completo de la empresa desde el momento en que Jorge tomó el mando.
Uno de los ejecutivos más jóvenes soltó una carcajada sarcástica, pero antes de que pudiera decir algo, Anaís lo interrumpió.
— ¿Te parece divertido? — preguntó, con una dureza en su voz que no admitía burlas.
Él titubeó, pero no perdió la oportunidad de retarla:
— Es solo que me cuesta imaginar que usted pueda mantener esta empresa en pie sin ayuda.
Anaís le devolvió una mirada gélida.
— Esa es precisamente la idea central de mi presencia aquí. Soy el único miembro de mi familia en este país, y, por lo tanto, tengo la responsabilidad de que esta empresa se convierta en el número uno.
El silencio en la sala se hizo aún más denso. Los rostros de los ejecutivos reflejaban escepticismo, pero también una incomodidad creciente. Sabían que Anaís tenía autoridad, pero les costaba creer que fuera capaz de ejercerla sin depender de Jorge.
Ella notó las expresiones de duda en algunos rostros y decidió no permitir ninguna vacilación.
— Si alguno de ustedes no se siente cómodo con esta situación — agregó —, me comprometo a comprar sus acciones. Sé que algunos llevan años en esta empresa, y no tengo intención de retener a nadie que no crea en el nuevo liderazgo. Así que adelante: si no confían en mí, pueden salir de aquí y liquidaré sus acciones.
La tensión aumentó. Varios de los hombres intercambiaron miradas inquietas, y algunos parecían considerar seriamente la oferta de Anaís, mientras otros evaluaban si sería mejor permanecer y ver qué rumbo tomaría la situación. Sin embargo, ninguno de ellos se atrevió a hablar primero.
En ese momento, la asistente regresó a la sala, su expresión era una mezcla de emoción y nerviosismo.
— Señora Anaís, he hablado con Roberta. Ella está dispuesta a regresar y dijo que puede estar aquí en una hora si usted lo desea.
Anaís asintió con satisfacción.
— Perfecto. También necesitamos la presencia de nuestro abogado lo antes posible.
Uno de los hombres, evidentemente molesto, se inclinó hacia adelante.
— ¿Realmente cree que traer a Roberta solucionará algo? Su esposo la despidió por una razón. Y permítame recordarle que no puede tomar decisiones a su antojo, aquí hay reglas que respetar.
Anaís lo miró sin inmutarse, manteniendo su postura firme y su mirada calculadora.
— Le recuerdo que la decisión de Jorge ya no tiene relevancia aquí. A partir de hoy, quien marca las pautas soy yo. Jorge no va a decidir cómo ni con quién quiero trabajar en esta empresa. Roberta es una de las mejores candidatas para el puesto de vicepresidenta, y estoy dispuesta a confiar en su experiencia.
La sala quedó en silencio de nuevo. Los ejecutivos parecían estar evaluando la nueva dinámica de poder, dándose cuenta de que Anaís no era solo una figura de adorno ni una exesposa despechada. Era alguien que estaba decidida a tomar las riendas de la compañía, y no permitiría ninguna resistencia sin consecuencias.
Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbul
Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio
Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—
Anaís caminaba de un lado a otro en su oficina, incapaz de concentrarse. Había intentado seguir con sus tareas habituales, pero cada vez que miraba el reloj, sentía una mezcla de anticipación y nerviosismo que no podía controlar.A las doce en punto, un mensaje llegó a su teléfono:"Estoy aquí. Sal cuando estés lista."Se asomó por la ventana y, como si estuviera en una película, allí estaba Ernesto, apoyado despreocupadamente contra un elegante coche negro. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del mediodía.Tomó un momento para respirar profundamente antes de salir. Cuando lo hizo, Ernesto levantó la mirada y sonrió, quitándose las gafas con un gesto lento y calculado.— Puntual, Eso me gusta — dijo Anaís mientras se acercaba, esforzándose por mantener un aire de despreocupación.— Para ti, siempre — respondió él, abriéndole la puerta del coche con una leve inclinación de cabeza.Una vez dentro, el ambiente en el coche se torn
Carla arqueó una ceja, interesada.— ¿Qué quieres decir?Lucrecia miró a su amiga con una sonrisa que parecía una mezcla de orgullo y cinismo.— Mi compromiso, Carla. Ya está todo listo. Finalmente, voy a casarme.Carla dejó escapar un grito de emoción, tomando la mano de Lucrecia.— ¡Eso es maravilloso, Lucrecia! — exclamó, admirando el anillo que llevaba en su dedo —. ¡Mira este anillo! Es precioso. Tu prometido realmente se lució. ¿Cuándo lo vamos a conocer?Lucrecia retiró la mano rápidamente, tratando de no mostrar demasiada emoción. Ese anillo... ese maldito anillo.Era el mismo que había pertenecido a Anaís. Jorge se lo había dado antes de su compromiso, pero nunca llegó a entregárselo oficialmente. Lucrecia lo había encontrado, había hecho que fuera suyo, y ahora nadie podría saber la verdad.— Sí, es perfecto — dijo, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos —. Él es mi mundo, Carla.Carla sonrió ampliamente, emocionada por su amiga, pero no podía dejar de notar algo en