Lombardi sujetaba a Anaís del brazo, arrastrándola fuera del recinto mientras ella forcejeaba con desesperación. Las lágrimas brotaban de sus ojos y su corazón latía con una mezcla de angustia y furia.— ¡Suéltame, Lombardi! ¡No podemos dejarlo allí! — gritó Anaís, luchando contra el agarre firme del hombre —. Escuchaste ese disparo.— Tengo órdenes estrictas de sacarla de aquí, sAnaís. Tus lágrimas no me afectan — replicó él, sin soltarla.— ¡Pues estás despedido! ¡Ahora mismo! — exclamó Anaís con una voz temblorosa por la rabia y el dolor.Lombardi la miró con una mezcla de compasión y determinación. Sin decir una palabra, la cargó sobre sus hombros como si fuera un saco de plumas y caminó hacia el coche estacionado cerca de la entrada.— ¡Bájame! ¡No puedes hacer esto! — protestó Anaís, golpeando su espalda —. Te despido.— Luego lo hará — dijo Lombardi con frialdad al colocarla en el asiento trasero del auto y cerrar la puerta con firmeza. Su voz era calmada, pero su rostro delata
El sonido de la puerta al abrirse resonó con un eco leve en la habitación. Anaís, sentada en la cama, sintió cómo Jorge le tomaba los hombros con un gesto mezcla de desesperación y ruego.— Anaís, tienes que escucharme… — dijo Jorge, con un tono que pretendía ser firme, pero delataba su fragilidad —. No puedes dejar de sentir amor por mí. Es imposible.— Quizás ya no te amaba y solo necesitaba ese empujón, Jorge — respondió —. Suéltame. Me estás lastimando.Anaís intentó soltarse suavemente, incómoda con su cercanía, cuando la figura de Ernesto se materializó en el umbral. Su presencia era imponente, con los ojos oscuros cargados de rabia contenida y cansancio. Había pasado por demasiado, y encontrar a Jorge tan cerca de Anaís era la gota que colmaba el vaso.— ¡Suéltala! — gruñó Ernesto con voz grave, caminando hacia ellos.Anaís se giró rápidamente hacia él, levantando las manos en un intento de calmarlo.— ¡Espera, Ernesto! ¡No es lo que crees! Por favor, detente… — rogó, pero sus
Ernesto sintió el peso del mundo sobre sus hombros. Después del enfrentamiento con Jorge y las verdades que le estallaron en la cara sobre su madre, su cuerpo entero parecía desfallecer. Cuando regresó a la habitación, sus piernas apenas le respondían, pero, aun así, se mantuvo erguido, pretendiendo fortaleza. Sin embargo, en cuanto sus ojos encontraron los de Anaís, algo dentro de él se rompió.Ella también ha estado pasando por tanto y él no ha sabido protegerla. Casi pierden a su hijo por su falta de responsabilidad. Todo eso estaba en sus hombros. Todo eso lo estaba debilitando y le dolía. Le dolía como una daga apuñalándolo en el pecho.Ella lo observó con ternura y preocupación, notando su pecho alzarse con respiraciones profundas y temblorosas. Cuando vio la humedad en sus ojos, sintió que su propio corazón se desgarraba. Ernesto apartó la lágrima con el dorso de la mano con rapidez, pero Anaís lo detuvo, tomándolo de la muñeca con delicadeza.— No tienes que ocultarlo — susurró
El sol se filtraba por las cortinas, proyectando un resplandor tenue sobre el despacho de Jorge Guerrero. La luz le golpeó el rostro y, con un gruñido, trató de girarse, pero algo suave y cálido estaba pegado a su pecho. Su mente aún estaba nublada, el alcohol de la noche anterior seguía pesando en sus sentidos, pero la sensación de ese cuerpo pequeño y delicado contra el suyo lo llenó de una emoción repentina.— Anaís... — susurró con una sonrisa. Sus dedos recorrieron con suavidad la espalda desnuda de la mujer a su lado. Su corazón latía fuerte. ¿Había sido un sueño? ¿O realmente ella había vuelto a él? Pero entonces la puerta se abrió de golpe.— Señor... — Ramiro se detuvo en seco, su expresión endureciéndose al ver la escena frente a él.— ¡Ramiro! ¡No puedes entrar así! — gruñó Jorge, frotándose la sien con una mueca —. ¿No ves que estoy con mi esposa?Ramiro frunció el ceño y miró hacia otro lado.— Señor... ella no es su esposa.El cuerpo de Jorge se tensó de inmediato. El mun
El centro comercial bullía de vida. Familias paseaban, parejas tomaban café y los escaparates brillaban con luces y decoraciones. Anaís caminaba junto a Elena, observando las pequeñas prendas para bebé con una sonrisa serena.— Sabes que ya tengo demasiadas cosas en casa — dijo Anaís con un suspiro mientras Elena sostenía un conjunto diminuto de lana.Elena la miró con incredulidad y negó con la cabeza.— Nada es suficiente para este bombón — replicó, sosteniendo una manta de tonos pastel —. Estaría mejor si nos dijeras si es niña o niño… comprar colores neutros aburre, más bien, deprime.Anaís rió con suavidad, colocando una mano sobre su vientre.— No lo diré.Elena bufó con frustración.— En ese caso, no importa. Igual vives en una mansión fuera de la ciudad. Tienes espacio suficiente para una tienda entera.Anaís negó con la cabeza, su mirada perdida en la vidriera de una tienda de juguetes.— Aún no nos hemos mudado allí. Sabes cómo es tu primo de paranoico… Dice que es demasiado
Jorge miró a Lucrecia en el suelo, llorando, con una expresión que no reflejaba ni una pizca de compasión. Se acercó sin prisa, sin la menor intención de consolarla, y la cargó sin suavidad.— S-sé más delicado, me duele… — Se quejó Lucrecia, buscando un ápice de ternura en él.Jorge la fulminó con la mirada, su expresión destilaba asco y desdén.— Cierra la m*****a boca. Ya has hecho demasiado desmadre sin motivo.Lucrecia se calló de inmediato, pero por primera vez en mucho tiempo, se preguntó por qué permitía esto. Odiaba a su prima Anaís, odiaba la situación en la que estaba y, en el fondo, odiaba los métodos que había usado para atrapar a Jorge. Pero todo eso era necesario. Había hecho enojar a demasiadas personas. Lombardi, Ezra, incluso el mismísimo Lobo Blanco querían su cabeza. Sin embargo, ninguno se atrevería a tocarla mientras cargara en su vientre al heredero de un Guerrero.Espantó esos pensamientos y se abrazó a Jorge con fuerza, como si así pudiera recuperar su control
Ernesto sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor mientras escuchaba las palabras del médico resonar en su mente."La señora Santana se encuentra estable... por ahora."La frase se repetía como un eco angustiante. El miedo y la esperanza luchaban en su pecho. Había pasado horas en una espera interminable, asediado por la ansiedad y el temor a lo peor. Pero ahora, la noticia de la supervivencia de su bella flor y su bebé le ofrecía un destello de luz en medio de la oscuridad.— ¿Y… y el niño? — preguntó Ernesto, su voz temblando al pronunciar esas palabras. La idea de perder a su familia era un peso insoportable.El médico sonrió con calidez, una expresión que parecía tranquilizar, aunque la tensión en el aire seguía palpable.— Logramos salvarlo. Pasará unos meses en incubadora bajo vigilancia, hasta que esté completamente desarrollado... es una niña — respondió el médico.El corazón de Ernesto dio un vuelco, y una oleada de emoción le recorrió el cuerpo. Su piel se erizó, y un
Ernesto salió de la habitación de Anaís, su corazón palpitando con fuerza y el rostro lleno de angustia. Apenas había tomado unos pasos cuando se encontró cara a cara con el médico, quien, a pesar de su habitual porte sereno, parecía algo cansado. Sin poder contenerse, Ernesto lo interceptó.— ¿Qué carajos pasó? — demandó, su voz llena de desesperación.El médico se apartó ligeramente, evitando la confrontación directa. Con una calma forzada, le respondió:— Te he explicado cuáles serían los resultados, señor Santos. Debes estar preparado y tener paciencia.La desesperación de Ernesto creció. El semblante frío y poderoso que había mantenido hasta ese momento se desvaneció, dejando al descubierto su vulnerabilidad.— ¿Ella... ella me recordará? — preguntó, la voz quebrándose al pronunciar esas palabras.Anaís era la única que tenía ese poder.El médico lo miró con lástima, y Ernesto sintió un torrente de emociones arremeter en su interior. Dios sabía cuánto se estaba conteniendo para n