La atmósfera en la mansión de Ezra estaba cargada de tensión, y los ecos de la violencia aún resonaban en el aire. Ernesto se encontraba rodeado, apuntado por los hombres de Ezra, pero a pesar de la situación, una sonrisa se dibujó en su rostro. Sabía que la mayoría de los hombres allí presentes eran infiltrados suyos, un plan meticulosamente ejecutado que ahora comenzaba a dar sus frutos.Mientras sostenía a su recién nacida en brazos, su corazón latía con fuerza. La pequeña, aún temblorosa y asustada, parecía encontrar consuelo en su abrazo. Ernesto la acarició suavemente, los ojos llenos de determinación. En su mente, cada segundo contaba, y la calma que proyectaba era una fachada que ocultaba el torbellino de emociones que lo invadía.— Tranquila, pequeña — susurró, acariciando la cabecita de su hija —. Papá está aquí.De repente, como si el tiempo se detuviera, los hombres infiltrados comenzaron a rodear a los escasos hombres de Ezra que aún permanecían de pie, sus miradas fijas
La mansión de Jorge, era un laberinto de lujo y desolación desde el momento en que Lucrecia se mudó allí, un reflejo de su vida actual. Ella, sentada en el salón, con su vientre enormemente abultado y la ansiedad a flor de piel, observaba a Jorge. Él estaba en un rincón, con una botella de alcohol en la mano, su mirada perdida en el vacío, como si buscara respuestas en el fondo del cristal.Lucrecia sintió una punzada de rabia y tristeza. Su situación era cada vez más desesperante, y la llegada de su hija al mundo se convertía en una sombra que la perseguía. La vida que le esperaba a esa pequeña era incierta y llena de dificultades. No podía soportar la idea de que su hija naciera en un mundo así.— Mira en qué te has convertido, Jorge — dijo Lucrecia, sin tapujos —. En un puto alcohólico. Eres un desastre. Te has arruinado a ti mismo y nos has arruinado a todos. Nuestra hija vendrá a un mundo sin nada, y tú lo sabes.Jorge comenzó a carcajearse, una risa amarga que reverberaba en el
La ceremonia de la boda de Ernesto y Anaís se estaba llevando a cabo en uno de los templos más majestuosos de la ciudad. Las paredes estaban adornadas con flores blancas y doradas, y el ambiente era un canto a la belleza y al amor. Ernesto esperaba ansioso en el altar, su corazón latiendo con fuerza mientras sus ojos se fijaban en la puerta, anticipando el momento en que su mujer haría su entrada.La música nupcial comenzó a sonar, y Ernesto, nervioso, se secó las manos en los pantalones, un gesto involuntario que delataba su ansiedad. Su amigo, a su lado, le dio una palmada en el hombro.— Tranquilo, amigo. Ella no huirá de ti — le dijo, intentando calmarlo.Pero cuando la puerta se abrió, el mundo pareció detenerse. Allí estaba Anaís, vestida con un hermoso vestido blanco, elegante y sencillo, que la hacía parecer un ángel caído del cielo, dispuesto a vivir entre las llamas de su infierno. Era la mujer más hermosa que sus ojos habían visto, y en ese instante, no había otra mujer en l
El templo estaba sumido en el caos, y el sonido de las explosiones resonaba en el aire, haciendo temblar las paredes. Ernesto, con el corazón latiendo a mil por hora, apenas podía procesar el horror que lo rodeaba. Pero en medio de la confusión, algo atrapó su atención. Allí, en la entrada, estaba Bianca, sonriendo como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse a su alrededor.Ernesto miró a Rogelio, quien había regresado para buscarlo. Su amigo le lanzó una mirada preocupada, pero Ernesto solo asintió. Tenía que encargarse de Bianca antes de salir. Sabía que era un riesgo, pero no podía permitir que ella se interpusiera en su camino.— ¿Estás seguro de esto? — preguntó Rogelio, su voz tensa.Ernesto no respondió. La mirada severa que le dirigió fue suficiente para que Rogelio comprendiera que no había más que discutir. Con un último vistazo, su amigo se alejó, dejando a Ernesto frente a Bianca.— Siempre tan severo — murmuró ella, su sonrisa desafiando la gravedad de la situac
Anaís desesperada en medio del caos, el sonido de las explosiones resonando en su mente como un eco interminable. Al salir afuera del templo, se encontró rodeada de un panorama desolador: el templo, que había sido el escenario de su boda, ahora se convertía en un campo de batalla. Las paredes temblaban, los escombros caían y el aire estaba impregnado de gritos de terror y dolor.Su corazón se detuvo al darse cuenta de que Ernesto no había salido aún. La angustia se apoderó de ella mientras miraba a su alrededor. Personas heridas, hombres ensangrentados, víctimas de un ataque que no podía comprender. Su mente se llenó de preguntas: ¿por qué todo esto estaba sucediendo? ¿Por qué no podía ser feliz, aunque fuera solo por un día?En sus brazos, Lía, su pequeña hija, parecía ajena al caos. Anaís la miró con amor, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a descender por sus mejillas. La inocencia de su bebé contrastaba con la brutalidad de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y un dolor p
Anaís estaba de rodillas, su cuerpo tembloroso se sujetaba entre los brazos de Rogelio. Las lágrimas caían sin control por su rostro, empapando la camisa de su amigo. Era el día de su boda, su día feliz, y no podía ni quería aceptar que todo había terminado de esta manera. La imagen de Ernesto, su amor, en peligro, la consumía por dentro.— ¿Será que lo maté? — preguntó Anaís con la voz entrecortada, el dolor en su pecho era insoportable.Rogelio la miró con preocupación, intentando calmarla.— Tranquilízate, Anaís. No tienes la culpa de nada. Solo disparaste… — guardó silencio, su expresión cambiando cuando vio a uno de sus hombres acercarse con alguien. Lo lanzó al suelo con fuerza.— Es el encargado de las explosiones y de todo este caos señor — dijo, su voz dura.Anaís sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. La policía ya estaba allí, sujetando al sujeto en el suelo. Se acercó, su corazón latiendo con fuerza.— ¿Quién te contrató? — preguntó, su voz temblando de rabia y
El ambiente en la clínica era tenso, pero al mismo tiempo, Anaís sintió que una ligera brisa de esperanza comenzaba a filtrarse a través de su angustia. Después de lo que parecía una eternidad, el médico salió de la habitación de Ernesto con una expresión seria pero aliviada.— Señora, el señor Santos se encuentra fuera de peligro — anunció, su voz clara entre el murmullo de la sala de espera.Anaís sintió que un peso enorme se levantaba de su pecho. Finalmente, podía respirar en paz. La angustia que la había acompañado desde el momento en que vio a su esposo lleno de heridas comenzó a desvanecerse. Se dejó caer en una silla cercana, sintiendo que las lágrimas de alivio comenzaban a formarse en sus ojos.En ese momento, Rogelio se acercó, junto con un hombre más que Anaís no reconoció de inmediato.— ¿Te encuentras bien? — preguntó Rogelio, su expresión era de preocupación genuina —. ¿Qué te dijo el médico?Anaís avanzaba lentamente hacia luz de la paz, sintiendo que la calma comenzab
Anaís bajó del coche con una apariencia que asustaría a cualquiera. Su vestido de novia, una vez blanco y elegante, ahora estaba cubierto de tierra, rasgado y manchado de sangre. Su rostro estaba marcado por un moretón y su cabello deshecho, como si hubiera salido de una guerra. Pero, de hecho, así había sido: una guerra en el día de su boda. Se sintió como una guerrera, lista para enfrentar a su enemigo.— Señorita Santana — dijo Ramiro, sorprendido de verla en ese estado —. He oído lo que sucedió. Lo siento tanto.Anaís lo miró con intensidad, su mirada decidida.— ¿Dónde está Lucrecia? — preguntó, su voz firme y llena de ira.Ramiro, al ver que la policía llegaba detrás de ella, supo que era el fin. Se hizo a un lado y la dejó pasar, sintiendo que el destino de todos estaba a punto de cambiar.Cuando Anaís entró, se dirigió directamente hacia el centro del salón, donde efectivamente se encontraba Lucrecia y Jorge bailando. El ambiente festivo se congeló en el instante en que aparec