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XXIV El valor de tu palabra
Alana miró a su hijo con extrañeza.

—¿Cómo es eso de que huele a Mateo? ¿Sientes el aroma de su perfume? —Ella olisqueó el aire, sintiéndose absurda.

Sólo olía a incienso y galletas, nada parecido a un perfume.

—Lo siento a él —dijo Martín—, pero ya no está aquí.

—No es posible.

—Es un niño, quién sabe en qué está pensando. No le des importancia —le susurró Damián.

Alana conocía a su hijo, él no mentía y mucho menos hablaba por hablar. De Damián no podía decir los mismo.

—Tú también actuaste extraño al entrar. ¿Qué está pasando?

—Nada, Alana. ¿Tu abuela está bien?

La abuela los esperaba en la cocina, lista para cantarle sus verdades a Damián. El enojo la envalentonaba y le daba más años de vida. Hasta que vio a Martín, la viva imagen de Alex, el hermano bastardo de Alana. Qué curioso era el destino.

La mujer envió al niño con un plato de galletas a la sala.

—Eres un poco hombre —le dijo a Damián—. No te mereces ninguna de las lágrimas de mi nieta, pero ella ya es adulta, supongo que
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