5. Divisiones.

Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.

Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible.

Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huelen a mármol caro y promesas sucias. Yo lo había elegido con la intención de recordar quién era, de marcar territorio. Pero cuando Lorena entró, tardía y sin disculpas, el lugar dejó de pertenecerme. Vestido rojo oscuro, como si la sangre también pudiera llevarse con elegancia. Cada paso suyo era una declaración. No estaba jugando a ser poderosa. Lo era.

Se sentó frente a mí y sin preámbulos deslizó sus dedos por la copa de vino. Nunca tomaba al primer sorbo. Le gustaba que la esperaran.

—Estuve pensando —dijo, con esa voz que nunca subía el volumen pero igual te perforaba—. Hay algo que no hemos definido todavía.

—¿Y qué cosa sería esa? —pregunté, aunque ya podía oler la pólvora en la conversación.

—Los territorios —respondió, como si hablara de decoración o clima—. Carlo tenía el puerto. Sabes bien qué se mueve ahí. Armas, droga, embarques que conviene no mirar demasiado. Tras su caída, ese sector quedó sin dueño. Hasta ahora.

El puerto. El maldito corazón del negocio. Yo también había estado tanteando a los contactos antiguos, esas ratas de mar que solo entienden el lenguaje del dinero. Pero, claro, no fui el único. Ella ya estaba ahí antes que yo, y ahora solo venía a comunicarme lo inevitable.

—¿Y estás pensando que lo manejemos juntos? —dije, como si no entendiera el subtexto. Como si no supiera que lo que me estaba ofreciendo no era una sociedad, sino una oportunidad para no quedar afuera.

Ella no respondió enseguida. Se inclinó un poco, dejando la copa intacta.

—Estoy pensando que, si vamos a compartir este juego, más nos vale jugar con las cartas sobre la mesa. No me gusta que me oculten movimientos. Ya te adelantaste con algunos contactos, lo sé. Pero te lo digo ahora, Ruiz: si me vas a mentir, que sea con estilo. Porque si lo haces mal, no vas a tener una segunda oportunidad.

Y ahí estaba. La advertencia envuelta en terciopelo. No era miedo lo que sentí, no. Era algo más perverso: admiración. Esta mujer me leía como si hubiera escrito mi historia con antelación.

—He hecho algunos acercamientos —admití, sin rodeos—. Parte del negocio. Supuse que tú estarías haciendo lo mismo.

Ella sonrió, esa maldita sonrisa suya que nunca mostraba los dientes pero igual podía desgarrarte.

—No lo supongas, Ruiz. Siempre asúmelo. Porque siempre lo estaré haciendo. Pero te lo diré claro: voy a tomar el puerto. Contigo, si te alineás. Sin vos, si decidís lo contrario. Lo que no voy a tolerar son movimientos tibios.

El silencio cayó con el peso de una amenaza. Pensé mis opciones, cada una como una bala con su propio calibre. Enfrentarla era una guerra que todavía no podía permitirme. Unirme era rendirme… pero estratégicamente.

—La zona sur es mía —dije, como quien pone un arma sobre la mesa—. Tengo historia ahí. Hombres que todavía me deben favores. No pienso cederla.

Lorena asintió, como si todo fuera según lo previsto. Lo más probable es que lo fuera.

—Entonces la sur es tuya. La norte será mía. El resto, lo dividimos según los beneficios. Pero te lo advierto: si tus hombres pisan mis terrenos sin permiso, los entierro con botas y todo.

Chocamos las copas. El cristal sonó como una sentencia. El trato estaba sellado, pero no era paz. Era equilibrio. Frágil, volátil, como la mecha de una bomba que aún no ha sido encendida.

Las semanas siguientes fueron... fructíferas, si uno quiere ser optimista. El puerto volvió a moverse con la eficiencia de antes, pero con una capa nueva de tensión bajo la superficie. Lorena cerraba tratos sin consultarme, movía piezas que no estaban en el tablero compartido. Cuando la confrontaba, siempre tenía una respuesta suave, condescendiente, envuelta en perfume caro:

—Son negocios menores, Ruiz. No te preocupes.

Pero claro que me preocupaba. Porque sabía que nada en ella era menor.

Y entonces ocurrió.

Una noche, mientras supervisaba un embarque rutinario de armas en la zona sur, noté algo extraño. Mis hombres estaban nerviosos, sus miradas esquivas. Algunos de los rostros habituales no estaban. Otros, nuevos, me saludaban con una mezcla de respeto y desconfianza. El aire olía a traición.

Y ahí estaba ella. Al otro lado del muelle, hablando con uno de mis socios más antiguos. No era una charla casual. Era una reunión de poder. Sin mí.

Caminé hacia ellos, con paso firme. Ya no me importaban las formas. Pero antes de abrir la boca, ella me vio. Giró lentamente, como si hubiera sentido mi presencia desde que puse un pie en el puerto.

—Ruiz —dijo, con esa voz suya que era siempre una mezcla entre veneno y caricia—. Justo a tiempo. Iba a hablar contigo sobre una nueva distribución. Algunos de tus contactos prefieren mis condiciones. ¿Puedes creerlo?

Claro que podía creerlo. Ella no me estaba robando el poder. Solo me lo estaba quitando donde sabía que más dolía: delante de todos, con una sonrisa y sin ensuciarse las manos.

—Bien jugado, Lorena —fue lo único que dije. Lo único que podía decir. El resto me lo tragué.

Ella sostuvo mi mirada un segundo más de lo necesario. Luego, su voz:

—Siempre es un placer jugar con vos, Ruiz.

Y ahí supe que el juego no había terminado. Solo había cambiado de nombre. Ahora se jugaba con sus reglas. Y yo, por primera vez, no estaba seguro de querer ganarlo. Ni siquiera de poder.

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