Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.
Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible. Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huelen a mármol caro y promesas sucias. Yo lo había elegido con la intención de recordar quién era, de marcar territorio. Pero cuando Lorena entró, tardía y sin disculpas, el lugar dejó de pertenecerme. Vestido rojo oscuro, como si la sangre también pudiera llevarse con elegancia. Cada paso suyo era una declaración. No estaba jugando a ser poderosa. Lo era. Se sentó frente a mí y sin preámbulos deslizó sus dedos por la copa de vino. Nunca tomaba al primer sorbo. Le gustaba que la esperaran. —Estuve pensando —dijo, con esa voz que nunca subía el volumen pero igual te perforaba—. Hay algo que no hemos definido todavía. —¿Y qué cosa sería esa? —pregunté, aunque ya podía oler la pólvora en la conversación. —Los territorios —respondió, como si hablara de decoración o clima—. Carlo tenía el puerto. Sabes bien qué se mueve ahí. Armas, droga, embarques que conviene no mirar demasiado. Tras su caída, ese sector quedó sin dueño. Hasta ahora. El puerto. El maldito corazón del negocio. Yo también había estado tanteando a los contactos antiguos, esas ratas de mar que solo entienden el lenguaje del dinero. Pero, claro, no fui el único. Ella ya estaba ahí antes que yo, y ahora solo venía a comunicarme lo inevitable. —¿Y estás pensando que lo manejemos juntos? —dije, como si no entendiera el subtexto. Como si no supiera que lo que me estaba ofreciendo no era una sociedad, sino una oportunidad para no quedar afuera. Ella no respondió enseguida. Se inclinó un poco, dejando la copa intacta. —Estoy pensando que, si vamos a compartir este juego, más nos vale jugar con las cartas sobre la mesa. No me gusta que me oculten movimientos. Ya te adelantaste con algunos contactos, lo sé. Pero te lo digo ahora, Ruiz: si me vas a mentir, que sea con estilo. Porque si lo haces mal, no vas a tener una segunda oportunidad. Y ahí estaba. La advertencia envuelta en terciopelo. No era miedo lo que sentí, no. Era algo más perverso: admiración. Esta mujer me leía como si hubiera escrito mi historia con antelación. —He hecho algunos acercamientos —admití, sin rodeos—. Parte del negocio. Supuse que tú estarías haciendo lo mismo. Ella sonrió, esa maldita sonrisa suya que nunca mostraba los dientes pero igual podía desgarrarte. —No lo supongas, Ruiz. Siempre asúmelo. Porque siempre lo estaré haciendo. Pero te lo diré claro: voy a tomar el puerto. Contigo, si te alineás. Sin vos, si decidís lo contrario. Lo que no voy a tolerar son movimientos tibios. El silencio cayó con el peso de una amenaza. Pensé mis opciones, cada una como una bala con su propio calibre. Enfrentarla era una guerra que todavía no podía permitirme. Unirme era rendirme… pero estratégicamente. —La zona sur es mía —dije, como quien pone un arma sobre la mesa—. Tengo historia ahí. Hombres que todavía me deben favores. No pienso cederla. Lorena asintió, como si todo fuera según lo previsto. Lo más probable es que lo fuera. —Entonces la sur es tuya. La norte será mía. El resto, lo dividimos según los beneficios. Pero te lo advierto: si tus hombres pisan mis terrenos sin permiso, los entierro con botas y todo. Chocamos las copas. El cristal sonó como una sentencia. El trato estaba sellado, pero no era paz. Era equilibrio. Frágil, volátil, como la mecha de una bomba que aún no ha sido encendida. Las semanas siguientes fueron... fructíferas, si uno quiere ser optimista. El puerto volvió a moverse con la eficiencia de antes, pero con una capa nueva de tensión bajo la superficie. Lorena cerraba tratos sin consultarme, movía piezas que no estaban en el tablero compartido. Cuando la confrontaba, siempre tenía una respuesta suave, condescendiente, envuelta en perfume caro: —Son negocios menores, Ruiz. No te preocupes. Pero claro que me preocupaba. Porque sabía que nada en ella era menor. Y entonces ocurrió. Una noche, mientras supervisaba un embarque rutinario de armas en la zona sur, noté algo extraño. Mis hombres estaban nerviosos, sus miradas esquivas. Algunos de los rostros habituales no estaban. Otros, nuevos, me saludaban con una mezcla de respeto y desconfianza. El aire olía a traición. Y ahí estaba ella. Al otro lado del muelle, hablando con uno de mis socios más antiguos. No era una charla casual. Era una reunión de poder. Sin mí. Caminé hacia ellos, con paso firme. Ya no me importaban las formas. Pero antes de abrir la boca, ella me vio. Giró lentamente, como si hubiera sentido mi presencia desde que puse un pie en el puerto. —Ruiz —dijo, con esa voz suya que era siempre una mezcla entre veneno y caricia—. Justo a tiempo. Iba a hablar contigo sobre una nueva distribución. Algunos de tus contactos prefieren mis condiciones. ¿Puedes creerlo? Claro que podía creerlo. Ella no me estaba robando el poder. Solo me lo estaba quitando donde sabía que más dolía: delante de todos, con una sonrisa y sin ensuciarse las manos. —Bien jugado, Lorena —fue lo único que dije. Lo único que podía decir. El resto me lo tragué. Ella sostuvo mi mirada un segundo más de lo necesario. Luego, su voz: —Siempre es un placer jugar con vos, Ruiz. Y ahí supe que el juego no había terminado. Solo había cambiado de nombre. Ahora se jugaba con sus reglas. Y yo, por primera vez, no estaba seguro de querer ganarlo. Ni siquiera de poder.Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Después de ese encuentro en su camerino, el juego entre Lorena y yo cambió de nivel. Ya no era ese tira y afloja disfrazado de flirteo. No. Ahora se trataba de poder. De supervivencia. Ella, una reina sin trono que había pasado demasiado tiempo al lado de un mafioso con aires de emperador. Yo, el tipo nuevo que venía a incendiar el palacio.Empezó a frecuentarme más seguido. Siempre con la excusa de los “negocios”. A veces se sentaba en el borde de mi escritorio, con esas piernas interminables cruzadas y un cigarro entre los dedos como si todo esto no fuera más que una tarde aburrida en su agenda. Como si yo no supiera que lo que en realidad quería era distancia de Carlo.—No te confundas, Ruiz —me decía, exhalando el humo con elegancia maliciosa—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí por lo que representás.Y lo decía con ese tono de mujer que ya se ha prometido no volver a confiar en nadie, aunque en el fondo esté rezando para que esta vez sea distinto. Me daba risa. No por burla, sino
Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.Todo marchaba según lo previsto.Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido.Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese
Cuando Lorena salió de ese bar, no me moví. No pestañeé. No respiré.Era como si me hubieran vaciado por dentro, como si todas las certezas que me habían sostenido hasta entonces se hubieran desvanecido con el ruido de sus tacones alejándose. Ella se había llevado algo más que el control de la situación. Me había arrancado de cuajo la convicción de que era yo quien manejaba las riendas.Y lo peor es que ni siquiera podía odiarla por eso.¿Quién demonios era Lorena para mí? Esa pregunta me había perseguido desde el día en que la vi entrar al cabaret con esa mezcla de altanería y desgano, como si el mundo entero le debiera algo. Y quizás era así. Yo la vi antes que todos, antes que Carlo, antes que se hiciera el silencio cada vez que subía al escenario. La tomé bajo mi ala, le ofrecí mi protección, le mostré cómo se movía este mundo. Pero ella… Ella aprendió demasiado bien. Me estudió. Nos estudió. Y cuando llegó el momento, no dudó en usar cada lección en mi contra.Los días siguientes