CAPÍTULO 03

—¿Estás segura? Niña.

—Sí, señor.

—No te arrepentirás —dijo colgando la llamada. Se giró hacia su mayordomo—. Prepara todo, Fabio. Que mi sobrino sea el peón en este tablero, y que entienda lo que es estar al borde del jaque mate. Haré que sienta en carne propia lo que es la desesperación, lo que es depender de los demás.

—Señor…. ¿Seguro de esto? —le preguntó su amigo Fabio—. La pobre chica no tiene la culpa.

—A veces tenemos que pagar las consecuencias de nuestros padres. 

**Dos días después**

Sofía estaba parada en la acera, su aliento visible en el aire fresco de la mañana. 

Los rayos del sol asomaban tímidamente sobre el horizonte, proyectando largas sombras en la calle vacía. Se acercaba el día de la boda y nunca imaginó que sería uno de los días más tristes de su vida, pero entendía que su sacrificio valía la pena.  

Su padre no apareció, sólo vinieron a despedirla su madrastra y su hermanastra Carla.

—Mija —comenzó Catalina, su voz cargada de arrepentimiento—, tu padre… qué pena que no podamos participar en tu boda.

El corazón de Sofía se encogió, pero mantuvo la mirada fija al frente. Ya lo había anticipado.

—Lo sé —respondió suavemente, con los ojos reflejando una tranquila resiliencia. 

Su padre había aceptado el matrimonio, pero no quería ser parte de la falsedad.

Un lujoso coche negro apareció en silencio al doblar la esquina, su superficie pulida brillando bajo la luz de la mañana. 

Se detuvo frente a ella, y la puerta del conductor se abrió automáticamente. 

Un agudo golpe de realidad sacudió a Sofía cuando se dio cuenta de que esto era el comienzo—el inicio de un viaje incierto.

Antes de que pudiera moverse, Carla se adelantó, con los ojos llenos de determinación.

—Hermana, haré todo lo posible por estar en tu boda, aunque Papá no quiera.

Sus palabras fueron un salvavidas en el mar de incertidumbre que rodeaba a Sofía.

—Gracias, Carla —susurró Sofía, su voz quebrándose ligeramente. Se abrazaron con fuerza, una promesa silenciosa pasando entre ellas—. Las vendré a visitar lo antes posible. 

—Cuídate —murmuró Carla, apartándose a regañadientes.

Sofía asintió por última vez a su madrastra y su hermana antes de deslizarse en el interior lujoso del coche. 

El conductor, un hombre serio con traje, reconoció su presencia con una leve inclinación de cabeza. 

Mientras el coche se alejaba, Sofía echó un último vistazo a su familia, sus figuras haciéndose más pequeñas hasta desvanecerse por completo.

El trayecto hacia la mansión Ferreti fue suave, casi irreal. La mente de Sofía vagaba por un laberinto de pensamientos, cada giro la llevaba de vuelta a su hermano y a los sacrificios que estaba dispuesta a hacer por él. La mansión apareció a lo lejos, una imponente estructura que se alzaba como un centinela sobre los cuidados jardines. Su grandeza era tan impresionante como intimidante.

Dentro de la mansión, Don Jan Carlo reunió a su familia en la cavernosa sala de estar, donde la opulencia se respiraba en cada rincón. 

Pesadas cortinas de terciopelo enmarcaban altas ventanas, y el aroma de madera pulida se mezclaba con un leve rastro de cigarros.

Su hermano Federico Ferreti y su esposa Mirna, sentados en el lujoso sillón de cuero, al otro lado Ricardo Ferreti y su esposa Nora y en una esquina el ya mencionado Estuardo Ferreti.

—Familia —comenzó Don Jan Carlo, su voz cargada de autoridad—, he tomado una decisión con respecto a mi testamento. —Sus ojos, afilados como los de un halcón, recorrieron la sala—. Estuardo será mi heredero —Mirna y Federico sonrieron con orgullo. Al fin podrían decir que la fortuna de Don Jan Carlo iba a estar en sus manos—, pero hay una condición —continuó—: debe casarse.

—Por favor tío —intervino Estuardo—. Llevas años dando la misma amenaza, y aquí sigo soltero.

—Ahora las cosas son distintas, chiquillo infeliz. —lo reprimió.

—¿Qué es lo distinto? —preguntó Estuardo.

Justo en ese momento, las pesadas puertas de entrada se abrieron con un crujido, y Sofía entró, atrayendo inmediatamente todas las miradas.

—Todos —anunció Don Jan Carlo, con una sonrisa astuta dibujada en los labios—, les presento a Sofía Martínez, la futura esposa de Estuardo.

Sofía sintió el peso de un centenar de miradas escrutadoras, cada una disecándola con precisión quirúrgica. 

Forzó una sonrisa educada, manteniendo una postura firme a pesar del tumulto interior. 

Este era su gambito, su jugada inicial en un juego que apenas entendía, pero que no tenía otra opción que jugar.

—Bienvenida, Sofía —dijo Don Jan Carlo, su tono más una orden que un saludo.

Sofía sintió el peso asfixiante del desprecio de todos ellos, una energía palpable que parecía adherirse a su piel. 

Los ojos de la familia Ferreti la atravesaban, cada mirada una acusación silenciosa. 

Por último, encontró los ojos de Estuardo, y su desdén era inconfundible: afilado, cortante, como una cuchilla.

—Ah, la oportunista ha llegado —dijo él, su voz impregnada de desprecio. No se molestó en ocultar su repugnancia, sus labios curvándose en una sonrisa burlona.

—Estuardo —intervino Don Jan Carlo con suavidad—, modales.

—Por supuesto, tío —replicó Estuardo, aunque su tono estaba lejos de ser cortés.

—¿De dónde la sacaste, del basurero? —Se burló Mirna, su cuñada y madre de Estuardo.

—Más respeto para tu futura nuera. —mencionó don Jan Carlo.

Sofía respiró hondo, su determinación endureciéndose. Esto no se trataba de ella; se trataba de su hermano. 

Podía soportar todo por él. Cuadró los hombros y enfrentó a Estuardo o su familia de frente, negándose a permitir que su burla la afectara.

—Buenos días. —saludó. 

—Don Jan Carlo —la voz de Fabio cortó la tensión—, es hora de su medicina.

—Muy bien —asintió Don Jan Carlo, levantándose de su asiento con una lentitud calculada—. Deberían conocerse —añadió, sus ojos fijándose en Sofía y Estuardo como si estuviera colocando piezas en un tablero de ajedrez antes de salir de la habitación.

Los demás se dispersaron, susurros flotando a su paso como ecos fantasmales. De repente, Sofía se encontró sola con Estuardo

En la inmensa sala de estar, cuya grandeza ahora se sentía más como una jaula dorada. 

Lo observó, notando sus rasgos cincelados, los fríos ojos grises que contenían una tormenta de emociones que no lograba descifrar del todo. 

Tal vez, solo tal vez, no era tan monstruoso como Don Jan Carlo lo había descrito.

—No te engañes —la voz de Estuardo cortó sus pensamientos de golpe. En un instante, se acercó, demasiado cerca, acorralándola contra la pared. Su presencia era abrumadora, cargada de una intensidad que hizo que el corazón de Sofía latiera con fuerza—. Sé lo que intentas hacer —susurró, entrecerrando los ojos—. Pero te advierto ahora, no pienses que puedes meterte en mi familia.

Sofía se asustó por un momento, pero le vino a la mente la cara sonriente de su hermano.

—Aléjate de mí —espetó Sofía, empujándolo hacia atrás con una fuerza sorprendente. Su mano ardía al golpearlo, el sonido del bofetón resonando por la sala como un látigo.

—¿Cómo te atreves…? 

—No te atrevas a humillarme —le advirtió, su voz firme a pesar de la adrenalina que corría por sus venas—. No soy una oportunista, y no voy a permitir que me trates como tal.

Por un momento, hubo silencio, denso y opresivo. 

Estuardo se frotó la mejilla, sus ojos destellando con algo parecido al respeto—o tal vez solo sorpresa. 

La tensión entre ellos era eléctrica, una mezcla volátil de animosidad y algo más, algo no dicho.

—Interesante —murmuró, finalmente, una peligrosa sonrisa asomando en sus labios—. Esto podría ser más divertido de lo que pensaba.

Mientras Sofía permanecía ahí, respirando con dificultad, se dio cuenta de que este sería el juego más difícil de su vida. Y aun así, no estaba dispuesta a rendirse. 

No ahora. No nunca

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