La noche caía en la ciudad, y la mansión de Anaís y Jorge se alzaba como un reflejo de poder y frialdad. Los muebles perfectamente ordenados, las luces cálidas y los detalles elegantes no lograban esconder el vacío y la distancia que se respiraba entre esas paredes.
Anaís observó su reflejo en el enorme espejo de su habitación. El vestido color esmeralda caía con gracia sobre su figura, y el maquillaje impecable acentuaba sus facciones delicadas. Se había esmerado en parecer perfecto, pero ese esfuerzo no era para ella. Era para él, el hombre que una vez había jurado amarla. Anaís imitaba el estilo de Lucrecia, su prima, con la absurda esperanza de que Jorge pudiera verla, de que la atención que le dedicaba a los fantasmas de su pasado se volviera hacia ella, aunque fuera por una noche.
Escuchó el eco de la puerta principal cerrarse con brusquedad, y sintió una mezcla de ansiedad y resentimiento. Sabía que Jorge había llegado, aunque la probabilidad de que subiera a verla era escasa. Llevaba meses así, evitando encuentros, evadiendo su mirada, eludiendo conversaciones. Y cuando hablaban, el veneno y la frialdad de sus palabras eran como puñaladas.
Pasaron varios minutos antes de escuchar sus pasos subiendo las escaleras. La tensión aumentó en su pecho, pero se obligó a mantener la compostura. Finalmente, la puerta se abrió, y Jorge se detuvo en el umbral. Su expresión era la de siempre: seria, con una mezcla de desprecio y resignación. Sus ojos recorrieron a Anaís de pies a cabeza, y en vez de admiración, lo que ella vio en ellos fue un destello de burla.
— ¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó, su voz impregnada de arrogancia.
Anaís respiró hondo y se enderezó los hombros. No iba a dejar que la intimidara, no esa noche. Había decidido que, aunque le doliera, lo confrontaría.
— Esperaba cenar contigo, Jorge. Hemos tenido semanas complicadas, y pensé que podríamos… — comenzó, con la esperanza de que esa conversación no se transformara en otra discusión amarga.
Pero Jorge soltó una carcajada seca y sin humor.
— ¿Cenar? ¿De verdad crees que quiero sentarme contigo y fingir que este matrimonio significa algo? — escupió, su tono impregnado de veneno —. No entiendo cómo puedes seguir actuando como si nada, Anaís. Como si fueras la esposa perfecta que no es más que una imitación barata.
Anaís sintió que su estómago se encogía. Años de esfuerzo, de intentar ser la mujer que él quería, se habían convertido en una cruel parodia en sus labios.
— No entiendo por qué tienes que ser así, Jorge — susurró, con la voz temblorosa pero firme —. Si este matrimonio no te importa, ¿por qué sigues aquí? Nadie te obliga a estar conmigo.
Él la miró con desprecio, inclinando la cabeza como si evaluara cada palabra.
— Sigo aquí, Anaís, porque aunque lo niegues, tú fuiste la razón por la que Lucrecia se fue. Tú me atrapaste en este matrimonio. Nunca voy a perdonarte por eso.
La culpa era una carga que Anaís había llevado en silencio durante años, pero en ese momento, el dolor pasó a la ira. No era justo que él la culpara por algo que ambos habían aceptado. Ella nunca lo había forzado a nada; Había sido él quien había aceptado esa vida, había sido él quien había elegido quedarse.
— Lucrecia se fue porque quiso, Jorge. Yo no la obligué a marcharse. No me culpes a mí por tus decisiones.
Él se acercó, invadiendo su espacio personal, y su voz descendió a un tono peligroso.
— No digas su nombre. No te atrevas a hablar de ella como si la comprendieras. Tú no eres nada comparada con ella, Anaís. Nada. ¿Sabes lo patético que te ves, intentando imitarla? Con esa ropa, ese peinado… es ridículo. ¿No te da vergüenza?
Cada palabra era un golpe directo a su corazón, pero se obligó a no retroceder, a sostenerle la mirada.
— He intentado ser la mujer que necesitas — respondió, controlando el temblor en su voz —. Pensé que si me pareciera a ella… tú…
— ¿Qué? ¿Me convencerías de amarte? — La risa de Jorge era un eco cruel que resonó en la habitación —. No puedes ser Lucrecia, y nunca lo serás. Ella era pura, honesta… y tú no eres más que una sombra de lo que ella representa.
Anaís apretó los puños, intentando contener la ira y el dolor que hervían en su interior. Había soportado años de desprecio, de indiferencia, pero esa noche fue demasiado.
— ¡Ya basta, Jorge! No voy a seguir escuchando cómo me tratas. ¿Crees que puedes seguir humillándome solo porque… porque estás aferrado a una ilusión? — Sus ojos ardían con una mezcla de furia y tristeza —. No soy Lucrecia, y nunca lo seré, lo sé, pero tampoco soy la villana en esta historia.
Jorge la miró como si ella hubiera dicho algo inverosímil, y sus labios se torcieron en una sonrisa fría.
— ¿Villana? Quizás no te lo has dado cuenta, Anaís, pero siempre has sido tú la que se interpuso en mi vida. Eres la razón por la que Lucrecia y yo no pudimos estar juntos. No eres más que un error. Un error que sigue arrastrando.
Las palabras calaron profundo. Anaís sintió que algo se rompía dentro de ella, un hilo que había soportado años de tensión finalmente se desgarró. Miró a Jorge, tratando de comprender si realmente había amado a ese hombre alguna vez o si todo había sido una farsa.
— Entonces, si soy un error, ¿por qué sigues aquí? — preguntó, con la voz quebrada —. ¿Por qué no te vas, Jorge? Nunca te he obligado a estar conmigo.
Jorge desvió la mirada, incapaz de responder. La arrogancia había desaparecido, reemplazada por un brillo de incertidumbre que intentó ocultar rápidamente. Dio un paso atrás, como si la presencia de Anaís fuera repulsiva.
— Tienes razón — dijo finalmente, con frialdad —. Tal vez es momento de terminar con esta farsa. No necesito a alguien que se vea como un fantasma para intentar captar mi atención. Viste como quieras, Anaís. A mí me da igual. Mañana haré los arreglos para el divorcio.
Con esas últimas palabras, Jorge se giró, dándole la espalda. Anaís lo vio alejarse, sintiendo que con cada paso que él daba, algo en su interior se apagaba. Durante años había intentado encajar en la vida de ese hombre, había abandonado su propio estilo, sus propias metas, en un vano intento por hacerse notar. Pero todo eso había sido en vano.
Cuando la puerta se cerró tras él, la habitación quedó sumida en un silencio abrumador. Anaís se dejó caer en el borde de la cama, sintiendo las lágrimas acumularse en sus ojos. No era tanto la partida de Jorge lo que le dolía, sino el desprecio que había sentido por años, y la amarga sensación de haberse perdido a sí misma en el proceso.
Esa noche fue el final de algo, y también el inicio. Mientras se limpiaba las lágrimas y miraba su reflejo en el espejo, un pensamiento empezó a tomar forma en su mente. No volvería a intentar ser alguien que no era. Esa sería la última vez que derramaría una lágrima por él.
— Entonces, ¿quieres que me haga a un lado? — preguntó ella mirándose a través del espejo —; pues eso hare. Ya no más.
Anaís observó cómo la empleada entraba en la habitación con un vestido claro, de esos que había acumulado a lo largo de los años. El tono perlado del vestido era angelical, insinuando pureza, lealtad y sumisión, virtudes con las que había intentado envolver su vida matrimonial, esperando que su devoción lograra transformar un matrimonio vacío en algo verdadero. Pero hoy, ese vestido representaba la ingenuidad y las cadenas de un pasado que estaba decidida a dejar atrás.La empleada, acostumbrada a verla en ese tipo de atuendos, le sonrió con cordialidad, extendiéndole el vestido sobre el sillón junto a la ventana.— Este parece perfecto para hoy, señora — dijo la mujer, con amabilidad —. Es clásico, elegante… seguro le gustará al señor Jorge.Anaís observó el vestido, pero en su mente no sentía ningún tipo de apego por esa prenda, ni por lo que significaba. Era como si de repente todo aquello que la había retenido en un papel subordinado le resultara ajeno, como si esa versión de sí m
Anaís respiró hondo antes de entrar al edificio que alguna vez compartió con Jorge, pero esta vez no como su esposa, sino como dueña y principal accionista. Sabía que su sola presencia causaría revuelo; llevaba tiempo ausente, sumida en la sombra, mientras él hacía y deshacía en nombre de la familia. Pero hoy iba a ser diferente. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba en el vestíbulo y provocaba miradas de asombro y murmullos. Los empleados se detenían en sus labores, algunos con sorpresa en el rostro, otros con expresión de miedo al ver cómo cruzaba los pasillos con determinación y vestida impecablemente en un traje negro que dejaba claro que ella no era una visitante ni una mera exesposa. Había vuelto para tomar el control.Sin perder tiempo, Anaís se dirigió a la oficina de conferencias más grande de la empresa y solicitó una reunión de emergencia. El rostro de su asistente reflejaba duda, como si fuera incapaz de procesar el pedido, pero en cuanto Anaís la miró a los o
Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbul
Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio
Había algo en Anaís que desarmaba Ernesto, que lo obligaba a replantearse todo. No podía sacarse de la cabeza la escena de esa noche: la valentía de Anaís enfrentándose a Lucrecia, su dignidad y fortaleza para decir lo que sentía sin temor a la opinión de los demás. Había algo tan genuino y fascinante en ella que lo hacía desear estar a su lado, no solo para protegerla, sino para descubrir cada una de sus facetas.Rogelio observaba a su jefe desde la puerta, con una sonrisa apenas perceptible en los labios.— Si me permite el comentario, señor, creo que nunca lo había visto así. Parece que la señorita Anaís ha tocado algo muy profundo en usted.Ernesto esbozó una media sonrisa y se volvió hacia él, arrojando la colilla de su cigarrillo.— Quizás tengas razón, Rogelio. Pero aún no sé si es prudente dar este paso. No quiero que ella me vea como un simple consuelo tras su divorcio. Si voy a cortejarla, quiero que sea algo verdadero.Rogelio asintió y, antes de salir, añadió:— Entonces,
— ¡A esto! — exclamó, extendiendo los brazos como si quisiera abarcar toda la situación —. A vender la casa, a humillar a Lucrecia en público, a este… espectáculo que estás dando. ¡Esto no es propio de ti!Anaís se levantó lentamente, apoyando las manos en el escritorio mientras miraba directamente a los ojos.— Y ¿qué es "propio de mí", Jorge? ¿Seguir siendo la mujer sumisa que soportaba tus mentiras y humillaciones? ¿Cerrar los ojos cada vez que te ibas con otra y fingir que no pasaba nada? Lo siento, pero esa mujer dejó de existir — dijo en un tono completamente neutro, pero al mismo tiempo duro —. Intenté salvar mi matrimonio, pero días tras días me lanzabas la culpa de que te metí en esto; intenté incluso convertirme en alguien diferente para llamar tu atención, de concebir un hijo para ti, pero ni siquiera querías tocarme. Ahora eres libre, y estás aquí, reclamándome. No seas absurdo e hipócrita.Jorge dio un paso hacia ella, tratando de intimidarla, pero Anaís no retrocedió.—