3. La reina no necesita permiso.

Pasaron unos días después de esa noche, y la ciudad entera parecía sostener la respiración. Había un cambio en el aire, uno de esos que solo perciben los que estamos acostumbrados a oler el miedo antes de que se haga evidente. Carlo estaba tambaleando. Ya no era el rey del barrio, ni el tipo al que todos temían nombrar. Era un cadáver que todavía respiraba por inercia, y sus propios hombres empezaban a oler la podredumbre.

Todo marchaba según lo previsto.

Gracias a Lorena, claro. Pero no vayamos tan rápido.

Lorena no se convirtió en mi aliada por capricho. No, su lealtad no venía envuelta en terciopelo ni perfumada con esas sonrisas seductoras que usaba en el cabaret. Su alianza tenía raíces mucho más profundas, envenenadas desde el origen. El vínculo con Carlo era más que profesional o sentimental. Había estado a su lado cuando él todavía era alguien. Había cargado cadáveres con tacones puestos y limpiado sangre ajena de las uñas. Eso no se olvida. Pero tampoco se perdona cuando ese mismo hombre empieza a tratarte como adorno.

Yo lo sabía. Ella nunca lo dijo, pero se le escapaban cosas. Como la noche que hablamos en mi departamento, después de la primera entrega de información jugosa.

—Carlo tenía una forma peculiar de demostrar afecto —me dijo, mientras encendía un cigarro con manos que no temblaban—. Una vez, me regaló una pistola con mis iniciales grabadas. Luego me pidió que se la apuntara, “para ver si tenía huevos”. —Hizo una pausa, exhalando el humo hacia la ventana—. Tenía gracia, ¿no?

Le pregunté si alguna vez había apretado el gatillo. Ella sonrió, pero no respondió. En ese silencio había una historia. Y yo sabía que, de alguna forma, esa historia se estaba reescribiendo ahora, conmigo.

Lorena no era leal a mí. Estaba desquitándose. De Carlo. De los años perdidos. De ser la mujer en la sombra de un hombre que ya no valía ni lo que pesaba su whisky barato.

Y yo… yo era el instrumento perfecto.

La noche decisiva nos encontramos en un bar al norte, uno de esos tugurios donde nadie hace preguntas y todos tienen algo que esconder. Nuestro punto neutral. Nada de camareros con traje ni cortinas de terciopelo como en el cabaret. Aquí, las miradas eran cuchillas y los tragos sabían a tierra quemada.

Ella llegó puntual. Abrigo negro, el rostro limpio de maquillaje. Sin joyas. Ni una gota de perfume. Era como si hubiera dejado a la Lorena de siempre colgada en una percha antes de venir. Se sentó frente a mí y dejó una carpeta sobre la mesa. Pesada. Llena.

—Todo está listo —dijo. Directa. Fría.

Tomé la carpeta, la abrí sin apuro. Planos. Códigos. Ubicación. Hora. Era la transacción que lo destruiría. Carlo no se levantaría de esa. Era perfecto.

—Sabía que podía confiar en ti, Lorena —le dije, dejando que mi voz bajara una octava, esa que usaba cuando quería envolverla en calma. En seguridad. En una mentira piadosa.

Pero ella no mordió el anzuelo. Me miró fijo. No había desafío esta vez. Tampoco ironía. Era otra cosa. Una grieta. Una decisión tomada.

—¿Y ahora qué, Ruiz?

Fruncí el ceño. Esa pregunta no era suya. Lorena nunca preguntaba por el “después”. Ella vivía en el filo del “ahora”.

—Ahora, Carlo cae. Y nosotros tomamos lo que nos corresponde —respondí, confiado. Porque eso era lo lógico. Ella me había seguido hasta aquí, ¿no?

—Eso es lo que tú crees —dijo, en voz baja.

El silencio se hizo más denso que el humo del cigarro que nunca encendió.

—Vamos, Lorena. Sabes que lo que tenemos es bueno para los dos.

Ella se inclinó hacia mí. Su voz se afiló como una daga.

—¿Y quién dijo que quería compartir?

La frase me atravesó con más fuerza de la que esperaba. Se lo dije con la mirada: “¿Qué estás haciendo?”. Ella entendió. Siempre entendía.

—Mientras tú soñabas con el trono, yo ya me había sentado en él —continuó, alzándose con esa calma de quien sabe que el otro ya perdió.

Me incorporé, empujando la silla hacia atrás. Ya no era una conversación. Era una ejecución.

—¿Qué tramaste, Lorena?

—Lo que cualquier mujer haría después de ser utilizada por hombres durante años —dijo. Y ahí, su voz tembló por primera vez—. A Carlo le di los mejores años de mi vida. A ti, te di la caída de Carlo. Ahora me toca a mí.

—¿Quieres su lugar?

—Quiero que el mundo deje de preguntarse con quién me acuesto para estar donde estoy.

Me dejó helado. Porque no era rabia. Era dignidad. Una que había escondido bien debajo de su falda entallada y sus bailes sensuales.

—¿Y piensas hacerlo sola?

—No estoy sola, Ruiz. Solo dejé de estar contigo.

La mesa quedó entre nosotros como una trinchera. Ella se levantó, con esa elegancia brutal que sólo tiene la gente que sabe que ya ganó.

—Dijiste que lo que teníamos era bueno para los dos —me dijo, ya en la puerta—. Y tenías razón. Pero yo merezco algo mejor que “bueno”.

Y ahí lo vi. Detrás del cristal empañado, al otro lado de la calle, un auto negro con placas falsas. No era un chofer. No era uno de los nuestros. Era alguien más.

Alguien de su equipo.

Lorena no se iba. Estaba tomando posesión.

Me quedé en el bar, con la carpeta todavía caliente en las manos, y una certeza helada en el pecho: el plan que yo creía mío había sido escrito por ella desde el principio. Y lo peor…

…lo peor era que, por primera vez en mucho tiempo, sentí que no tenía una jugada siguiente.

Solo me quedaba verla triunfar. O hacer algo desesperado.

Pero no iba a quedarme de brazos cruzados.

No ahora que Lorena era la reina.

Y yo… el rey sin corona.p

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