Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
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