62 - Son unos impertinentes.

La noche era sofocante, pero no por el calor del aire, sino por la presión en el pecho de Ernesto. Salió al balcón con la mirada perdida en el horizonte, los puños apretados y la mandíbula tan tensa que parecía que se iba a romper. La ira lo consumía. Ezra, ese maldito, se había atrevido a tocar lo que más valoraba en el mundo. Si Ezra sabía que Anaís era la mujer del Lobo Blanco, entonces también debía saber que había firmado su sentencia de muerte.

— ¡Maldita sea! — murmuró entre dientes mientras se pasaba la mano por el cabello, tratando de calmarse sin éxito. Ernesto no era un hombre que perdiera el control fácilmente, pero esta vez todo era diferente. La rabia hervía en sus venas, y la desesperación por no tener a Anaís a su lado lo llevaba al borde de la locura.

La puerta de la terraza se abrió de golpe, y Rogelio entró, seguido por Elena. Ambos lucían igual de tensos. Rogelio, con su porte decidido, fue directo al grano.

— ¿Cuál es el plan, Ernesto? No podemos seguir esperando.
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