CAPÍTULO 34.

La noche en la reserva de Blackwood estaba cargada de tensión. El viento helado arrastraba el olor de la tierra húmeda y de algo más oscuro: sangre. Entre los árboles, las sombras se movían con una paciencia depredadora.

Un grupo de hombres del pueblo avanzaba con linternas y rifles en mano. El líder, un tipo corpulento llamado Harris, escupía al suelo de vez en cuando, con la mándibula apretada por la rabia. Estaban hartos del miedo, hartos de las historias de bestias que por años acechaban desde el bosque.

—¡Maten a todos! —ordenó en voz baja—. Si esas malditas cosas aparecen, disparamos a matar.

Detrás de los arbustos, los lobos de Dorian observaban en silencio. Lucan se agazapó, con el cuerpo tenso y los colmillos al descubierto. Sus ojos brillaban con un destello asesino. Los otros lobos lo seguían de cerca, esperando su señal.

El crujido de una rama bajo las botas de uno de los hombres hizo que los lobos se movieran. Silenciosos como sombras, se deslizaron por el terreno, rodean
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