CAPÍTULO 58.

El tiempo en Valragh comenzaba a suavizar el dolor. Lina ya no se sentía una extraña en ese territorio marcado por árboles milenarios, susurros de hojas y miradas intensas. Cada día descubría algo nuevo: un gesto, una tradición, una historia tejida en el alma de esa manada que, poco a poco, comenzaba a hacerla sentir parte de algo más grande que ella.

La manada era extensa. No todos vivían cerca, pero se reunían con frecuencia, compartiendo alimento, consejos y silencios llenos de significado. Lina se sorprendía de lo unidos que eran, de la manera en que se miraban entre sí como si compartieran un lenguaje invisible, una fidelidad que no pedía condiciones. Se protegían con ferocidad, pero también se cuidaban con ternura. Los más jóvenes eran instruidos con paciencia, y los mayores, los ancianos, eran tratados con una reverencia que a Lina le estremecía. El Consejo de Ancianos no solo era respetado: era sagrado. Sus palabras eran escuchadas como si llevaran el peso del bosque entero.

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