Anaís se acomodaba en la cama, sintiendo la suavidad de las sábanas y el ligero olor a lavanda que impregnaba el ambiente. Había estado reflexionando sobre las palabras de Ernesto, quien le había revelado la verdad sobre su vida, su pasado y las sombrías circunstancias que la rodeaban. Lo que había escuchado parecía sacado de una película de terror, un guion que solo podría haber escrito en los rincones más oscuros de la mente humana. Pero, a pesar de la gravedad de las revelaciones, había algo en la mirada de Ernesto que le daba confianza, un destello de amor que la hacía sentir que no estaba sola en esto.Mientras sus pensamientos giraban en torno a la tormenta de emociones que la invadían, Ernesto entró en la habitación con una expresión de preocupación en su rostro.— ¿Quieres ir al hospital? — preguntó, su voz suave pero urgente.Anaís, al escuchar esas palabras, se puso de pie de inmediato. Un dolor agudo recorrió su vientre, y sintió que la realidad se desvanecía por un momento.
La tensión en la sala neonatal era palpable. La luz brillante de los fluorescentes iluminaba el rostro de los recién nacidos, mientras las enfermeras se movían rápidamente entre las incubadoras, atendiendo a los pequeños con esmero. Anaís, en un rincón, observaba con una mezcla de amor y preocupación. Su pequeña estaba en una de esas incubadoras, y no podía evitar sentir que todo lo que había vivido hasta ahora se desvanecía en un susurro de felicidad.Sin embargo, el ambiente cambió drásticamente cuando la puerta se abrió de golpe. Ezra, el hermano de Ernesto, irrumpió en la habitación con una mirada salvaje, su arma en mano. El caos se estalló en un instante; los gritos de las enfermeras y los llantos de los bebés resuenan en el aire, creando una sinfonía de pánico.— ¡Ezra, ¿qué estás haciendo?! — gritó Ernesto, aguantando el dolor mientras intentaba levantarse. La herida en su muslo le provocaba un ardor que apenas podía soportar —. ¿Acaso no fui claro la última vez?— No te levan
La tensión en el ambiente era palpable. Anaís, Ernesto, Elena y Rogelio estaban reunidos en una sala del hospital, discutiendo un plan para enfrentar la inminente amenaza que representaba Ezra. La situación había escalado a niveles peligrosos, y cada segundo que pasaba se sentía como una bomba de tiempo lista para estallar.El rostro de Anaís mostraba determinación, pero también una sombra de preocupación. Sabía que lo que estaba en juego era mucho más que su propia vida; se trataba de la seguridad de su hija y de aquellos que amaba. Elena, se había posicionado a su lado, dándole una sonrisa de apoyo que buscaba fortalecer sus ánimos.— El panorama se ve tranquilo según los informes de mis hombres — dijo Rogelio, revisando sus notas con seriedad —. Pero no podemos subestimar a Ezra. Él siempre está un paso adelante.— No podemos atacar por sorpresa, eso es exactamente lo que él estaría esperando — añadió Ernesto, su mirada fija en el mapa que tenían extendido sobre la mesa.Anaís, sin
La tensión en la mansión de Ezra era palpable, como un alambre de acero estirado al borde de mameluco. Ernesto, cansado de la situación de impotencia y de ver cómo la vida de Anaís y la de su hija estaban en manos de un hombre que no merecía ni un segundo de su tiempo, sabía que había llegado el momento de actuar. Mientras las sombras de la noche comenzaban a caer, sus pensamientos eran oscuros y decididos.— Lo siento, Anaís, pero debo hacerlo — murmuró en un susurro, dejando la habitación donde ella descansaba —. Es hora de que el Lobo Blanco se haga notar.Con pasos firmes, Ernesto salió del lugar que había sido su refugio, su hogar. Durante horas estuvo conduciendo, pues de esa forma lograría no llamar la atención, su mente ocupada en un solo objetivo: recuperar a su hija y hacer que Ezra pagara por lo que había hecho. La carretera se extendía ante él como un camino lleno de obstáculos, y cada uno de ellos se convertía en combustible para su rabia.Al llegar a la entrada de la man
La atmósfera en la mansión de Ezra estaba cargada de tensión, y los ecos de la violencia aún resonaban en el aire. Ernesto se encontraba rodeado, apuntado por los hombres de Ezra, pero a pesar de la situación, una sonrisa se dibujó en su rostro. Sabía que la mayoría de los hombres allí presentes eran infiltrados suyos, un plan meticulosamente ejecutado que ahora comenzaba a dar sus frutos.Mientras sostenía a su recién nacida en brazos, su corazón latía con fuerza. La pequeña, aún temblorosa y asustada, parecía encontrar consuelo en su abrazo. Ernesto la acarició suavemente, los ojos llenos de determinación. En su mente, cada segundo contaba, y la calma que proyectaba era una fachada que ocultaba el torbellino de emociones que lo invadía.— Tranquila, pequeña — susurró, acariciando la cabecita de su hija —. Papá está aquí.De repente, como si el tiempo se detuviera, los hombres infiltrados comenzaron a rodear a los escasos hombres de Ezra que aún permanecían de pie, sus miradas fijas
La mansión de Jorge, era un laberinto de lujo y desolación desde el momento en que Lucrecia se mudó allí, un reflejo de su vida actual. Ella, sentada en el salón, con su vientre enormemente abultado y la ansiedad a flor de piel, observaba a Jorge. Él estaba en un rincón, con una botella de alcohol en la mano, su mirada perdida en el vacío, como si buscara respuestas en el fondo del cristal.Lucrecia sintió una punzada de rabia y tristeza. Su situación era cada vez más desesperante, y la llegada de su hija al mundo se convertía en una sombra que la perseguía. La vida que le esperaba a esa pequeña era incierta y llena de dificultades. No podía soportar la idea de que su hija naciera en un mundo así.— Mira en qué te has convertido, Jorge — dijo Lucrecia, sin tapujos —. En un puto alcohólico. Eres un desastre. Te has arruinado a ti mismo y nos has arruinado a todos. Nuestra hija vendrá a un mundo sin nada, y tú lo sabes.Jorge comenzó a carcajearse, una risa amarga que reverberaba en el
La ceremonia de la boda de Ernesto y Anaís se estaba llevando a cabo en uno de los templos más majestuosos de la ciudad. Las paredes estaban adornadas con flores blancas y doradas, y el ambiente era un canto a la belleza y al amor. Ernesto esperaba ansioso en el altar, su corazón latiendo con fuerza mientras sus ojos se fijaban en la puerta, anticipando el momento en que su mujer haría su entrada.La música nupcial comenzó a sonar, y Ernesto, nervioso, se secó las manos en los pantalones, un gesto involuntario que delataba su ansiedad. Su amigo, a su lado, le dio una palmada en el hombro.— Tranquilo, amigo. Ella no huirá de ti — le dijo, intentando calmarlo.Pero cuando la puerta se abrió, el mundo pareció detenerse. Allí estaba Anaís, vestida con un hermoso vestido blanco, elegante y sencillo, que la hacía parecer un ángel caído del cielo, dispuesto a vivir entre las llamas de su infierno. Era la mujer más hermosa que sus ojos habían visto, y en ese instante, no había otra mujer en l
El templo estaba sumido en el caos, y el sonido de las explosiones resonaba en el aire, haciendo temblar las paredes. Ernesto, con el corazón latiendo a mil por hora, apenas podía procesar el horror que lo rodeaba. Pero en medio de la confusión, algo atrapó su atención. Allí, en la entrada, estaba Bianca, sonriendo como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse a su alrededor.Ernesto miró a Rogelio, quien había regresado para buscarlo. Su amigo le lanzó una mirada preocupada, pero Ernesto solo asintió. Tenía que encargarse de Bianca antes de salir. Sabía que era un riesgo, pero no podía permitir que ella se interpusiera en su camino.— ¿Estás seguro de esto? — preguntó Rogelio, su voz tensa.Ernesto no respondió. La mirada severa que le dirigió fue suficiente para que Rogelio comprendiera que no había más que discutir. Con un último vistazo, su amigo se alejó, dejando a Ernesto frente a Bianca.— Siempre tan severo — murmuró ella, su sonrisa desafiando la gravedad de la situac