La noche era sofocante, pero no por el calor del aire, sino por la presión en el pecho de Ernesto. Salió al balcón con la mirada perdida en el horizonte, los puños apretados y la mandíbula tan tensa que parecía que se iba a romper. La ira lo consumía. Ezra, ese maldito, se había atrevido a tocar lo que más valoraba en el mundo. Si Ezra sabía que Anaís era la mujer del Lobo Blanco, entonces también debía saber que había firmado su sentencia de muerte.— ¡Maldita sea! — murmuró entre dientes mientras se pasaba la mano por el cabello, tratando de calmarse sin éxito. Ernesto no era un hombre que perdiera el control fácilmente, pero esta vez todo era diferente. La rabia hervía en sus venas, y la desesperación por no tener a Anaís a su lado lo llevaba al borde de la locura.La puerta de la terraza se abrió de golpe, y Rogelio entró, seguido por Elena. Ambos lucían igual de tensos. Rogelio, con su porte decidido, fue directo al grano.— ¿Cuál es el plan, Ernesto? No podemos seguir esperando.
Ezra tenía los ojos clavados en Anaís, como un halcón que contempla a su presa antes de lanzarse en picada. La bofetada resonó en la sala del hotel como una detonación. La incredulidad se reflejó en los rostros de todos los presentes, pero lo que más impactaba era la reacción del propio Ezra. Por un instante, el temido hombre permaneció en completo silencio, con una expresión que fluctuaba entre la ira contenida y una perturbadora fascinación.— ¿No se supone que eres el hombre más temible? — dijo Anaís, con la voz cargada de veneno, mientras intentaba mantener la compostura —. Me secuestraron en tus narices, maldito idiota.El aire parecía espesarse en la sala. Ezra cerró los ojos un segundo, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. Cuando los abrieron, la intensidad de su mirada hizo que un par de hombres cercanos retrocedieran instintivamente. Pero Anaís no se movió. A pesar del miedo que la invadía, su orgullo y determinación eran más fuertes.Ezra dio un paso hacia ella, pe
La habitación estaba en penumbra, y el silencio solo se rompía por el leve gemido de Anaís. Se encontró acurrucada en un rincón, abrazándose el vientre como si con ese simple gesto pudiera proteger la vida que crecía dentro de ella. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas, mezclándose con el sudor que empapaba su piel. Cada movimiento, cada respiración, era un recordatorio del dolor que la carcomía desde adentro.El miedo la paralizaba. Su bebé... su hijo. Una nueva punzada en su vientre la hizo morderse el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre.— Por favor, resiste... por favor, no te vayas — susurró con un hilo de voz, acariciando su vientre.El eco de pasos resonó en el pasillo, haciéndola contener el aliento. La puerta se abrió bruscamente, y Ezra entró, llenando el espacio con su presencia dominante. Estaba borracho. Impregnaba el olor a alcohol a su alrededor y eso solo hacía que ella quisiera retorcerse, pero mantuvo la compostura. Se mordió la lengua para
La llegada a la clínica fue un torbellino de emociones. Ernesto bajó del vehículo con Anaís en brazos, su rostro endurecido por la preocupación mientras su camisa blanca estaba manchada con el carmesí de la sangre que continuaba fluyendo.— ¡Necesito ayuda, ahora mismo! – rugió, su voz quebrándose en el eco del frío vestíbulo del hospital. Las enfermeras y médicos reaccionaron de inmediato, llevando una camilla para colocar a Anaís, quien apenas podía mantenerse consciente.Anaís intentó aferrarse a Ernesto, pero sus fuerzas la traicionaron.— No me dejes... por favor — murmuró débilmente, sus ojos llenos de lágrimas y miedo. Ernesto asintió, sus manos acariciando su rostro pálido mientras la dejaban en la camilla.— Nunca, mi flor. No dejaré que te pase nada a ti ni a nuestro hijo.Los médicos comenzaron a movilizarse con rapidez, gritando órdenes y empujando la camilla hacia el quirófano.— Está sufriendo un aborto espontáneo — explicó el médico que había estado esperando en la case
Ernesto lo miró, con una frialdad capaz de congelar el mismísimo infierno de ser posible, pero no le importó. Su atención estaba puesta en Anaís, quien descansaba en sus brazos, inconsciente y pálida, como una flor marchita que se desmoronaba con cada paso que daba. Continuó su camino con determinación, aunque su pecho se sentía como un tambor al borde de estallar. Cada respiración era un recordatorio de la urgencia. Sabía que no tenía tiempo, y mucho menos paciencia, para detenerse por nada ni nadie.Sin embargo, Ezra lo observaba desde el otro lado del pasillo, furioso, como una bestia acorralada. Su mandíbula se tensó, y su puño se cerró alrededor del arma que llevaba consigo. Los dedos tamborileaban contra el metal, debatiendo si apretar el gatillo.— ¿A dónde crees que vas? — rugió, su voz retumbando como un trueno. Ernesto lo ignoró por completo, lo que avivó más las llamas de su ira.Nunca nadie lo había ignorado tanto. Esa mujer había hecho de él ante sus hombres un ser débil.
La avioneta surcaba el cielo con una suavidad que contrastaba con el caos vivido momentos antes. Elena, sentada al lado del copiloto, observaba el horizonte mientras su mente se llenaba de preguntas. Finalmente, no pudo contenerse y giró hacia Rogelio, quien estaba a su lado, relajado, con una leve sonrisa.— ¿Estás loco? — le espetó, su tono mezcla de incredulidad y reproche —. Poner explosivos... ¿Sabes lo que pudo haber pasado?Rogelio, imperturbable, alzó una ceja y la miró de reojo antes de esbozar una sonrisa ladina.— ¿Te preocupaste por mí, Elena? — preguntó con un tono que rozaba lo burlón, pero sus ojos reflejaban algo más profundo.Elena sintió cómo sus mejillas se encendían al instante. Desvió la mirada hacia la ventana y cruzó los brazos, tratando de ocultar su sonrojo.— Eres parte importante de nuestro equipo — contestó con un tono firme que intentaba ocultar su turbación —. No podemos permitirnos perder a nadie.Rogelio soltó una carcajada suave antes de sacudir la cab
Federico Lombardi caminaba de un lado a otro en su despacho, con la mandíbula tensa y los pensamientos desordenados. Los informes de sus hombres le pesaban como una losa. Ernesto y su equipo estaban de vuelta en el país, y Anaís estaba en un hospital.— ¿Por qué mierda no le hicieron nada? — murmuró para sí mismo, golpeando la mesa con un puño cerrado —. ¿Por qué Ezra la mantuvo? ¿Qué mierda sucedió?Ahora ella sería una más de sus enemigos. La había subestimado demasiado, y no solo eso, ella era la que tenía a la verdadera Isabela.El ruido de los gritos de Lucrecia, provenientes del pasillo, interrumpieron su círculo de pensamientos oscuros.— ¡Abran la maldita puerta! ¡No soy una prisionera! — rugió la mujer —. ¡Prefiero mi libertad antes que seguir con esta farsa! ¡No me importa si el viejo Rinaldi se entera de la verdad!Lombardi apretó los dientes. Antes de que pudiera salir, una voz grave y calmada lo detuvo.— ¿De qué verdad habla? — preguntó el viejo Rinaldi, cruzando el umbr
La mansión Lombardi parecía un mausoleo en medio de la noche. Los gritos de Lucrecia resonaban por los pasillos, agudos y desesperados. Estaba encerrada, golpeando la puerta con todas sus fuerzas.— ¡Déjenme salir! ¡Malditos, ábranme la puerta! ¡No soy una prisionera! — Su voz se quebraba por el esfuerzo, pero su furia seguía intacta —. No me importa que el maldito Rinaldi sepa que no soy su hija.Rinaldi irrumpió en la habitación como una tormenta desatada, su rostro una máscara de ira. Sus pasos resonaban en el mármol mientras los guardias a su alrededor retrocedían instintivamente. Cuando llegó a habitación a Lucrecia, su paciencia ya se había agotado.— ¿Qué demonios está pasando aquí? — rugió, empujando a un guardia para abrir la puerta.Lucrecia se giró al verlo, y su rostro pasó de la furia al miedo. Antes de que pudiera reaccionar, Rinaldi la tomó por el cabello y la arrastró fuera de la habitación.— ¡No puedes hacerme esto! ¡Te vas a arrepentir! — gritaba ella, pataleando mi