Una esposa para mi sobrino
Una esposa para mi sobrino
Por: Merfevi
CAPÍTULO 01

—Señorita Martínez... —dijo el doctor en un tono suave, pero solemne, dejando que sus palabras flotaran un momento antes de continuar—. Lamento decirle que la situación de su hermano Pablo es más delicada de lo que habíamos pensado.

El aire pareció desaparecer de la habitación. 

Sofía apenas pudo mantener el equilibrio, sintiendo que sus rodillas amenazaban con ceder bajo el peso de las palabras que aún no se habían pronunciado del todo.

—¿Qué... qué significa eso? —preguntó, su voz apenas un susurro. Era como si temiera escuchar la respuesta.

El doctor la miró con ojos compasivos, pero no se detuvo. Su deber era decir la verdad, y no había manera de suavizarla.

—Pablo necesita asistencia para que su corazón siga funcionando. —Hizo una pausa breve, evaluando la reacción de Sofía antes de continuar—. Necesitará aparatos que le ayuden a bombear la sangre hasta que podamos encontrar un donante para un trasplante.

Cada palabra del doctor resonaba como un eco en la mente de Sofía, y mientras más lo escuchaba, más fría se volvía su piel.

—¿Hasta que encuentren un donante? —repitió Sofía, con la voz rota.

El doctor asintió, con el rostro serio.

—Esos aparatos son costosos, señorita Martínez —dijo con voz grave—. Muy costosos. Y, sin ellos, su corazón no resistirá mucho más tiempo. Lo siento, pero es la única opción para mantenerlo vivo mientras esperamos un trasplante. 

El silencio cayó entre ellos, pesado, casi palpable. 

Las palabras del doctor flotaban en el aire, y Sofía apenas podía procesarlas. Aparatos... costosos... o Pablo moriría.

—¿Cuánto... cuánto tiempo tiene? —preguntó, finalmente, con un nudo en la garganta.

El doctor dudó un momento antes de responder.

—Semanas, tal vez. Menos si no actuamos rápido.

El corazón de Sofía latía desbocado, y sin embargo, se sentía completamente impotente. 

¿Cómo se suponía que podía pagar algo tan caro? 

No era rica, apenas y llegaba a fin de mes. 

Miró al doctor, tratando de encontrar una solución en su rostro, pero no había respuestas fáciles. 

No está vez.

—¿Y si no puedo pagarlo? —Su pregunta salió más débil de lo que esperaba, casi como una súplica.

El doctor bajó la mirada, apretando los labios. Él ya sabía lo que eso significaba, pero pronunciarlo sería cruel.

—Lamentablemente, los aparatos no son cubiertos por todos los seguros. Le sugiero que comience a buscar alguna forma de financiarlo, porque su hermano depende de ello. Sin esos aparatos... Pablo no sobrevivirá.

Sofía sintió como si la habitación se inclinara, como si el suelo desapareciera bajo sus pies. 

No podía perderlo. 

Pablo era su hermano menor, su pequeño, el niño al que había visto crecer, proteger, y cuidar desde que ambos eran pequeños. 

Desde que su madre murió, un sentimiento maternal se originó en sus medios hermanos menores. 

La idea de perderlo la desgarraba de adentro hacia afuera.

Sus manos temblaban mientras aferraba su teléfono, desplazándose por sus contactos con una urgencia que rozaba el pánico. 

Cada nombre le parecía una isla lejana en un mar tormentoso; nadie podía ofrecer el salvavidas que desesperadamente necesitaba.

—Señorita —la voz de la enfermera era suave pero insistente—. No puede quedarse aquí. Por favor, muévase a la sala de espera.

Aturdida, Sofía obedeció, sus pies se movían como en piloto automático. 

Empujó la puerta hacia la sala de espera, un lugar donde el tiempo parecía detenerse, saturado con el olor a antiséptico y preocupación. 

Las luces fluorescentes parpadeaban arriba, proyectando un resplandor indiferente sobre las sillas desiguales y las revistas desactualizadas esparcidas sobre una mesa baja.

Su visión se nublaba, las lágrimas amenazaban con desbordarse. 

El rostro de Pablo apareció ante sus ojos—la sonrisa traviesa, la energía inagotable, ahora ensombrecida por la amenaza de la enfermedad.

De pronto su cuerpo chocó una mujer extraña y provocó que sus cosas cayeran al suelo. 

Sofía sin dudarlo, se disculpó y ayudó a la señora a levantar los objetos de su bolso. 

—¿Sofi?Niña, estás bien?

La voz era profunda, rica, con un acento que llevaba el peso del dinero antiguo y los modales refinados. 

Sobresaltada, Sofía levantó la mirada para ver a Don Jan Carlo, su cabello plateado impecable, su traje perfectamente ajustado. 

Sus ojos, de un verde penetrante, la observaban con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Lo siento —susurró, secándose los ojos con el dorso de la mano—. Es que… no sé qué hacer.

Había jugado al ajedrez unas cuantas veces con el viejo señor Don durante su estadía en el hospital, el anciano estaba de buen humor y, a diferencia de su aspecto serio, no tenía la condescendencia de un hombre rico.

—Cuéntame —dijo él suavemente, sentándose en la silla junto a la de ella. Había una autoridad en su presencia, un mando silencioso que la hacía querer confiar en él.

—Mi hermano —empezó, su voz vacilante—. Está empeorando... Necesita aparatos para su corazón, y cuesta tanto dinero. Yo… —Su voz se quebró, y enterró el rostro en sus manos, el peso de la desesperación aplastando su espíritu.

—¿Cuánto? —El tono de Don Jan Carlo era calmado, medido.

—Más de lo que podría pagar jamás —respondió, levantando la cabeza para encontrarse con su mirada. La vulnerabilidad en sus ojos oscuros era palpable, un filo crudo que cortaba el aire entre ellos—. Perdón, señor, no debería contarle tantas malas noticias, pero… 

Jan Carlo la observaba sin interrumpirla, notando cada matiz en su voz, cada expresión de desesperanza en sus ojos. 

Había visto mucho en su vida, demasiados golpes del destino, pero este tipo de tragedia siempre lo tocaba. 

Sabía lo que significaba luchar contra el tiempo y la muerte, lo sabía demasiado bien. 

Sofía era joven, apenas una mujer, pero la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros era enorme. 

Un hermano que dependía de ella, y la implacable sombra de la pobreza que amenazaba con arrebatárselo.

—La vida es cruel —musitó él, casi para sí mismo—. Pero a veces, el destino nos ofrece caminos inesperados.

—¿Destino? —Sofía frunció el ceño, confundida.

—Tal vez —replicó Don Jan Carlo enigmáticamente, sus labios curvándose en una sonrisa pensativa—. Cuéntame más sobre tu hermano.

—Su nombre es Pablo, tiene catorce años. Eso ya lo sabe. —dijo, su voz ahora más firme—. Le encanta el fútbol, siempre hace reír a todos. Es mi mundo entero.

—La familia lo es todo —asintió él lentamente—. Y a veces, debemos hacer grandes sacrificios para proteger a quienes amamos.

—Exacto —respiró Sofía, sintiendo un atisbo de esperanza—. Pero no sé cómo. He intentado de todo...tengo dos trabajos al mismo tiempo, mi padre hace lo que puede y…

Antes de que pudiera pronunciar palabra, un movimiento en el umbral de la puerta llamó su atención. Era Fabio, su mayordomo y amigo de confianza, un hombre de mediana edad con una discreción que solo el tiempo y la lealtad habían forjado.

—Disculpe la interrupción, señor —dijo Fabio con voz suave, pero con una seriedad inusual en su expresión.

Jan Carlo levantó una ceja, intuyendo que algo no andaba bien.

—¿Qué sucede, Fabio? —preguntó con calma, pero en su tono se podía percibir un matiz de advertencia.

Fabio vaciló un momento, mirando brevemente a Sofía antes de acercarse más y hablar en voz baja.

—Su sobrino, señor… —empezó Fabio con visible incomodidad—. Me temo que no vendrá al hospital hoy. De hecho, ha dejado claro que no tiene intención de venir en absoluto.

El rostro de Jan Carlo se endureció de inmediato, como si un trueno hubiera atravesado la habitación. 

Sus ojos, normalmente serenos, se encendieron con una furia contenida.

—¿No tiene intención de venir? —repitió, su voz baja, pero peligrosa, como el susurro antes de la tormenta. Apretó los puños con fuerza, conteniendo la cólera que se acumulaba dentro de él—. Ese malnacido… ¿se atreve a ignorar una situación así?

Sofía, que había mantenido la cabeza baja mientras Fabio hablaba, levantó la mirada, notando el cambio en el aire. 

No sabía quién era el sobrino en cuestión, pero podía sentir la tensión que emanaba de Don Jan Carlo, quien ahora parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre. 

Fabio, por su parte, sabía que no había mucho que pudiera decir para calmar a su patrón en ese momento.

—Lo lamento, señor —dijo Fabio, sabiendo que esas palabras no harían más que alimentar la frustración de Jan Carlo.

Las palabras de Fabio colmaron la paciencia de Jan Carlo. 

El viejo empresario, acostumbrado a lidiar con traiciones y desilusiones, sabía que su sobrino no era más que un oportunista. 

Un hombre sin escrúpulos, ciego por la ambición y el egoísmo, incapaz de ver más allá de su propio beneficio. 

Jan Carlo había intentado guiarlo, darle lecciones de moralidad, pero siempre había chocado contra un muro de arrogancia.

—Mi sobrino nunca ha entendido lo que significa responsabilidad —continuó Jan Carlo, con la voz más firme ahora, como si hablara no solo con Fabio, sino con las piezas invisibles en el tablero que estaba armando en su mente—. Cree que puede jugar con la vida como si fuera un mero juego de ajedrez, moviendo las piezas solo cuando le conviene, sacrificando a los demás para su propio beneficio. —Hizo una pausa, el ceño fruncido—. Pero se ha olvidado de una cosa importante.

—¿Qué cosa, señor? —preguntó Fabio, aunque ya intuía la respuesta.

—Que en el ajedrez, un rey no puede ganar solo. —Don Jan Carlo se giró, mirando a Sofía, quien lo observaba con incertidumbre—. Siempre depende de sus piezas. Y mi sobrino... —Sonrió, pero no había calidez en esa sonrisa—. Mi sobrino va a aprender esa lección.

De pronto, el hombre se detuvo en seco. Una chispa de malicia, pero también de astucia, cruzó por sus ojos. Miró a Sofía, y su semblante se suavizó ligeramente.

—Déjamelo a mí —dijo Don Jan Carlo, su voz era una mezcla de seguridad y misterio—. A veces las soluciones llegan de los lugares menos esperados.

—¿Por qué me ayudaría? —preguntó Sofía, con una pizca de desconfianza en su voz.

—Digamos que tengo debilidad por la sinceridad —respondió él, sus ojos brillando con un secreto que solo él conocía—. Y creo en ayudar a aquellos que realmente lo necesitan.

—Gracias —susurró ella, las palabras apenas audibles, cargadas con el peso de su gratitud.

—No me des las gracias aún —advirtió él, levantándose con gracia—. Tengo una con condición para ti. 

—¿Cuál es condición? —preguntó ansiosa Sofía. 

—Un matrimonio.

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