La habitación estaba sumida en un silencio inquietante, roto solo por el sonido del monitor que marcaba los latidos del corazón de Anaís. Federico Lombardi estaba de pie junto a la puerta, visiblemente nervioso. Había sido convocado, y aunque el hospital era terreno neutral, estar frente a Anaís Santana con Ernesto presente era como caminar sobre un campo minado. Especialmente después de lo que había hecho y en el lío que se metió queriendo aparentar tener un poder que en realidad no poseía.No ante ellos.Anaís lo miró con una sonrisa suave, casi amigable, pero en sus ojos brillaba una astucia que lo desarmaba.— ¿No tienes nada que decirme, Federico? — preguntó con voz tranquila, pero cargada de significado.Lombardi bajó la cabeza. Su garganta se secó, y las palabras que había ensayado una y otra vez se esfumaron. Finalmente murmuró: — Lo siento.Anaís ladeó la cabeza, como si examinara cada palabra.— ¿Eso es todo? — replicó, ignorando su disculpa como si no hubiera sido pronuncia
Federico Lombardi salió de la habitación de Anaís con el peso de sus palabras aun rondándole en la mente. Había aceptado convertirse en su escolta personal, un precio que parecía menor comparado con la magnitud de su culpa. Sin embargo, no se sentía liberado, sino atrapado en una red de decisiones pasadas que ahora regresaban a exigir cuentas. Caminó por el pasillo con pasos lentos y cabeza gacha, intentando recuperar el control de sus emociones. Fue entonces cuando la vio.Isabela.Estaba de pie al final del pasillo, apoyada contra la pared, como si el destino hubiera decidido ponerla allí justo en ese momento. Al principio creyó que Anaís mentía solo para ver su reacción, pero en realidad era verdad. Isabela estaba esperándolo. Federico sintió un vuelco en el corazón, una sensación que no había experimentado en años. Era la primera vez que la veía desde que sus caminos se separaron abruptamente. Aunque el tiempo había dejado su huella en ambos, la belleza de Isabela seguía intacta, p
El coche negro avanzaba con suavidad por las calles iluminadas por el sol. Anaís miraba por la ventana, intentando calmar la curiosidad que comenzaba a apoderarse de ella. Ernesto había insistido en conducir él mismo, algo que rara vez hacía, y el destino era un misterio que solo él conocía. Finalmente, incapaz de contenerse, Anaís rompió el silencio.— ¿A dónde me llevas? — preguntó, cruzando los brazos con una expresión mezcla de desconfianza y ternura.Ernesto sonrió, pero no apartó la vista del camino.— Es una sorpresa — dijo con calma.Anaís suspiró. Odiaba las sorpresas. Tal vez porque nunca había recibido una que valiera la pena, o porque aquellas que ella había intentado dar en el pasado siempre habían sido ignoradas o rechazadas. Una sombra de tristeza cruzó por su rostro mientras recordaba los años desperdiciados con Jorge, intentando ganar su amor y atención.— Gracias — murmuró de repente, sorprendiéndose incluso a sí misma.Ernesto giró la cabeza brevemente para mirarla.
El día había comenzado con un aire de tensión palpable en la casa. Anaís se había levantado temprano, preparando cada detalle para su regreso a la oficina. Era un paso simbólico, una declaración de que no viviría con miedo. Sin embargo, Ernesto no compartía su entusiasmo.— Es una muy mala idea, Anaís — dijo Ernesto, cruzado de brazos frente a la puerta mientras ella ajustaba su bolso.— Lo sé, Ernesto. Pero si confié en que podría escapar de Ezra, también puedo confiar en que Federico Lombardi salvará mi vida si algo ocurre — respondió con determinación. Su voz tenía un tono tranquilo, pero sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y valentía.Ernesto bufó, claramente frustrado.— Es la peor forma de vengarte de alguien que te entregó a un… mal hombre, por no llamarlo proxeneta hijo de puta. Pero ¿qué puedo hacer contigo? Aun así, no irás sola.Anaís lo miró, entendiendo que la preocupación de Ernesto era genuina. Se acercó y le dio un beso suave en los labios.— Gracias por cuidar de m
El jet privado aterrizó con una suavidad que solo se logra con experiencia. Ezra bajó los escalones con la calma de un depredador. Inhaló profundamente el aire de la ciudad y una sonrisa torcida se formó en su rostro. Estar allí era como volver a casa, a su campo de batalla, a su terreno. La cacería había comenzado, y su presa, Anaís, ni siquiera lo sabía… o eso creía él.Con una mirada, Ezra indicó a sus hombres que lo siguieran, mientras su asistente personal, una mujer alta de cabello negro como el azabache, ajustaba su paso al ritmo de su jefe.— ¿Qué tenemos? — preguntó él con un tono frío.— Los movimientos preliminares indican que Anaís ya ha comenzado a mover sus fichas. — La asistente le ofreció una tableta.Ezra estudió la información en silencio, asintiendo lentamente mientras sus labios murmuraban un pensamiento inaudible. Por supuesto, no esperaba menos de Anaís. Si algo la hacía destacarse, era su habilidad para atacar justo donde dolía, siempre calculadora, siempre un p
La noche caía sobre la imponente mansión de Federico Lombardi, donde cada sombra parecía susurrar secretos. Desde el otro lado de la calle, Lucrecia observaba, oculta tras un árbol. Su contacto le había asegurado que el misterioso Ezra estaría allí. Había llegado el momento de confirmar si su intuición era correcta: Ezra y Lombardi compartían algo más que un odio visceral por Anaís.Cuando las luces de un auto negro se proyectaron en la entrada, Lucrecia adoptó su postura. El vehículo se detuvo con precisión, y de él cayó Ezra, una figura tan intimidante como elegante. La misma presencia que la había intrigado y aterrado a partes iguales en las pocas ocasiones en que había oído hablar de él. Sin dudarlo, Lucrecia salió de su escondite y se plantó frente al hombre.Ezra se detuvo y la miró de pies a cabeza, sus ojos recorriéndola con la misma frialdad con la que un cazador estudia a su presa.— ¿Quién eres? — preguntó, su voz grave cortando el aire como un cuchillo.Lucrecia sonriendo,
La silueta de Ezra destacaba en el amplio vestíbulo de la Corporación Wes. Vestido impecablemente con un traje negro que parecía esculpido en su cuerpo, caminaba con la arrogancia de un hombre que sabía que el mundo le pertenecía. Los empleados lo miraban, susurraban entre ellos, mientras él ignoraba cualquier gesto de admiración o temor. El asistente de Anaís, un joven nervioso, intentó detenerlo.— Disculpe, señor, no puede entrar sin cita previa…Ezra lo miró de arriba abajo, su expresión fría y calculadora haciéndolo retroceder instintivamente.— No suelo pedir permiso — respondió con calma mientras seguía caminando hacia la oficina de Anaís.El joven intentó insistir, pero un gesto de advertencia de Ezra lo detuvo. Era como si el aire a su alrededor se tensara, haciendo que incluso los más valientes reconsideraran sus decisiones. ¿Por qué todos eran intimidantes?Cuando abrió la puerta de la oficina sin molestarse en anunciarse, la encontró. Anaís estaba sentada tras su amplio esc
La noche caía en la ciudad, y la mansión de Anaís y Jorge se alzaba como un reflejo de poder y frialdad. Los muebles perfectamente ordenados, las luces cálidas y los detalles elegantes no lograban esconder el vacío y la distancia que se respiraba entre esas paredes.Anaís observó su reflejo en el enorme espejo de su habitación. El vestido color esmeralda caía con gracia sobre su figura, y el maquillaje impecable acentuaba sus facciones delicadas. Se había esmerado en parecer perfecto, pero ese esfuerzo no era para ella. Era para él, el hombre que una vez había jurado amarla. Anaís imitaba el estilo de Lucrecia, su prima, con la absurda esperanza de que Jorge pudiera verla, de que la atención que le dedicaba a los fantasmas de su pasado se volviera hacia ella, aunque fuera por una noche.Escuchó el eco de la puerta principal cerrarse con brusquedad, y sintió una mezcla de ansiedad y resentimiento. Sabía que Jorge había llegado, aunque la probabilidad de que subiera a verla era escasa.