Anaís se encontró en la habitación del hospital, aún inundada de confusión y emociones. Había pasado tiempo desde que despertó y, aunque la idea de su hija la llenaba de alegría, también le generaba un profundo temor. Finalmente, decidió que debía conocerla. Se giró hacia la enfermera que había estado a su lado y con voz temblorosa pero firme, dijo:— ¿Puedo conocer a mi hija?La enfermera le avisó cálidamente y acercándose.— Por supuesto, señorita Santana. La llevaré al sector prenatal donde está — dijo, guiándola hacia la salida —. No se asuste al verla. Recuerda que tuvo un accidente y tuvimos que sacarla de forma prematura. Tampoco olvide que está en proceso de recuperarse, y las emociones fuertes no son lo recomendado para usted.Anaís sintió una mezcla de ansiedad y emoción mientras seguía a la enfermera por los pasillos del hospital. Cada paso que daba la acercaba más a conocer a la pequeña que había traído al mundo, y eso la llenaba de una luz que había estado apagada en su i
Anaís estaba sentada en una esquina de la habitación, sus pensamientos eran un torbellino de emociones y recuerdos perdidos. La luz del sol entraba por la ventana, iluminando suavemente el espacio, y en ese momento, Ernesto se acercó a ella con una sonrisa que parecía desbordar calidez. Con un gesto delicado, acarició su mejilla, y en ese instante, algo dentro de Anaís se encendió.Una ráfaga de recuerdos la asaltó, imágenes que no podía comprender del todo, pero que la golpeó con la fuerza de una ola. Vio su rostro, el brillo en sus ojos, momentos compartidos que la llenaron de una mezcla de nostalgia y confusión. Retrocedió dos pasos, mareada por la intensidad de sus pensamientos, y encontró apoyo en el brazo de Ernesto.— ¿Recordaste algo? — preguntó él, su voz suave y llena de esperanza.Anaís lo miró, sus ojos llenos de incertidumbre.— Solo ráfagas... — respondió, mientras su mente luchaba por aferrarse a una sensación familiar —. Ese toque... me parece tan familiar.Ernesto exci
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Anaís y Ernesto pasaron la mayor parte de su tiempo en el hospital, velando por su bebé en la incubadora, un pequeño ser que se aferraba a la vida con la fuerza de un guerrero. Ernesto había llevado su trabajo al hospital, decidido a no separarse de Anaís ni de la pequeña, y a su lado, Anaís encontraba consuelo y compañía en medio de la tormenta que había envuelto su vida.Finalmente, llegó el día en que Anaís recibió el alta médica. Sin embargo, al regresar a la realidad, se encontró con una sorpresa que la dejó atónita. Jorge la había llevado a un departamento vacío, sin muebles, sin un solo objeto que le perteneciera. Al ver el lugar despojado, la confusión se apoderó de ella.— ¿Dónde están mis cosas? — preguntó, mirando a Jorge con incredulidad.Él dudó un momento antes de responder.— Lo donaste todo — dijo, con una indiferencia que la desarmó.Anaís frunció el ceño, tratando de procesar su respuesta.— ¿Por qué? — ins
Anaís se acomodaba en la cama, sintiendo la suavidad de las sábanas y el ligero olor a lavanda que impregnaba el ambiente. Había estado reflexionando sobre las palabras de Ernesto, quien le había revelado la verdad sobre su vida, su pasado y las sombrías circunstancias que la rodeaban. Lo que había escuchado parecía sacado de una película de terror, un guion que solo podría haber escrito en los rincones más oscuros de la mente humana. Pero, a pesar de la gravedad de las revelaciones, había algo en la mirada de Ernesto que le daba confianza, un destello de amor que la hacía sentir que no estaba sola en esto.Mientras sus pensamientos giraban en torno a la tormenta de emociones que la invadían, Ernesto entró en la habitación con una expresión de preocupación en su rostro.— ¿Quieres ir al hospital? — preguntó, su voz suave pero urgente.Anaís, al escuchar esas palabras, se puso de pie de inmediato. Un dolor agudo recorrió su vientre, y sintió que la realidad se desvanecía por un momento.
La tensión en la sala neonatal era palpable. La luz brillante de los fluorescentes iluminaba el rostro de los recién nacidos, mientras las enfermeras se movían rápidamente entre las incubadoras, atendiendo a los pequeños con esmero. Anaís, en un rincón, observaba con una mezcla de amor y preocupación. Su pequeña estaba en una de esas incubadoras, y no podía evitar sentir que todo lo que había vivido hasta ahora se desvanecía en un susurro de felicidad.Sin embargo, el ambiente cambió drásticamente cuando la puerta se abrió de golpe. Ezra, el hermano de Ernesto, irrumpió en la habitación con una mirada salvaje, su arma en mano. El caos se estalló en un instante; los gritos de las enfermeras y los llantos de los bebés resuenan en el aire, creando una sinfonía de pánico.— ¡Ezra, ¿qué estás haciendo?! — gritó Ernesto, aguantando el dolor mientras intentaba levantarse. La herida en su muslo le provocaba un ardor que apenas podía soportar —. ¿Acaso no fui claro la última vez?— No te levan
La tensión en el ambiente era palpable. Anaís, Ernesto, Elena y Rogelio estaban reunidos en una sala del hospital, discutiendo un plan para enfrentar la inminente amenaza que representaba Ezra. La situación había escalado a niveles peligrosos, y cada segundo que pasaba se sentía como una bomba de tiempo lista para estallar.El rostro de Anaís mostraba determinación, pero también una sombra de preocupación. Sabía que lo que estaba en juego era mucho más que su propia vida; se trataba de la seguridad de su hija y de aquellos que amaba. Elena, se había posicionado a su lado, dándole una sonrisa de apoyo que buscaba fortalecer sus ánimos.— El panorama se ve tranquilo según los informes de mis hombres — dijo Rogelio, revisando sus notas con seriedad —. Pero no podemos subestimar a Ezra. Él siempre está un paso adelante.— No podemos atacar por sorpresa, eso es exactamente lo que él estaría esperando — añadió Ernesto, su mirada fija en el mapa que tenían extendido sobre la mesa.Anaís, sin
La tensión en la mansión de Ezra era palpable, como un alambre de acero estirado al borde de mameluco. Ernesto, cansado de la situación de impotencia y de ver cómo la vida de Anaís y la de su hija estaban en manos de un hombre que no merecía ni un segundo de su tiempo, sabía que había llegado el momento de actuar. Mientras las sombras de la noche comenzaban a caer, sus pensamientos eran oscuros y decididos.— Lo siento, Anaís, pero debo hacerlo — murmuró en un susurro, dejando la habitación donde ella descansaba —. Es hora de que el Lobo Blanco se haga notar.Con pasos firmes, Ernesto salió del lugar que había sido su refugio, su hogar. Durante horas estuvo conduciendo, pues de esa forma lograría no llamar la atención, su mente ocupada en un solo objetivo: recuperar a su hija y hacer que Ezra pagara por lo que había hecho. La carretera se extendía ante él como un camino lleno de obstáculos, y cada uno de ellos se convertía en combustible para su rabia.Al llegar a la entrada de la man
La atmósfera en la mansión de Ezra estaba cargada de tensión, y los ecos de la violencia aún resonaban en el aire. Ernesto se encontraba rodeado, apuntado por los hombres de Ezra, pero a pesar de la situación, una sonrisa se dibujó en su rostro. Sabía que la mayoría de los hombres allí presentes eran infiltrados suyos, un plan meticulosamente ejecutado que ahora comenzaba a dar sus frutos.Mientras sostenía a su recién nacida en brazos, su corazón latía con fuerza. La pequeña, aún temblorosa y asustada, parecía encontrar consuelo en su abrazo. Ernesto la acarició suavemente, los ojos llenos de determinación. En su mente, cada segundo contaba, y la calma que proyectaba era una fachada que ocultaba el torbellino de emociones que lo invadía.— Tranquila, pequeña — susurró, acariciando la cabecita de su hija —. Papá está aquí.De repente, como si el tiempo se detuviera, los hombres infiltrados comenzaron a rodear a los escasos hombres de Ezra que aún permanecían de pie, sus miradas fijas