95 - Rodeados de balas...

La tensión en la mansión de Ezra era palpable, como un alambre de acero estirado al borde de mameluco. Ernesto, cansado de la situación de impotencia y de ver cómo la vida de Anaís y la de su hija estaban en manos de un hombre que no merecía ni un segundo de su tiempo, sabía que había llegado el momento de actuar. Mientras las sombras de la noche comenzaban a caer, sus pensamientos eran oscuros y decididos.

— Lo siento, Anaís, pero debo hacerlo — murmuró en un susurro, dejando la habitación donde ella descansaba —. Es hora de que el Lobo Blanco se haga notar.

Con pasos firmes, Ernesto salió del lugar que había sido su refugio, su hogar. Durante horas estuvo conduciendo, pues de esa forma lograría no llamar la atención, su mente ocupada en un solo objetivo: recuperar a su hija y hacer que Ezra pagara por lo que había hecho. La carretera se extendía ante él como un camino lleno de obstáculos, y cada uno de ellos se convertía en combustible para su rabia.

Al llegar a la entrada de la man
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