Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—
Anaís caminaba de un lado a otro en su oficina, incapaz de concentrarse. Había intentado seguir con sus tareas habituales, pero cada vez que miraba el reloj, sentía una mezcla de anticipación y nerviosismo que no podía controlar.A las doce en punto, un mensaje llegó a su teléfono:"Estoy aquí. Sal cuando estés lista."Se asomó por la ventana y, como si estuviera en una película, allí estaba Ernesto, apoyado despreocupadamente contra un elegante coche negro. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, y sus gafas de sol reflejaban el resplandor del mediodía.Tomó un momento para respirar profundamente antes de salir. Cuando lo hizo, Ernesto levantó la mirada y sonrió, quitándose las gafas con un gesto lento y calculado.— Puntual, Eso me gusta — dijo Anaís mientras se acercaba, esforzándose por mantener un aire de despreocupación.— Para ti, siempre — respondió él, abriéndole la puerta del coche con una leve inclinación de cabeza.Una vez dentro, el ambiente en el coche se torn
Carla arqueó una ceja, interesada.— ¿Qué quieres decir?Lucrecia miró a su amiga con una sonrisa que parecía una mezcla de orgullo y cinismo.— Mi compromiso, Carla. Ya está todo listo. Finalmente, voy a casarme.Carla dejó escapar un grito de emoción, tomando la mano de Lucrecia.— ¡Eso es maravilloso, Lucrecia! — exclamó, admirando el anillo que llevaba en su dedo —. ¡Mira este anillo! Es precioso. Tu prometido realmente se lució. ¿Cuándo lo vamos a conocer?Lucrecia retiró la mano rápidamente, tratando de no mostrar demasiada emoción. Ese anillo... ese maldito anillo.Era el mismo que había pertenecido a Anaís. Jorge se lo había dado antes de su compromiso, pero nunca llegó a entregárselo oficialmente. Lucrecia lo había encontrado, había hecho que fuera suyo, y ahora nadie podría saber la verdad.— Sí, es perfecto — dijo, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos —. Él es mi mundo, Carla.Carla sonrió ampliamente, emocionada por su amiga, pero no podía dejar de notar algo en
La noche había caído, envolviendo la majestuosa mansión Guerrero en un inquietante silencio. Jorge, agotado después de un largo día lleno de reuniones y rumores, aparcó su coche en el amplio garaje. Su intención era simple: refugiarse en el único lugar donde aún sentía un tenue rastro de pertenencia.Sin embargo, al entrar al salón principal, una escena inesperada lo recibió. Allí estaba su abuela, la imponente y siempre impecable Doña Matilde Guerrero, sentada en el sofá principal, con una taza de té en las manos. La suave luz de las lámparas resaltaba las arrugas de su rostro, cada línea un testimonio de años de experiencia, juicio implacable y autoridad.Jorge se detuvo en seco. La presencia de su abuela no era algo que esperaba ni deseaba en ese momento.— Abuela — dijo, haciendo un esfuerzo por sonar calmado —. No sabía que estabas aquí.Ella levantó la mirada, fija y penetrante como siempre.— Esta es mi casa, Jorge. Tengo derecho a venir cuando me plazca.Su tono era frío, un h
Jorge apretó la mandíbula, sus manos temblaban ligeramente mientras trataba de procesar la absurda situación. ¿Cómo se atrevía a tocarla? Pero Anaís pagaría por haberle hecho daño.— ¿Por qué te golpeó? — preguntó.Antes de que ella pudiera responder, Doña Matilde se levantó de su asiento, golpeando el suelo con su bastón para llamar la atención de todos.— ¡¿Qué hace esta chiquilina en mi casa?! — gritó, con una mezcla de furia y desprecio en su tono —. ¡Por culpa de esta descarada, el matrimonio de mi nieto está en ruinas!Lucrecia palideció al escuchar esas palabras, su rostro ya rojo de vergüenza se tornó casi blanco.— ¡Yo... yo no…! — intentó defenderse, pero Doña Matilde no la dejó terminar.— ¡Si esta muchacha se atreviera a enfrentarse a mí, yo también la sacaría de los cabellos de mi oficina! — continuó la anciana, su voz retumbando en la sala como un trueno.Lucrecia, abrumada por la humillación, cayó de rodillas frente a Doña Matilde, con las manos juntas como si implorara
La mañana amaneció con un aire de tensión latente mientras Anaís abordaba el jet privado que la llevaría a su viaje de negocios. Vestida con un traje impecable en tonos neutros, mantenía una actitud tranquila y profesional, lista para enfrentarse a las negociaciones que definirían el futuro de su compañía. Sin embargo, algo en el ambiente le resultaba extraño, como si una sombra invisible acechara en la distancia.El destino era una conferencia empresarial exclusiva en una ciudad vecina, organizada por uno de los conglomerados más poderosos del país. Todo debía transcurrir sin sobresaltos, pero al llegar al majestuoso salón donde se celebraba la primera reunión, la sensación de incomodidad que había sentido en la mañana se intensificaba.Cuando entró, los murmullos se detuvieron por un instante, y todas las miradas se posaron en ella. Anaís, acostumbrada a ser el centro de atención en estos círculos, se mantuvo tranquila, caminando con seguridad hacia la mesa designada. Sin embargo, a
La luz del sol se filtraba a través de las cortinas del lujoso cuarto de Anaís en el hotel Luxurys, anunciando el comienzo de un nuevo día. Después de la tensión vivida la noche anterior, esperaba un día tranquilo para reorganizar sus pensamientos y enfocarse en los negocios. Pero, como solía suceder en su vida, la tranquilidad sería un lujo inalcanzable.Estaba terminando de arreglarse cuando tocaron la puerta. Al abrirla, un ramo de rosas blancas ocupó casi por completo el marco, ocultando el rostro de quien lo sostenía. Un leve aroma a frescura inundó el ambiente, y antes de que pudiera preguntar, una voz cálida y familiar rompió el silencio.— Un ramo de flores para la mujer más hermosa que he conocido.Anaís sonrió inmediatamente, reconociendo la voz.— Ernesto… — musitó con una mezcla de sorpresa y gratitud.Era la primera vez que alguien le regalaba flores, y la emoción que eso despertó en ella era completamente nueva. No era una mujer que pasara desapercibida; su inteligencia