Al ritmo del peligro: La dama y el jefe.

Al ritmo del peligro: La dama y el jefe.ES

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Resumen
Índice

En esta ciudad nadie duerme, y los que mandan no necesitan hacerlo. Las luces de neón solo sirven para ocultar la mugre, los cuerpos y las traiciones. Yo vine a tomar lo que era mío: el control, el respeto, el trono. Para eso tenía que destruir a Carlo, y sabía que la llave era su amante: Lorena. Una bailarina de cabaret con piernas de escándalo, lengua afilada y un talento natural para enredarte antes de que te des cuenta. Me acerqué a ella para manipularla. Para arrancarle lo que sabía. Pero cometí el peor error que puede cometer un tipo como yo: subestimarla. Porque Lorena también jugaba su propio juego. Y mientras yo creía tenerla donde quería, ella ya me tenía marcado. Esto no es una historia de amor. Es una guerra a fuego lento entre dos animales heridos, donde el deseo golpea tan fuerte como la desconfianza, y donde cada caricia puede ser un arma. Nos traicionamos con la misma intensidad con la que nos deseamos. Y si uno de los dos cae, el otro no piensa llorar. "Al ritmo de la noche: La dama y el jefe" no es para corazones blandos. Es para quienes saben que a veces amar y destruir es la misma maldita cosa.

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1. Lorena.
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
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2. Sabes que lo que tenemos es bueno para los dos.
Después de ese encuentro en su camerino, el juego entre Lorena y yo cambió de nivel. Ya no era ese tira y afloja disfrazado de flirteo. No. Ahora se trataba de poder. De supervivencia. Ella, una reina sin trono que había pasado demasiado tiempo al lado de un mafioso con aires de emperador. Yo, el tipo nuevo que venía a incendiar el palacio.Empezó a frecuentarme más seguido. Siempre con la excusa de los “negocios”. A veces se sentaba en el borde de mi escritorio, con esas piernas interminables cruzadas y un cigarro entre los dedos como si todo esto no fuera más que una tarde aburrida en su agenda. Como si yo no supiera que lo que en realidad quería era distancia de Carlo.—No te confundas, Ruiz —me decía, exhalando el humo con elegancia maliciosa—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí por lo que representás.Y lo decía con ese tono de mujer que ya se ha prometido no volver a confiar en nadie, aunque en el fondo esté rezando para que esta vez sea distinto. Me daba risa. No por burla, sino
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3. La reina no necesita permiso.
Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.Todo marchaba según lo previsto.Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido.Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese
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4. ¿Quién demonios era Lorena para mí?.
Cuando Lorena salió de ese bar, no me moví. No pestañeé. No respiré.Era como si me hubieran vaciado por dentro, como si todas las certezas que me habían sostenido hasta entonces se hubieran desvanecido con el ruido de sus tacones alejándose. Ella se había llevado algo más que el control de la situación. Me había arrancado de cuajo la convicción de que era yo quien manejaba las riendas.Y lo peor es que ni siquiera podía odiarla por eso.¿Quién demonios era Lorena para mí? Esa pregunta me había perseguido desde el día en que la vi entrar al cabaret con esa mezcla de altanería y desgano, como si el mundo entero le debiera algo. Y quizás era así. Yo la vi antes que todos, antes que Carlo, antes que se hiciera el silencio cada vez que subía al escenario. La tomé bajo mi ala, le ofrecí mi protección, le mostré cómo se movía este mundo. Pero ella… Ella aprendió demasiado bien. Me estudió. Nos estudió. Y cuando llegó el momento, no dudó en usar cada lección en mi contra.Los días siguientes
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5. Divisiones.
Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible.Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huel
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