Después de ese encuentro en su camerino, el juego entre Lorena y yo cambió de nivel. Ya no era ese tira y afloja disfrazado de flirteo. No. Ahora se trataba de poder. De supervivencia. Ella, una reina sin trono que había pasado demasiado tiempo al lado de un mafioso con aires de emperador. Yo, el tipo nuevo que venía a incendiar el palacio.
Empezó a frecuentarme más seguido. Siempre con la excusa de los “negocios”. A veces se sentaba en el borde de mi escritorio, con esas piernas interminables cruzadas y un cigarro entre los dedos como si todo esto no fuera más que una tarde aburrida en su agenda. Como si yo no supiera que lo que en realidad quería era distancia de Carlo. —No te confundas, Ruiz —me decía, exhalando el humo con elegancia maliciosa—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí por lo que representás. Y lo decía con ese tono de mujer que ya se ha prometido no volver a confiar en nadie, aunque en el fondo esté rezando para que esta vez sea distinto. Me daba risa. No por burla, sino porque la entendía. Yo también sabía lo que era tener que tragarte tu propio orgullo para no terminar solo. Una vez, en plena madrugada, vino hasta mi oficina sin avisar. Vestía ese vestido rojo que parecía pintado sobre su cuerpo. No traía perfume. Solo traía una mirada rara, de esas que te dicen más que cualquier palabra. —¿Recordás cuando Carlo era el dueño de todo esto? —me preguntó, sin preámbulos, dejándose caer en una silla como si el pasado pesara más que su propio cuerpo. —No —le respondí—. Nunca lo fue. Solo era el que gritaba más fuerte. Ella rió, una risa que no llegaba al fondo, como si se hubiera oxidado de tanto contenerla. —Yo lo conocí cuando todavía tenía fuego en los ojos, ¿sabés? Antes de que la paranoia se lo comiera. Antes de que empezara a verme como parte del mobiliario. Ahí estaba. La grieta. No me hablaba de poder. Me hablaba de abandono. De alguien que se había pasado años girando alrededor de un hombre que ya no la miraba. Lo que Lorena quería no era solo escapar. Quería que la vieran. —Carlo está perdiendo fuerza —dijo una noche, mientras sonaba un bolero de fondo y las luces del cabaret parpadeaban como si también estuvieran a punto de apagarse—. Los chicos no lo respetan. Se corren rumores. Dicen que está paranoico. Que empieza a ver traidores hasta en sus propias sombras. —¿Y qué hay de vos? —le pregunté—. ¿Te sigue viendo? Lorena me lanzó una mirada que me atravesó como una navaja. —Hace mucho que dejó de verme, Ruiz. Solo me toca. Como quien cuenta el dinero al final de la noche, por costumbre. Ahí supe que ya estaba del otro lado. Que ya no era cuestión de convencerla. El resentimiento ya había hecho el trabajo por mí. Con el tiempo, empezó a darme información. De a poco, claro. Lorena no era ninguna idiota. Me pasaba nombres, transacciones, puntos ciegos en las rutas. Me decía que era "por interés común", pero yo sabía que lo hacía también por venganza. Venganza de sentirse usada, invisible. Venganza de todas esas noches que Carlo la dejaba esperando en un camerino mientras él cerraba tratos con putas más jóvenes y más tontas. Pero no te confundas. Lorena no era una víctima. No lloraba en rincones oscuros. Si algo había aprendido en esos años era a tragar veneno con una sonrisa de femme fatale. Y ahora, estaba aprendiendo a usar ese veneno en mi favor. Una noche, vino sin maquillaje. Sin tacos. Solo un abrigo largo y el cabello atado como si fuera otra persona. Entró en mi despacho sin pedir permiso y se sentó en silencio frente a mí. Tenía ojeras. La boca seca. Las manos crispadas. —Carlo ya no puede más —dijo, sin siquiera mirarme—. Lo están cercando. Lo saben vulnerable. Si vas a hacer tu movida, es ahora. Silencio. Ni un maldito sonido. Solo el reloj de pared marcando segundos como disparos secos. —¿Y vos? —pregunté, bajando el tono—. ¿Qué vas a hacer cuando todo se venga abajo? Ella me miró, y durante un segundo, vi algo parecido a la niña que alguna vez debió haber sido. Una que soñó con lujos, sí, pero también con respeto. Con una vida que no la obligara a esconder cuchillos en el alma. —Eso depende de vos, ¿no? —susurró. Ahí estaba. Lo que nunca pensé que escucharía de su boca. Lorena, la indomable, poniéndose a merced de mi jugada. Pero, ¿sabés qué? No sentí gloria. No sentí triunfo. Sentí… alerta. Porque algo no encajaba. Su voz era muy serena. Su decisión, demasiado limpia. Como si ya hubiera pensado todo. Como si su “depende de vos” fuera solo una línea más de un guion que ya tenía final escrito. Sonreí. Me incliné hacia adelante. Le sostuve la mirada como quien tantea una bomba. —Entonces preparate para el cambio, Lorena. Porque esto no va a ser suave. Ella se levantó. Me dio la espalda y caminó hacia la puerta con pasos de funeral. Justo antes de salir, se detuvo. —Ah, por cierto —dijo sin girarse—. Carlo sabe que me estás usando. Y está dispuesto a matarte antes de que lo termines de traicionar. Silencio. —¿Y vos? —pregunté, tenso—. ¿Estás dispuesta a verlo hacer eso? Esta vez, sí se giró. Su rostro no tenía expresión. Sus ojos eran dos pozos vacíos. —No lo sé, Ruiz. Supongo que va a depender de qué tan bien jugás esta vez. Y se fue. Quedé solo, con el corazón latiendo como un tambor de guerra y el cigarro ardiendo entre mis dedos. Por primera vez, no estaba seguro de quién movía las piezas. Porque si Carlo ya sabía, si Lorena lo había enfrentado… entonces el tablero había cambiado. Y yo ni siquiera había escuchado el clic.Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.Todo marchaba según lo previsto.Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido.Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese
Cuando Lorena salió de ese bar, no me moví. No pestañeé. No respiré.Era como si me hubieran vaciado por dentro, como si todas las certezas que me habían sostenido hasta entonces se hubieran desvanecido con el ruido de sus tacones alejándose. Ella se había llevado algo más que el control de la situación. Me había arrancado de cuajo la convicción de que era yo quien manejaba las riendas.Y lo peor es que ni siquiera podía odiarla por eso.¿Quién demonios era Lorena para mí? Esa pregunta me había perseguido desde el día en que la vi entrar al cabaret con esa mezcla de altanería y desgano, como si el mundo entero le debiera algo. Y quizás era así. Yo la vi antes que todos, antes que Carlo, antes que se hiciera el silencio cada vez que subía al escenario. La tomé bajo mi ala, le ofrecí mi protección, le mostré cómo se movía este mundo. Pero ella… Ella aprendió demasiado bien. Me estudió. Nos estudió. Y cuando llegó el momento, no dudó en usar cada lección en mi contra.Los días siguientes
Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible.Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huel
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest