Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.
Todo marchaba según lo previsto. Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido. Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese mismo hombre empieza a tratarte como adorno. Yo lo sabía. Ella nunca lo dijo, pero se le escapaban cosas. Como la noche que hablamos en mi departamento, después de la primera entrega de información jugosa. —Carlo tenía una forma peculiar de demostrar afecto —me dijo, mientras encendía un cigarro con manos que no temblaban—. Una vez, me regaló una pistola con mis iniciales grabadas. Luego me pidió que se la apuntara, “para ver si tenía huevos”. —Hizo una pausa, exhalando el humo hacia la ventana—. Tenía gracia, ¿no? Le pregunté si alguna vez había apretado el gatillo. Ella sonrió, pero no respondió. En ese silencio había una historia. Y yo sabía que, de alguna forma, esa historia se estaba reescribiendo ahora, conmigo. Lorena no era leal a mí. Estaba desquitándose. De Carlo. De los años perdidos. De ser la mujer en la sombra de un hombre que ya no valía ni lo que pesaba su whisky barato. Y yo… yo era el instrumento perfecto. La noche decisiva nos encontramos en un bar al norte, uno de esos tugurios donde nadie hace preguntas y todos tienen algo que esconder. Nuestro punto neutral. Nada de camareros con traje ni cortinas de terciopelo como en el cabaret. Aquí, las miradas eran cuchillas y los tragos sabían a tierra quemada. Ella llegó puntual. Abrigo negro, el rostro limpio de maquillaje. Sin joyas. Ni una gota de perfume. Era como si hubiera dejado a la Lorena de siempre colgada en una percha antes de venir. Se sentó frente a mí y dejó una carpeta sobre la mesa. Pesada. Llena. —Todo está listo —dijo. Directa. Fría. Tomé la carpeta, la abrí sin apuro. Planos. Códigos. Ubicación. Hora. Era la transacción que lo destruiría. Carlo no se levantaría de esa. Era perfecto. —Sabía que podía confiar en ti, Lorena —le dije, dejando que mi voz bajara una octava, esa que usaba cuando quería envolverla en calma. En seguridad. En una mentira piadosa. Pero ella no mordió el anzuelo. Me miró fijo. No había desafío esta vez. Tampoco ironía. Era otra cosa. Una grieta. Una decisión tomada. —¿Y ahora qué, Ruiz? Fruncí el ceño. Esa pregunta no era suya. Lorena nunca preguntaba por el “después”. Ella vivía en el filo del “ahora”. —Ahora, Carlo cae. Y nosotros tomamos lo que nos corresponde —respondí, confiado. Porque eso era lo lógico. Ella me había seguido hasta aquí, ¿no? —Eso es lo que tú crees —dijo, en voz baja. El silencio se hizo más denso que el humo del cigarro que nunca encendió. —Vamos, Lorena. Sabes que lo que tenemos es bueno para los dos. Ella se inclinó hacia mí. Su voz se afiló como una daga. —¿Y quién dijo que quería compartir? La frase me atravesó con más fuerza de la que esperaba. Se lo dije con la mirada: “¿Qué estás haciendo?”. Ella entendió. Siempre entendía. —Mientras tú soñabas con el trono, yo ya me había sentado en él —continuó, alzándose con esa calma de quien sabe que el otro ya perdió. Me incorporé, empujando la silla hacia atrás. Ya no era una conversación. Era una ejecución. —¿Qué tramaste, Lorena? —Lo que cualquier mujer haría después de ser utilizada por hombres durante años —dijo. Y ahí, su voz tembló por primera vez—. A Carlo le di los mejores años de mi vida. A ti, te di la caída de Carlo. Ahora me toca a mí. —¿Quieres su lugar? —Quiero que el mundo deje de preguntarse con quién me acuesto para estar donde estoy. Me dejó helado. Porque no era rabia. Era dignidad. Una que había escondido bien debajo de su falda entallada y sus bailes sensuales. —¿Y piensas hacerlo sola? —No estoy sola, Ruiz. Solo dejé de estar contigo. La mesa quedó entre nosotros como una trinchera. Ella se levantó, con esa elegancia brutal que sólo tiene la gente que sabe que ya ganó. —Dijiste que lo que teníamos era bueno para los dos —me dijo, ya en la puerta—. Y tenías razón. Pero yo merezco algo mejor que “bueno”. Y ahí lo vi. Detrás del cristal empañado, al otro lado de la calle, un auto negro con placas falsas. No era un chofer. No era uno de los nuestros. Era alguien más. Alguien de su equipo. Lorena no se iba. Estaba tomando posesión. Me quedé en el bar, con la carpeta todavía caliente en las manos, y una certeza helada en el pecho: el plan que yo creía mío había sido escrito por ella desde el principio. Y lo peor… …lo peor era que, por primera vez en mucho tiempo, sentí que no tenía una jugada siguiente. Solo me quedaba verla triunfar. O hacer algo desesperado. Pero no iba a quedarme de brazos cruzados. No ahora que Lorena era la reina. Y yo… el rey sin corona.pCuando Lorena salió de ese bar, no me moví. No pestañeé. No respiré.Era como si me hubieran vaciado por dentro, como si todas las certezas que me habían sostenido hasta entonces se hubieran desvanecido con el ruido de sus tacones alejándose. Ella se había llevado algo más que el control de la situación. Me había arrancado de cuajo la convicción de que era yo quien manejaba las riendas.Y lo peor es que ni siquiera podía odiarla por eso.¿Quién demonios era Lorena para mí? Esa pregunta me había perseguido desde el día en que la vi entrar al cabaret con esa mezcla de altanería y desgano, como si el mundo entero le debiera algo. Y quizás era así. Yo la vi antes que todos, antes que Carlo, antes que se hiciera el silencio cada vez que subía al escenario. La tomé bajo mi ala, le ofrecí mi protección, le mostré cómo se movía este mundo. Pero ella… Ella aprendió demasiado bien. Me estudió. Nos estudió. Y cuando llegó el momento, no dudó en usar cada lección en mi contra.Los días siguientes
Acepté la propuesta de Lorena sabiendo que era un acuerdo con fecha de vencimiento. Ningún pacto en este negocio es eterno, y menos con alguien que juega tan limpio como una víbora. Era un movimiento táctico, una tregua disfrazada de sociedad. El error habría sido pensar que estábamos del mismo lado.Después de aquella noche en su mansión, nuestros encuentros se volvieron frecuentes pero siempre clandestinos, como si estuviéramos teniendo un amorío que no podíamos admitir ni frente al espejo. Nunca repetíamos lugar. Cafés, restaurantes, departamentos vacíos con vista a la ciudad. Cada uno elegido con precisión, como piezas de ajedrez colocadas antes de una emboscada. Yo observaba todo: su ropa, sus gestos, incluso la forma en que encendía un cigarrillo sin mirarte a los ojos. No quedaba nada de la mujer del cabaret, ni rastro del disfraz de dama en apuros. Ahora era ella la que escribía las reglas, y lo hacía con tinta invisible.Una noche, nos vimos en un restaurante de esos que huel
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Después de ese encuentro en su camerino, el juego entre Lorena y yo cambió de nivel. Ya no era ese tira y afloja disfrazado de flirteo. No. Ahora se trataba de poder. De supervivencia. Ella, una reina sin trono que había pasado demasiado tiempo al lado de un mafioso con aires de emperador. Yo, el tipo nuevo que venía a incendiar el palacio.Empezó a frecuentarme más seguido. Siempre con la excusa de los “negocios”. A veces se sentaba en el borde de mi escritorio, con esas piernas interminables cruzadas y un cigarro entre los dedos como si todo esto no fuera más que una tarde aburrida en su agenda. Como si yo no supiera que lo que en realidad quería era distancia de Carlo.—No te confundas, Ruiz —me decía, exhalando el humo con elegancia maliciosa—. No estoy aquí por ti. Estoy aquí por lo que representás.Y lo decía con ese tono de mujer que ya se ha prometido no volver a confiar en nadie, aunque en el fondo esté rezando para que esta vez sea distinto. Me daba risa. No por burla, sino