Jorge miró a Lucrecia en el suelo, llorando, con una expresión que no reflejaba ni una pizca de compasión. Se acercó sin prisa, sin la menor intención de consolarla, y la cargó sin suavidad.— S-sé más delicado, me duele… — Se quejó Lucrecia, buscando un ápice de ternura en él.Jorge la fulminó con la mirada, su expresión destilaba asco y desdén.— Cierra la m*****a boca. Ya has hecho demasiado desmadre sin motivo.Lucrecia se calló de inmediato, pero por primera vez en mucho tiempo, se preguntó por qué permitía esto. Odiaba a su prima Anaís, odiaba la situación en la que estaba y, en el fondo, odiaba los métodos que había usado para atrapar a Jorge. Pero todo eso era necesario. Había hecho enojar a demasiadas personas. Lombardi, Ezra, incluso el mismísimo Lobo Blanco querían su cabeza. Sin embargo, ninguno se atrevería a tocarla mientras cargara en su vientre al heredero de un Guerrero.Espantó esos pensamientos y se abrazó a Jorge con fuerza, como si así pudiera recuperar su control
Ernesto sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor mientras escuchaba las palabras del médico resonar en su mente."La señora Santana se encuentra estable... por ahora."La frase se repetía como un eco angustiante. El miedo y la esperanza luchaban en su pecho. Había pasado horas en una espera interminable, asediado por la ansiedad y el temor a lo peor. Pero ahora, la noticia de la supervivencia de su bella flor y su bebé le ofrecía un destello de luz en medio de la oscuridad.— ¿Y… y el niño? — preguntó Ernesto, su voz temblando al pronunciar esas palabras. La idea de perder a su familia era un peso insoportable.El médico sonrió con calidez, una expresión que parecía tranquilizar, aunque la tensión en el aire seguía palpable.— Logramos salvarlo. Pasará unos meses en incubadora bajo vigilancia, hasta que esté completamente desarrollado... es una niña — respondió el médico.El corazón de Ernesto dio un vuelco, y una oleada de emoción le recorrió el cuerpo. Su piel se erizó, y un
Ernesto salió de la habitación de Anaís, su corazón palpitando con fuerza y el rostro lleno de angustia. Apenas había tomado unos pasos cuando se encontró cara a cara con el médico, quien, a pesar de su habitual porte sereno, parecía algo cansado. Sin poder contenerse, Ernesto lo interceptó.— ¿Qué carajos pasó? — demandó, su voz llena de desesperación.El médico se apartó ligeramente, evitando la confrontación directa. Con una calma forzada, le respondió:— Te he explicado cuáles serían los resultados, señor Santos. Debes estar preparado y tener paciencia.La desesperación de Ernesto creció. El semblante frío y poderoso que había mantenido hasta ese momento se desvaneció, dejando al descubierto su vulnerabilidad.— ¿Ella... ella me recordará? — preguntó, la voz quebrándose al pronunciar esas palabras.Anaís era la única que tenía ese poder.El médico lo miró con lástima, y Ernesto sintió un torrente de emociones arremeter en su interior. Dios sabía cuánto se estaba conteniendo para n
Anaís se encontró en la habitación del hospital, aún inundada de confusión y emociones. Había pasado tiempo desde que despertó y, aunque la idea de su hija la llenaba de alegría, también le generaba un profundo temor. Finalmente, decidió que debía conocerla. Se giró hacia la enfermera que había estado a su lado y con voz temblorosa pero firme, dijo:— ¿Puedo conocer a mi hija?La enfermera le avisó cálidamente y acercándose.— Por supuesto, señorita Santana. La llevaré al sector prenatal donde está — dijo, guiándola hacia la salida —. No se asuste al verla. Recuerda que tuvo un accidente y tuvimos que sacarla de forma prematura. Tampoco olvide que está en proceso de recuperarse, y las emociones fuertes no son lo recomendado para usted.Anaís sintió una mezcla de ansiedad y emoción mientras seguía a la enfermera por los pasillos del hospital. Cada paso que daba la acercaba más a conocer a la pequeña que había traído al mundo, y eso la llenaba de una luz que había estado apagada en su i
Anaís estaba sentada en una esquina de la habitación, sus pensamientos eran un torbellino de emociones y recuerdos perdidos. La luz del sol entraba por la ventana, iluminando suavemente el espacio, y en ese momento, Ernesto se acercó a ella con una sonrisa que parecía desbordar calidez. Con un gesto delicado, acarició su mejilla, y en ese instante, algo dentro de Anaís se encendió.Una ráfaga de recuerdos la asaltó, imágenes que no podía comprender del todo, pero que la golpeó con la fuerza de una ola. Vio su rostro, el brillo en sus ojos, momentos compartidos que la llenaron de una mezcla de nostalgia y confusión. Retrocedió dos pasos, mareada por la intensidad de sus pensamientos, y encontró apoyo en el brazo de Ernesto.— ¿Recordaste algo? — preguntó él, su voz suave y llena de esperanza.Anaís lo miró, sus ojos llenos de incertidumbre.— Solo ráfagas... — respondió, mientras su mente luchaba por aferrarse a una sensación familiar —. Ese toque... me parece tan familiar.Ernesto exci
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Anaís y Ernesto pasaron la mayor parte de su tiempo en el hospital, velando por su bebé en la incubadora, un pequeño ser que se aferraba a la vida con la fuerza de un guerrero. Ernesto había llevado su trabajo al hospital, decidido a no separarse de Anaís ni de la pequeña, y a su lado, Anaís encontraba consuelo y compañía en medio de la tormenta que había envuelto su vida.Finalmente, llegó el día en que Anaís recibió el alta médica. Sin embargo, al regresar a la realidad, se encontró con una sorpresa que la dejó atónita. Jorge la había llevado a un departamento vacío, sin muebles, sin un solo objeto que le perteneciera. Al ver el lugar despojado, la confusión se apoderó de ella.— ¿Dónde están mis cosas? — preguntó, mirando a Jorge con incredulidad.Él dudó un momento antes de responder.— Lo donaste todo — dijo, con una indiferencia que la desarmó.Anaís frunció el ceño, tratando de procesar su respuesta.— ¿Por qué? — ins
Anaís se acomodaba en la cama, sintiendo la suavidad de las sábanas y el ligero olor a lavanda que impregnaba el ambiente. Había estado reflexionando sobre las palabras de Ernesto, quien le había revelado la verdad sobre su vida, su pasado y las sombrías circunstancias que la rodeaban. Lo que había escuchado parecía sacado de una película de terror, un guion que solo podría haber escrito en los rincones más oscuros de la mente humana. Pero, a pesar de la gravedad de las revelaciones, había algo en la mirada de Ernesto que le daba confianza, un destello de amor que la hacía sentir que no estaba sola en esto.Mientras sus pensamientos giraban en torno a la tormenta de emociones que la invadían, Ernesto entró en la habitación con una expresión de preocupación en su rostro.— ¿Quieres ir al hospital? — preguntó, su voz suave pero urgente.Anaís, al escuchar esas palabras, se puso de pie de inmediato. Un dolor agudo recorrió su vientre, y sintió que la realidad se desvanecía por un momento.
La tensión en la sala neonatal era palpable. La luz brillante de los fluorescentes iluminaba el rostro de los recién nacidos, mientras las enfermeras se movían rápidamente entre las incubadoras, atendiendo a los pequeños con esmero. Anaís, en un rincón, observaba con una mezcla de amor y preocupación. Su pequeña estaba en una de esas incubadoras, y no podía evitar sentir que todo lo que había vivido hasta ahora se desvanecía en un susurro de felicidad.Sin embargo, el ambiente cambió drásticamente cuando la puerta se abrió de golpe. Ezra, el hermano de Ernesto, irrumpió en la habitación con una mirada salvaje, su arma en mano. El caos se estalló en un instante; los gritos de las enfermeras y los llantos de los bebés resuenan en el aire, creando una sinfonía de pánico.— ¡Ezra, ¿qué estás haciendo?! — gritó Ernesto, aguantando el dolor mientras intentaba levantarse. La herida en su muslo le provocaba un ardor que apenas podía soportar —. ¿Acaso no fui claro la última vez?— No te levan