Cuando Lorena salió de ese bar, no me moví. No pestañeé. No respiré.
Era como si me hubieran vaciado por dentro, como si todas las certezas que me habían sostenido hasta entonces se hubieran desvanecido con el ruido de sus tacones alejándose. Ella se había llevado algo más que el control de la situación. Me había arrancado de cuajo la convicción de que era yo quien manejaba las riendas. Y lo peor es que ni siquiera podía odiarla por eso. ¿Quién demonios era Lorena para mí? Esa pregunta me había perseguido desde el día en que la vi entrar al cabaret con esa mezcla de altanería y desgano, como si el mundo entero le debiera algo. Y quizás era así. Yo la vi antes que todos, antes que Carlo, antes que se hiciera el silencio cada vez que subía al escenario. La tomé bajo mi ala, le ofrecí mi protección, le mostré cómo se movía este mundo. Pero ella… Ella aprendió demasiado bien. Me estudió. Nos estudió. Y cuando llegó el momento, no dudó en usar cada lección en mi contra. Los días siguientes fueron una especie de limbo, una rutina hueca en la que fingía que aún tenía algún poder. En las calles se respiraba el cambio: Carlo estaba cayendo. Lo que yo había planeado con tanto esmero estaba sucediendo… solo que no bajo mi mando. Su red de contactos, sus protegidos, sus negocios, uno a uno comenzaban a volcarse hacia una nueva figura en el escenario. Y esa figura, por supuesto, era ella. Lorena. La bailarina. La sombra de Carlo. La mujer que había usado nuestras ruinas como cimiento para su ascenso. Me cruzaba con su nombre en cada esquina, como un maldito eco. Los que antes me saludaban con respeto ahora bajaban la voz cuando me veían pasar. Sabían lo que había pasado. Sabían que me había quedado sin nada, excepto el orgullo. Y ese también empezaba a resquebrajarse. Una tarde recibí una carta. Un sobre blanco, sin remitente, sin marcas. Solo un leve perfume. Dulce, intenso. Inconfundible. Su olor. No tenía por qué ir. No tenía por qué darle ni un segundo más de mi tiempo. Pero, claro, fui. Por terquedad. Por rabia. Por todo lo que no le había dicho. La dirección me llevó a las afueras de la ciudad, donde el ruido de los motores y las sirenas se apaga, donde la plata construye sus fortalezas. Una mansión discreta, elegante. Dos tipos en la entrada que no me reconocieron o fingieron no hacerlo. Eso dolía más de lo que admito. Entré igual, con las manos en los bolsillos, como si no me importara nada, cuando en realidad me hervía la sangre. La encontré en una sala amplia, con sillones que parecían sacados de una película vieja y un tragaluz que bañaba el mármol con luz ámbar. Estaba sentada al centro, rodeada de antiguos aliados de Carlo que ahora parecían orbitarla como satélites sumisos. Vestía de negro. No por luto, sino por poder. Y aun así, seguía siendo ella. —Ruiz —dijo con ese tono que usaba cuando sabía que tenía todas las cartas—. Me alegra que vinieras. —Supongo que no tenía opción —respondí, aunque ambos sabíamos que sí la tenía. Solo que no podía permitirme no verla. Ella se levantó con calma, midiendo cada paso, cada gesto. Ya no era la mujer que cantaba para sobrevivir. Era otra cosa. Algo más afilado. Más letal. —Claro que la tenías. Pero me conoces. No me gusta dejar cabos sueltos —dijo, y su mirada me atravesó como una daga fría. La tensión se apoderó de la sala, aunque sus hombres no se inmutaron. Solo observaban. Como testigos de un duelo que no entendían del todo. —¿Y qué soy yo, entonces? ¿Un cabo suelto o un testigo de tu gloria? —pregunté, con el veneno justo. Ella sonrió, y por un segundo creí ver a la Lorena de antes. La que se apoyaba en mi hombro en las noches difíciles. La que me susurraba que algún día todo sería diferente. —Eres la única persona que sabe realmente de dónde vengo —dijo, más seria esta vez—. Y eso te da ventaja. Pero también te vuelve peligroso. Nos quedamos en silencio. Era cierto. Yo conocía su historia. Sabía lo que Carlo le había hecho. Cómo la había tomado del brazo una noche y la había convertido en su trofeo, cómo la había moldeado a su antojo, humillándola cada vez que podía. Sabía también cómo ella había aprendido a resistir sin rebelarse. Cómo había planeado su fuga desde adentro, como una bomba que espera el momento exacto para estallar. Yo había sido parte de ese plan, aunque nunca lo supe. —No quiero tu perdón —le dije, al fin—. Pero tampoco voy a aplaudirte por lo que hiciste. Ella me miró sin parpadear. —No te lo pedí. Ni el perdón ni los aplausos. Solo vine a darte una opción. —¿Una opción? Asintió, acercándose hasta quedar a un paso de mí. —Puedes seguir fingiendo que no te importa, que aún eres el tipo que controla todo. O puedes aceptar que las cosas cambiaron. Yo estoy al mando, Ruiz. Y te necesito. Pero no como antes. —¿Y cómo es eso? —pregunté, cruzándome de brazos. —Como socio —dijo, sin dudar—. Como alguien que sabe jugar sucio y sobrevivir. La ciudad aún no está completamente tomada. Hay fichas sueltas, alianzas por sellar. Tú conoces este mundo mejor que nadie. Conmigo al frente, y tú a mi lado, podemos reescribir las reglas. La oferta era tentadora. Tentadora como el veneno en una copa de vino. Y, sin embargo, había algo en ella… algo honesto, incluso en medio de toda esa manipulación. No era una súplica. Era una apuesta. —¿Y si digo que no? —Entonces me verás desde abajo —dijo sin dudar—. Como todos los demás. Nos quedamos mirándonos. No como enemigos. No como aliados. Como dos sobrevivientes que sabían que nada dura demasiado en este negocio, excepto la reputación. —Acepto —dije al fin—. Pero no soy uno de tus perros. Me respetas o esto no funciona. Lorena asintió con solemnidad. —Nunca fuiste uno de ellos, Ruiz. Por eso estás aquí. Y en ese momento, por muy extraño que suene, sentí algo parecido a la paz. No porque todo estuviera bien. No porque hubiera ganado. Sino porque, al fin, sabía dónde estaba parado. La guerra no había terminado. Solo había cambiado de rostro. Y esta vez, la reina llevaba perfume caro y una sonrisa que podía matarte sin necesidad de balas.Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible.Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huel
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Después de ese encuentro en su camerino, el juego entre Lorena y yo cambió de nivel. Ya no era ese tira y afloja disfrazado de flirteo. No. Ahora se trataba de poder. De supervivencia. Ella, una reina sin trono que había pasado demasiado tiempo al lado de un mafioso con aires de emperador. Yo, el tipo nuevo que venía a incendiar el palacio.Empezó a frecuentarme más seguido. Siempre con la excusa de los “negocios”. A veces se sentaba en el borde de mi escritorio, con esas piernas interminables cruzadas y un cigarro entre los dedos como si todo esto no fuera más que una tarde aburrida en su agenda. Como si yo no supiera que lo que en realidad quería era distancia de Carlo.—No te confundas, Ruiz —me decía, exhalando el humo con elegancia maliciosa—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí por lo que representás.Y lo decía con ese tono de mujer que ya se ha prometido no volver a confiar en nadie, aunque en el fondo esté rezando para que esta vez sea distinto. Me daba risa. No por burla, sino
Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.Todo marchaba según lo previsto.Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido.Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese