Aviso: ¡Nunca molestes a tu ex esposa!
Aviso: ¡Nunca molestes a tu ex esposa!
Por: Lgamarra
01 - El peso de las Sombras.

La noche caía en la ciudad, y la mansión de Anaís y Jorge se alzaba como un reflejo de poder y frialdad. Los muebles perfectamente ordenados, las luces cálidas y los detalles elegantes no lograban esconder el vacío y la distancia que se respiraba entre esas paredes.

Anaís observó su reflejo en el enorme espejo de su habitación. El vestido color esmeralda caía con gracia sobre su figura, y el maquillaje impecable acentuaba sus facciones delicadas. Se había esmerado en parecer perfecto, pero ese esfuerzo no era para ella. Era para él, el hombre que una vez había jurado amarla. Anaís imitaba el estilo de Lucrecia, su prima, con la absurda esperanza de que Jorge pudiera verla, de que la atención que le dedicaba a los fantasmas de su pasado se volviera hacia ella, aunque fuera por una noche.

Escuchó el eco de la puerta principal cerrarse con brusquedad, y sintió una mezcla de ansiedad y resentimiento. Sabía que Jorge había llegado, aunque la probabilidad de que subiera a verla era escasa. Llevaba meses así, evitando encuentros, evadiendo su mirada, eludiendo conversaciones. Y cuando hablaban, el veneno y la frialdad de sus palabras eran como puñaladas.

Pasaron varios minutos antes de escuchar sus pasos subiendo las escaleras. La tensión aumentó en su pecho, pero se obligó a mantener la compostura. Finalmente, la puerta se abrió, y Jorge se detuvo en el umbral. Su expresión era la de siempre: seria, con una mezcla de desprecio y resignación. Sus ojos recorrieron a Anaís de pies a cabeza, y en vez de admiración, lo que ella vio en ellos fue un destello de burla.

— ¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó, su voz impregnada de arrogancia.

Anaís respiró hondo y se enderezó los hombros. No iba a dejar que la intimidara, no esa noche. Había decidido que, aunque le doliera, lo confrontaría.

— Esperaba cenar contigo, Jorge. Hemos tenido semanas complicadas, y pensé que podríamos… — comenzó, con la esperanza de que esa conversación no se transformara en otra discusión amarga.

Pero Jorge soltó una carcajada seca y sin humor.

— ¿Cenar? ¿De verdad crees que quiero sentarme contigo y fingir que este matrimonio significa algo? — escupió, su tono impregnado de veneno —. No entiendo cómo puedes seguir actuando como si nada, Anaís. Como si fueras la esposa perfecta que no es más que una imitación barata.

Anaís sintió que su estómago se encogía. Años de esfuerzo, de intentar ser la mujer que él quería, se habían convertido en una cruel parodia en sus labios.

— No entiendo por qué tienes que ser así, Jorge — susurró, con la voz temblorosa pero firme —. Si este matrimonio no te importa, ¿por qué sigues aquí? Nadie te obliga a estar conmigo.

Él la miró con desprecio, inclinando la cabeza como si evaluara cada palabra.

— Sigo aquí, Anaís, porque aunque lo niegues, tú fuiste la razón por la que Lucrecia se fue. Tú me atrapaste en este matrimonio. Nunca voy a perdonarte por eso.

La culpa era una carga que Anaís había llevado en silencio durante años, pero en ese momento, el dolor pasó a la ira. No era justo que él la culpara por algo que ambos habían aceptado. Ella nunca lo había forzado a nada; Había sido él quien había aceptado esa vida, había sido él quien había elegido quedarse.

— Lucrecia se fue porque quiso, Jorge. Yo no la obligué a marcharse. No me culpes a mí por tus decisiones.

Él se acercó, invadiendo su espacio personal, y su voz descendió a un tono peligroso.

— No digas su nombre. No te atrevas a hablar de ella como si la comprendieras. Tú no eres nada comparada con ella, Anaís. Nada. ¿Sabes lo patético que te ves, intentando imitarla? Con esa ropa, ese peinado… es ridículo. ¿No te da vergüenza?

Cada palabra era un golpe directo a su corazón, pero se obligó a no retroceder, a sostenerle la mirada.

— He intentado ser la mujer que necesitas — respondió, controlando el temblor en su voz —. Pensé que si me pareciera a ella… tú…

— ¿Qué? ¿Me convencerías de amarte? — La risa de Jorge era un eco cruel que resonó en la habitación —. No puedes ser Lucrecia, y nunca lo serás. Ella era pura, honesta… y tú no eres más que una sombra de lo que ella representa.

Anaís apretó los puños, intentando contener la ira y el dolor que hervían en su interior. Había soportado años de desprecio, de indiferencia, pero esa noche fue demasiado.

— ¡Ya basta, Jorge! No voy a seguir escuchando cómo me tratas. ¿Crees que puedes seguir humillándome solo porque… porque estás aferrado a una ilusión? — Sus ojos ardían con una mezcla de furia y tristeza —. No soy Lucrecia, y nunca lo seré, lo sé, pero tampoco soy la villana en esta historia.

Jorge la miró como si ella hubiera dicho algo inverosímil, y sus labios se torcieron en una sonrisa fría.

— ¿Villana? Quizás no te lo has dado cuenta, Anaís, pero siempre has sido tú la que se interpuso en mi vida. Eres la razón por la que Lucrecia y yo no pudimos estar juntos. No eres más que un error. Un error que sigue arrastrando.

Las palabras calaron profundo. Anaís sintió que algo se rompía dentro de ella, un hilo que había soportado años de tensión finalmente se desgarró. Miró a Jorge, tratando de comprender si realmente había amado a ese hombre alguna vez o si todo había sido una farsa.

— Entonces, si soy un error, ¿por qué sigues aquí? — preguntó, con la voz quebrada —. ¿Por qué no te vas, Jorge? Nunca te he obligado a estar conmigo.

Jorge desvió la mirada, incapaz de responder. La arrogancia había desaparecido, reemplazada por un brillo de incertidumbre que intentó ocultar rápidamente. Dio un paso atrás, como si la presencia de Anaís fuera repulsiva.

— Tienes razón — dijo finalmente, con frialdad —. Tal vez es momento de terminar con esta farsa. No necesito a alguien que se vea como un fantasma para intentar captar mi atención. Viste como quieras, Anaís. A mí me da igual. Mañana haré los arreglos para el divorcio.

Con esas últimas palabras, Jorge se giró, dándole la espalda. Anaís lo vio alejarse, sintiendo que con cada paso que él daba, algo en su interior se apagaba. Durante años había intentado encajar en la vida de ese hombre, había abandonado su propio estilo, sus propias metas, en un vano intento por hacerse notar. Pero todo eso había sido en vano.

Cuando la puerta se cerró tras él, la habitación quedó sumida en un silencio abrumador. Anaís se dejó caer en el borde de la cama, sintiendo las lágrimas acumularse en sus ojos. No era tanto la partida de Jorge lo que le dolía, sino el desprecio que había sentido por años, y la amarga sensación de haberse perdido a sí misma en el proceso.

Esa noche fue el final de algo, y también el inicio. Mientras se limpiaba las lágrimas y miraba su reflejo en el espejo, un pensamiento empezó a tomar forma en su mente. No volvería a intentar ser alguien que no era. Esa sería la última vez que derramaría una lágrima por él.

— Entonces, ¿quieres que me haga a un lado? — preguntó ella mirándose a través del espejo —; pues eso hare. Ya no más.

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