Ernesto lo miró, con una frialdad capaz de congelar el mismísimo infierno de ser posible, pero no le importó. Su atención estaba puesta en Anaís, quien descansaba en sus brazos, inconsciente y pálida, como una flor marchita que se desmoronaba con cada paso que daba. Continuó su camino con determinación, aunque su pecho se sentía como un tambor al borde de estallar. Cada respiración era un recordatorio de la urgencia. Sabía que no tenía tiempo, y mucho menos paciencia, para detenerse por nada ni nadie.Sin embargo, Ezra lo observaba desde el otro lado del pasillo, furioso, como una bestia acorralada. Su mandíbula se tensó, y su puño se cerró alrededor del arma que llevaba consigo. Los dedos tamborileaban contra el metal, debatiendo si apretar el gatillo.— ¿A dónde crees que vas? — rugió, su voz retumbando como un trueno. Ernesto lo ignoró por completo, lo que avivó más las llamas de su ira.Nunca nadie lo había ignorado tanto. Esa mujer había hecho de él ante sus hombres un ser débil.
La avioneta surcaba el cielo con una suavidad que contrastaba con el caos vivido momentos antes. Elena, sentada al lado del copiloto, observaba el horizonte mientras su mente se llenaba de preguntas. Finalmente, no pudo contenerse y giró hacia Rogelio, quien estaba a su lado, relajado, con una leve sonrisa.— ¿Estás loco? — le espetó, su tono mezcla de incredulidad y reproche —. Poner explosivos... ¿Sabes lo que pudo haber pasado?Rogelio, imperturbable, alzó una ceja y la miró de reojo antes de esbozar una sonrisa ladina.— ¿Te preocupaste por mí, Elena? — preguntó con un tono que rozaba lo burlón, pero sus ojos reflejaban algo más profundo.Elena sintió cómo sus mejillas se encendían al instante. Desvió la mirada hacia la ventana y cruzó los brazos, tratando de ocultar su sonrojo.— Eres parte importante de nuestro equipo — contestó con un tono firme que intentaba ocultar su turbación —. No podemos permitirnos perder a nadie.Rogelio soltó una carcajada suave antes de sacudir la cab
Federico Lombardi caminaba de un lado a otro en su despacho, con la mandíbula tensa y los pensamientos desordenados. Los informes de sus hombres le pesaban como una losa. Ernesto y su equipo estaban de vuelta en el país, y Anaís estaba en un hospital.— ¿Por qué mierda no le hicieron nada? — murmuró para sí mismo, golpeando la mesa con un puño cerrado —. ¿Por qué Ezra la mantuvo? ¿Qué mierda sucedió?Ahora ella sería una más de sus enemigos. La había subestimado demasiado, y no solo eso, ella era la que tenía a la verdadera Isabela.El ruido de los gritos de Lucrecia, provenientes del pasillo, interrumpieron su círculo de pensamientos oscuros.— ¡Abran la maldita puerta! ¡No soy una prisionera! — rugió la mujer —. ¡Prefiero mi libertad antes que seguir con esta farsa! ¡No me importa si el viejo Rinaldi se entera de la verdad!Lombardi apretó los dientes. Antes de que pudiera salir, una voz grave y calmada lo detuvo.— ¿De qué verdad habla? — preguntó el viejo Rinaldi, cruzando el umbr
La mansión Lombardi parecía un mausoleo en medio de la noche. Los gritos de Lucrecia resonaban por los pasillos, agudos y desesperados. Estaba encerrada, golpeando la puerta con todas sus fuerzas.— ¡Déjenme salir! ¡Malditos, ábranme la puerta! ¡No soy una prisionera! — Su voz se quebraba por el esfuerzo, pero su furia seguía intacta —. No me importa que el maldito Rinaldi sepa que no soy su hija.Rinaldi irrumpió en la habitación como una tormenta desatada, su rostro una máscara de ira. Sus pasos resonaban en el mármol mientras los guardias a su alrededor retrocedían instintivamente. Cuando llegó a habitación a Lucrecia, su paciencia ya se había agotado.— ¿Qué demonios está pasando aquí? — rugió, empujando a un guardia para abrir la puerta.Lucrecia se giró al verlo, y su rostro pasó de la furia al miedo. Antes de que pudiera reaccionar, Rinaldi la tomó por el cabello y la arrastró fuera de la habitación.— ¡No puedes hacerme esto! ¡Te vas a arrepentir! — gritaba ella, pataleando mi
La habitación estaba sumida en un silencio inquietante, roto solo por el sonido del monitor que marcaba los latidos del corazón de Anaís. Federico Lombardi estaba de pie junto a la puerta, visiblemente nervioso. Había sido convocado, y aunque el hospital era terreno neutral, estar frente a Anaís Santana con Ernesto presente era como caminar sobre un campo minado. Especialmente después de lo que había hecho y en el lío que se metió queriendo aparentar tener un poder que en realidad no poseía.No ante ellos.Anaís lo miró con una sonrisa suave, casi amigable, pero en sus ojos brillaba una astucia que lo desarmaba.— ¿No tienes nada que decirme, Federico? — preguntó con voz tranquila, pero cargada de significado.Lombardi bajó la cabeza. Su garganta se secó, y las palabras que había ensayado una y otra vez se esfumaron. Finalmente murmuró: — Lo siento.Anaís ladeó la cabeza, como si examinara cada palabra.— ¿Eso es todo? — replicó, ignorando su disculpa como si no hubiera sido pronuncia
Federico Lombardi salió de la habitación de Anaís con el peso de sus palabras aun rondándole en la mente. Había aceptado convertirse en su escolta personal, un precio que parecía menor comparado con la magnitud de su culpa. Sin embargo, no se sentía liberado, sino atrapado en una red de decisiones pasadas que ahora regresaban a exigir cuentas. Caminó por el pasillo con pasos lentos y cabeza gacha, intentando recuperar el control de sus emociones. Fue entonces cuando la vio.Isabela.Estaba de pie al final del pasillo, apoyada contra la pared, como si el destino hubiera decidido ponerla allí justo en ese momento. Al principio creyó que Anaís mentía solo para ver su reacción, pero en realidad era verdad. Isabela estaba esperándolo. Federico sintió un vuelco en el corazón, una sensación que no había experimentado en años. Era la primera vez que la veía desde que sus caminos se separaron abruptamente. Aunque el tiempo había dejado su huella en ambos, la belleza de Isabela seguía intacta, p
El coche negro avanzaba con suavidad por las calles iluminadas por el sol. Anaís miraba por la ventana, intentando calmar la curiosidad que comenzaba a apoderarse de ella. Ernesto había insistido en conducir él mismo, algo que rara vez hacía, y el destino era un misterio que solo él conocía. Finalmente, incapaz de contenerse, Anaís rompió el silencio.— ¿A dónde me llevas? — preguntó, cruzando los brazos con una expresión mezcla de desconfianza y ternura.Ernesto sonrió, pero no apartó la vista del camino.— Es una sorpresa — dijo con calma.Anaís suspiró. Odiaba las sorpresas. Tal vez porque nunca había recibido una que valiera la pena, o porque aquellas que ella había intentado dar en el pasado siempre habían sido ignoradas o rechazadas. Una sombra de tristeza cruzó por su rostro mientras recordaba los años desperdiciados con Jorge, intentando ganar su amor y atención.— Gracias — murmuró de repente, sorprendiéndose incluso a sí misma.Ernesto giró la cabeza brevemente para mirarla.
El día había comenzado con un aire de tensión palpable en la casa. Anaís se había levantado temprano, preparando cada detalle para su regreso a la oficina. Era un paso simbólico, una declaración de que no viviría con miedo. Sin embargo, Ernesto no compartía su entusiasmo.— Es una muy mala idea, Anaís — dijo Ernesto, cruzado de brazos frente a la puerta mientras ella ajustaba su bolso.— Lo sé, Ernesto. Pero si confié en que podría escapar de Ezra, también puedo confiar en que Federico Lombardi salvará mi vida si algo ocurre — respondió con determinación. Su voz tenía un tono tranquilo, pero sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y valentía.Ernesto bufó, claramente frustrado.— Es la peor forma de vengarte de alguien que te entregó a un… mal hombre, por no llamarlo proxeneta hijo de puta. Pero ¿qué puedo hacer contigo? Aun así, no irás sola.Anaís lo miró, entendiendo que la preocupación de Ernesto era genuina. Se acercó y le dio un beso suave en los labios.— Gracias por cuidar de m