—¿Estás segura? Niña.
—Sí, señor.
—No te arrepentirás —dijo colgando la llamada. Se giró hacia su mayordomo—. Prepara todo, Fabio. Que mi sobrino sea el peón en este tablero, y que entienda lo que es estar al borde del jaque mate. Haré que sienta en carne propia lo que es la desesperación, lo que es depender de los demás.
—Señor…. ¿Seguro de esto? —le preguntó su amigo Fabio—. La pobre chica no tiene la culpa.
—A veces tenemos que pagar las consecuencias de nuestros padres.
**Dos días después**
Sofía estaba parada en la acera, su aliento visible en el aire fresco de la mañana.
Los rayos del sol asomaban tímidamente sobre el horizonte, proyectando largas sombras en la calle vacía. Se acercaba el día de la boda y nunca imaginó que sería uno de los días más tristes de su vida, pero entendía que su sacrificio valía la pena.
Su padre no apareció, sólo vinieron a despedirla su madrastra y su hermanastra Carla.
—Mija —comenzó Catalina, su voz cargada de arrepentimiento—, tu padre… qué pena que no podamos participar en tu boda.
El corazón de Sofía se encogió, pero mantuvo la mirada fija al frente. Ya lo había anticipado.
—Lo sé —respondió suavemente, con los ojos reflejando una tranquila resiliencia.
Su padre había aceptado el matrimonio, pero no quería ser parte de la falsedad.
Un lujoso coche negro apareció en silencio al doblar la esquina, su superficie pulida brillando bajo la luz de la mañana.
Se detuvo frente a ella, y la puerta del conductor se abrió automáticamente.
Un agudo golpe de realidad sacudió a Sofía cuando se dio cuenta de que esto era el comienzo—el inicio de un viaje incierto.
Antes de que pudiera moverse, Carla se adelantó, con los ojos llenos de determinación.
—Hermana, haré todo lo posible por estar en tu boda, aunque Papá no quiera.
Sus palabras fueron un salvavidas en el mar de incertidumbre que rodeaba a Sofía.
—Gracias, Carla —susurró Sofía, su voz quebrándose ligeramente. Se abrazaron con fuerza, una promesa silenciosa pasando entre ellas—. Las vendré a visitar lo antes posible.
—Cuídate —murmuró Carla, apartándose a regañadientes.
Sofía asintió por última vez a su madrastra y su hermana antes de deslizarse en el interior lujoso del coche.
El conductor, un hombre serio con traje, reconoció su presencia con una leve inclinación de cabeza.
Mientras el coche se alejaba, Sofía echó un último vistazo a su familia, sus figuras haciéndose más pequeñas hasta desvanecerse por completo.
El trayecto hacia la mansión Ferreti fue suave, casi irreal. La mente de Sofía vagaba por un laberinto de pensamientos, cada giro la llevaba de vuelta a su hermano y a los sacrificios que estaba dispuesta a hacer por él. La mansión apareció a lo lejos, una imponente estructura que se alzaba como un centinela sobre los cuidados jardines. Su grandeza era tan impresionante como intimidante.
Dentro de la mansión, Don Jan Carlo reunió a su familia en la cavernosa sala de estar, donde la opulencia se respiraba en cada rincón.
Pesadas cortinas de terciopelo enmarcaban altas ventanas, y el aroma de madera pulida se mezclaba con un leve rastro de cigarros.
Su hermano Federico Ferreti y su esposa Mirna, sentados en el lujoso sillón de cuero, al otro lado Ricardo Ferreti y su esposa Nora y en una esquina el ya mencionado Estuardo Ferreti.
—Familia —comenzó Don Jan Carlo, su voz cargada de autoridad—, he tomado una decisión con respecto a mi testamento. —Sus ojos, afilados como los de un halcón, recorrieron la sala—. Estuardo será mi heredero —Mirna y Federico sonrieron con orgullo. Al fin podrían decir que la fortuna de Don Jan Carlo iba a estar en sus manos—, pero hay una condición —continuó—: debe casarse.
—Por favor tío —intervino Estuardo—. Llevas años dando la misma amenaza, y aquí sigo soltero.
—Ahora las cosas son distintas, chiquillo infeliz. —lo reprimió.
—¿Qué es lo distinto? —preguntó Estuardo.
Justo en ese momento, las pesadas puertas de entrada se abrieron con un crujido, y Sofía entró, atrayendo inmediatamente todas las miradas.
—Todos —anunció Don Jan Carlo, con una sonrisa astuta dibujada en los labios—, les presento a Sofía Martínez, la futura esposa de Estuardo.
Sofía sintió el peso de un centenar de miradas escrutadoras, cada una disecándola con precisión quirúrgica.
Forzó una sonrisa educada, manteniendo una postura firme a pesar del tumulto interior.
Este era su gambito, su jugada inicial en un juego que apenas entendía, pero que no tenía otra opción que jugar.
—Bienvenida, Sofía —dijo Don Jan Carlo, su tono más una orden que un saludo.
Sofía sintió el peso asfixiante del desprecio de todos ellos, una energía palpable que parecía adherirse a su piel.
Los ojos de la familia Ferreti la atravesaban, cada mirada una acusación silenciosa.
Por último, encontró los ojos de Estuardo, y su desdén era inconfundible: afilado, cortante, como una cuchilla.
—Ah, la oportunista ha llegado —dijo él, su voz impregnada de desprecio. No se molestó en ocultar su repugnancia, sus labios curvándose en una sonrisa burlona.
—Estuardo —intervino Don Jan Carlo con suavidad—, modales.
—Por supuesto, tío —replicó Estuardo, aunque su tono estaba lejos de ser cortés.
—¿De dónde la sacaste, del basurero? —Se burló Mirna, su cuñada y madre de Estuardo.
—Más respeto para tu futura nuera. —mencionó don Jan Carlo.
Sofía respiró hondo, su determinación endureciéndose. Esto no se trataba de ella; se trataba de su hermano.
Podía soportar todo por él. Cuadró los hombros y enfrentó a Estuardo o su familia de frente, negándose a permitir que su burla la afectara.
—Buenos días. —saludó.
—Don Jan Carlo —la voz de Fabio cortó la tensión—, es hora de su medicina.
—Muy bien —asintió Don Jan Carlo, levantándose de su asiento con una lentitud calculada—. Deberían conocerse —añadió, sus ojos fijándose en Sofía y Estuardo como si estuviera colocando piezas en un tablero de ajedrez antes de salir de la habitación.
Los demás se dispersaron, susurros flotando a su paso como ecos fantasmales. De repente, Sofía se encontró sola con Estuardo
En la inmensa sala de estar, cuya grandeza ahora se sentía más como una jaula dorada.
Lo observó, notando sus rasgos cincelados, los fríos ojos grises que contenían una tormenta de emociones que no lograba descifrar del todo.
Tal vez, solo tal vez, no era tan monstruoso como Don Jan Carlo lo había descrito.
—No te engañes —la voz de Estuardo cortó sus pensamientos de golpe. En un instante, se acercó, demasiado cerca, acorralándola contra la pared. Su presencia era abrumadora, cargada de una intensidad que hizo que el corazón de Sofía latiera con fuerza—. Sé lo que intentas hacer —susurró, entrecerrando los ojos—. Pero te advierto ahora, no pienses que puedes meterte en mi familia.
Sofía se asustó por un momento, pero le vino a la mente la cara sonriente de su hermano.
—Aléjate de mí —espetó Sofía, empujándolo hacia atrás con una fuerza sorprendente. Su mano ardía al golpearlo, el sonido del bofetón resonando por la sala como un látigo.
—¿Cómo te atreves…?
—No te atrevas a humillarme —le advirtió, su voz firme a pesar de la adrenalina que corría por sus venas—. No soy una oportunista, y no voy a permitir que me trates como tal.
Por un momento, hubo silencio, denso y opresivo.
Estuardo se frotó la mejilla, sus ojos destellando con algo parecido al respeto—o tal vez solo sorpresa.
La tensión entre ellos era eléctrica, una mezcla volátil de animosidad y algo más, algo no dicho.
—Interesante —murmuró, finalmente, una peligrosa sonrisa asomando en sus labios—. Esto podría ser más divertido de lo que pensaba.
Mientras Sofía permanecía ahí, respirando con dificultad, se dio cuenta de que este sería el juego más difícil de su vida. Y aun así, no estaba dispuesta a rendirse.
No ahora. No nunca
Sofía se paró frente al espejo, sus dedos rozando el delicado encaje de su sencillo vestido blanco. La tela se ajustaba a sus curvas con una elegancia discreta, en marcado contraste con la extravagancia que había esperado de una familia como los Ferreti. Tomó una respiración profunda, intentando calmar el nerviosismo que revoloteaba en su estómago.En sus cortos veintitrés años, ese era el vestido más fino y elegante que había utilizado. La puerta chirrió al abrirse, y Sofía se volvió para ver a una de las sirvientas, entrar en la habitación con una jarra de agua y un vaso equilibrado precariamente en una bandeja de plata.De repente el vaso se le escapó de sus manos, rompiéndose en brillantes fragmentos sobre el pulido suelo de madera.—¡Oh! ¡Lo siento mucho, señorita! —exclamó esa chica.—No te preocupes por eso —dijo Sofía suavemente, arrodillándose junto a Priscila para ayudar a recoger los pedazos. Sus manos se rozaron brevemente, y Sofía le ofreció una sonrisa reconfortante.
El anuncio provocó exclamaciones de sorpresa entre la familia Ferreti. Sin embargo, Sofía, aunque trató de sonreír, sintió cómo su corazón latía más rápido. La palabra "noche de bodas" retumbaba en su cabeza como un eco que no podía acallar. Don Jan Carlo, observándola con sus ojos sabios, se inclinó levemente hacia ella.—No temas, Sofía —dijo suavemente—. Todo estará bien. Eres fuerte y más capaz de lo que crees.Sofía asintió, tratando de aferrarse a esas palabras como a una tabla de salvación en medio de una tormenta. Mientras tanto, Estuardo, aparentemente ajeno a sus emociones, ya estaba tomando su teléfono y llamando al chofer para que preparara el auto.El viaje al hotel fue largo, o al menos así lo sintió Sofía. Sentada en el asiento de cuero del lujoso auto, sus manos temblaban ligeramente mientras observaba la ciudad pasar por la ventanilla. A su lado, Estuardo estaba completamente absorto en su teléfono, enviando mensajes. El silencio entre ellos era espeso, cada kilóm
Estuardo estaba en el centro de la habitación, tambaleándose, con los ojos desorbitados y desenfocados. Estaba tirando objetos—jarrones, almohadas, cualquier cosa a su alcance—al suelo en un ataque de furia alcohólica.—¡Estuardo, para! —la voz de Sofía era temblorosa, pero firme mientras se acercaba cautelosamente—. Cálmate, por favor.—¿Calmarme? —balbuceó, sus palabras impregnadas de veneno—. Tú, ¿¡Le dijiste a ese viejo que Amanda estaba aquí!?Estuardo apretó el cuello de Sofía y la empujó contra la pared.—Yo… No entiendo de qué hablas. ¡Suéltame!—¡Tú me obligaste a este matrimonio de mentira! La empujó con más fuerza y, por primera vez, Sofía se sintió asfixiada.Pero no podía morir, mordió el dorso de la mano de Estuardo tan fuerte como pudo.Él le soltó la mano con dolor y Sofía cayó al suelo sin apoyo.—ESCUCHA ESTUARDO ¡Yo no te obligué! Fue tu tío...—¡No lo metas en esto! —caminó tambaleándose hacia ella, su aliento apestando a alcohol, sus ojos ardiendo de furia—. Ere
Navegando por los pasillos laberínticos, Sofía sintió cómo su ansiedad aumentaba con cada paso. Finalmente, se encontró en la cima de una gran escalera, el suave tintineo de los cubiertos, guiándola hacia el comedor abajo.Respirando hondo, descendió, su mente llena de incertidumbres sobre lo que le esperaba.Los pasos de Sofía resonaban sobre el suelo de mármol mientras se acercaba al comedor, su corazón latiendo al compás de cada paso. Las imponentes puertas dobles estaban entreabiertas, revelando destellos de la familia Ferreti ya sentada. Tragó con fuerza y empujó la puerta un poco más, entrando en la habitación. a.—Ah, ahí estás —la voz de Don Jan Carlo cortó el suave murmullo de la conversación como un cuchillo. Estaba sentado en la cabecera de la mesa, su presencia imponente a pesar de su apariencia frágil. A su lado estaba Estuardo, desaliñado y apenas despierto, y alrededor de ellos, el resto de la familia la observaba con miradas que variaban entre el interés y el desp
—¿Siempre invades la privacidad de las personas de esta manera? —balbuceó Sofía, tratando de mantener sus ojos fijos firmemente en su rostro.—Acostúmbrate —dijo él, con una voz baja y suave que se deslizó sobre su piel como terciopelo—. Si vamos a pasar un año juntos, más vale que empecemos a construir confianza.—La confianza no se construye con apariciones sorpresivas a medio vestir —replicó ella, aunque su voz carecía de la convicción que deseaba tener.—Tal vez no —concedió él, con una sonrisa burlona en los labios—, pero es un comienzo. —Se enderezó, acercándose a ella, con el aroma de su colonia mezclándose con el vapor que aún quedaba de su ducha—. Ahora, cámbiate. Vamos a salir.—¿Salir? —Su ceño se frunció, confundida—. No quiero ir a ningún lado.—Eso no es una opción —respondió Estuardo, con un tono más firme—. Vamos a un bar cercano. Es hora de que empecemos a actuar como una verdadera pareja.—Pero yo...—No discutas, Sofía —la interrumpió, con una orden tan casual como
—¡Espera!Sin previo aviso, una mano desconocida se aferró a su brazo, sacándola de sus pensamientos. Sus ojos verdes se alzaron para encontrarse con los del extraño: un hombre de aspecto desaliñado y una mirada que hablaba de demasiadas copas y muy poco respeto.—Ven, baila conmigo —balbuceó él, tirando de ella hacia él.—Suéltame —dijo Sofía con firmeza, tratando de liberar su brazo. Su corazón latía con una mezcla de miedo e ira.—No seas así —insistió él, apretando su agarre. La presión de sus dedos se clavaba en su piel.—Que. Me. Sueltes. —Esta vez, su voz fue como un latigazo en el aire cargado de humo. Cuando él la ignoró y tiró con más fuerza, algo se rompió dentro de ella. Con toda la fuerza que pudo reunir, levantó la mano y lo abofeteó en la cara. El sonido resonó, una aguda puntuación en la música amortiguada.Luego el hombre tambaleó hacia atrás, pero no por la bofetada de Sofía. Se desplomó en el suelo, revelando a Estuardo detrás de él, con los puños apretados, la fu
—¿Qué demonios haces aquí, Nora? —gruñó Estuardo, tratando de mantener su voz baja para no despertar a Sofía. Su mirada recorría con desagrado el atuendo de su cuñada, un camisón sensual, sabiendo perfectamente que ella había elegido vestirse así con un propósito.Nora levantó una ceja, claramente disfrutando de su incomodidad. Se recostó despreocupadamente contra el marco de la puerta, como si estuviera completamente en su derecho de estar allí.—¿Es así como recibes a una visita? —respondió ella, burlona, mientras sus ojos se paseaban por la habitación, deteniéndose un momento en la figura de Sofía dormida—. Oh, pero qué sorpresa... tu esposa sigue dormida. No sabía que se había mudado al sillón. —Nora rió suavemente, una risa que era más un filo de cuchillo que una muestra de diversión—. Estuardo, ya hueles a pordiosero, pero no puedo evitarlo... —agregó, inclinándose un poco hacia él, su voz un susurro cargado de insinuaciones—¡Vete de aquí Nora! —le exigió Estuardo. —Aún me g
Estuardo descendió la gran escalera de la mansión Ferreti, cada paso resonando con el eco de su frustración. —Buenos días, Estuardo —lo saludó Don Jan Carlo, sentado en la cabecera de la mesa, con un periódico extendido frente a él. Sus ojos, tan agudos como siempre, se alzaron para encontrarse con la tormentosa mirada de Estuardo.—¿Dónde está Sofía? —demandó Estuardo, sin molestarse en fingir cortesía. Despertó en la mañana encontrándose solo y pensó que se encontraría en la mesa con el resto de la familia. —Fue al hospital con Ricardo a ver a su hermano —respondió Jan Carlo con calma, doblando su periódico con una lentitud deliberada.—Se fue sin decirme nada —refunfuñó Estuardo, sacando una silla y dejándose caer en ella—. Es como si no existiera.—¿Celoso, acaso? —la voz de Nora cortó el aire como un cuchillo, su risa ligera y burlona—. ¿De tu propio hermano, nada menos?—Basta, Nora —la voz de Jan Carlo era un gruñido bajo, cargado de autoridad. Volvió su severa mirada hacia E