—Señorita Martínez... —dijo el doctor en un tono suave, pero solemne, dejando que sus palabras flotaran un momento antes de continuar—. Lamento decirle que la situación de su hermano Pablo es más delicada de lo que habíamos pensado.
El aire pareció desaparecer de la habitación.
Sofía apenas pudo mantener el equilibrio, sintiendo que sus rodillas amenazaban con ceder bajo el peso de las palabras que aún no se habían pronunciado del todo.
—¿Qué... qué significa eso? —preguntó, su voz apenas un susurro. Era como si temiera escuchar la respuesta.
El doctor la miró con ojos compasivos, pero no se detuvo. Su deber era decir la verdad, y no había manera de suavizarla.
—Pablo necesita asistencia para que su corazón siga funcionando. —Hizo una pausa breve, evaluando la reacción de Sofía antes de continuar—. Necesitará aparatos que le ayuden a bombear la sangre hasta que podamos encontrar un donante para un trasplante.
Cada palabra del doctor resonaba como un eco en la mente de Sofía, y mientras más lo escuchaba, más fría se volvía su piel.
—¿Hasta que encuentren un donante? —repitió Sofía, con la voz rota.
El doctor asintió, con el rostro serio.
—Esos aparatos son costosos, señorita Martínez —dijo con voz grave—. Muy costosos. Y, sin ellos, su corazón no resistirá mucho más tiempo. Lo siento, pero es la única opción para mantenerlo vivo mientras esperamos un trasplante.
El silencio cayó entre ellos, pesado, casi palpable.
Las palabras del doctor flotaban en el aire, y Sofía apenas podía procesarlas. Aparatos... costosos... o Pablo moriría.
—¿Cuánto... cuánto tiempo tiene? —preguntó, finalmente, con un nudo en la garganta.
El doctor dudó un momento antes de responder.
—Semanas, tal vez. Menos si no actuamos rápido.
El corazón de Sofía latía desbocado, y sin embargo, se sentía completamente impotente.
¿Cómo se suponía que podía pagar algo tan caro?
No era rica, apenas y llegaba a fin de mes.
Miró al doctor, tratando de encontrar una solución en su rostro, pero no había respuestas fáciles.
No está vez.
—¿Y si no puedo pagarlo? —Su pregunta salió más débil de lo que esperaba, casi como una súplica.
El doctor bajó la mirada, apretando los labios. Él ya sabía lo que eso significaba, pero pronunciarlo sería cruel.
—Lamentablemente, los aparatos no son cubiertos por todos los seguros. Le sugiero que comience a buscar alguna forma de financiarlo, porque su hermano depende de ello. Sin esos aparatos... Pablo no sobrevivirá.
Sofía sintió como si la habitación se inclinara, como si el suelo desapareciera bajo sus pies.
No podía perderlo.
Pablo era su hermano menor, su pequeño, el niño al que había visto crecer, proteger, y cuidar desde que ambos eran pequeños.
Desde que su madre murió, un sentimiento maternal se originó en sus medios hermanos menores.
La idea de perderlo la desgarraba de adentro hacia afuera.
Sus manos temblaban mientras aferraba su teléfono, desplazándose por sus contactos con una urgencia que rozaba el pánico.
Cada nombre le parecía una isla lejana en un mar tormentoso; nadie podía ofrecer el salvavidas que desesperadamente necesitaba.
—Señorita —la voz de la enfermera era suave pero insistente—. No puede quedarse aquí. Por favor, muévase a la sala de espera.
Aturdida, Sofía obedeció, sus pies se movían como en piloto automático.
Empujó la puerta hacia la sala de espera, un lugar donde el tiempo parecía detenerse, saturado con el olor a antiséptico y preocupación.
Las luces fluorescentes parpadeaban arriba, proyectando un resplandor indiferente sobre las sillas desiguales y las revistas desactualizadas esparcidas sobre una mesa baja.
Su visión se nublaba, las lágrimas amenazaban con desbordarse.
El rostro de Pablo apareció ante sus ojos—la sonrisa traviesa, la energía inagotable, ahora ensombrecida por la amenaza de la enfermedad.
De pronto su cuerpo chocó una mujer extraña y provocó que sus cosas cayeran al suelo.
Sofía sin dudarlo, se disculpó y ayudó a la señora a levantar los objetos de su bolso.
—¿Sofi?Niña, estás bien?
La voz era profunda, rica, con un acento que llevaba el peso del dinero antiguo y los modales refinados.
Sobresaltada, Sofía levantó la mirada para ver a Don Jan Carlo, su cabello plateado impecable, su traje perfectamente ajustado.
Sus ojos, de un verde penetrante, la observaban con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Lo siento —susurró, secándose los ojos con el dorso de la mano—. Es que… no sé qué hacer.
Había jugado al ajedrez unas cuantas veces con el viejo señor Don durante su estadía en el hospital, el anciano estaba de buen humor y, a diferencia de su aspecto serio, no tenía la condescendencia de un hombre rico.
—Cuéntame —dijo él suavemente, sentándose en la silla junto a la de ella. Había una autoridad en su presencia, un mando silencioso que la hacía querer confiar en él.
—Mi hermano —empezó, su voz vacilante—. Está empeorando... Necesita aparatos para su corazón, y cuesta tanto dinero. Yo… —Su voz se quebró, y enterró el rostro en sus manos, el peso de la desesperación aplastando su espíritu.
—¿Cuánto? —El tono de Don Jan Carlo era calmado, medido.
—Más de lo que podría pagar jamás —respondió, levantando la cabeza para encontrarse con su mirada. La vulnerabilidad en sus ojos oscuros era palpable, un filo crudo que cortaba el aire entre ellos—. Perdón, señor, no debería contarle tantas malas noticias, pero…
Jan Carlo la observaba sin interrumpirla, notando cada matiz en su voz, cada expresión de desesperanza en sus ojos.
Había visto mucho en su vida, demasiados golpes del destino, pero este tipo de tragedia siempre lo tocaba.
Sabía lo que significaba luchar contra el tiempo y la muerte, lo sabía demasiado bien.
Sofía era joven, apenas una mujer, pero la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros era enorme.
Un hermano que dependía de ella, y la implacable sombra de la pobreza que amenazaba con arrebatárselo.
—La vida es cruel —musitó él, casi para sí mismo—. Pero a veces, el destino nos ofrece caminos inesperados.
—¿Destino? —Sofía frunció el ceño, confundida.
—Tal vez —replicó Don Jan Carlo enigmáticamente, sus labios curvándose en una sonrisa pensativa—. Cuéntame más sobre tu hermano.
—Su nombre es Pablo, tiene catorce años. Eso ya lo sabe. —dijo, su voz ahora más firme—. Le encanta el fútbol, siempre hace reír a todos. Es mi mundo entero.
—La familia lo es todo —asintió él lentamente—. Y a veces, debemos hacer grandes sacrificios para proteger a quienes amamos.
—Exacto —respiró Sofía, sintiendo un atisbo de esperanza—. Pero no sé cómo. He intentado de todo...tengo dos trabajos al mismo tiempo, mi padre hace lo que puede y…
Antes de que pudiera pronunciar palabra, un movimiento en el umbral de la puerta llamó su atención. Era Fabio, su mayordomo y amigo de confianza, un hombre de mediana edad con una discreción que solo el tiempo y la lealtad habían forjado.
—Disculpe la interrupción, señor —dijo Fabio con voz suave, pero con una seriedad inusual en su expresión.
Jan Carlo levantó una ceja, intuyendo que algo no andaba bien.
—¿Qué sucede, Fabio? —preguntó con calma, pero en su tono se podía percibir un matiz de advertencia.
Fabio vaciló un momento, mirando brevemente a Sofía antes de acercarse más y hablar en voz baja.
—Su sobrino, señor… —empezó Fabio con visible incomodidad—. Me temo que no vendrá al hospital hoy. De hecho, ha dejado claro que no tiene intención de venir en absoluto.
El rostro de Jan Carlo se endureció de inmediato, como si un trueno hubiera atravesado la habitación.
Sus ojos, normalmente serenos, se encendieron con una furia contenida.
—¿No tiene intención de venir? —repitió, su voz baja, pero peligrosa, como el susurro antes de la tormenta. Apretó los puños con fuerza, conteniendo la cólera que se acumulaba dentro de él—. Ese malnacido… ¿se atreve a ignorar una situación así?
Sofía, que había mantenido la cabeza baja mientras Fabio hablaba, levantó la mirada, notando el cambio en el aire.
No sabía quién era el sobrino en cuestión, pero podía sentir la tensión que emanaba de Don Jan Carlo, quien ahora parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre.
Fabio, por su parte, sabía que no había mucho que pudiera decir para calmar a su patrón en ese momento.
—Lo lamento, señor —dijo Fabio, sabiendo que esas palabras no harían más que alimentar la frustración de Jan Carlo.
Las palabras de Fabio colmaron la paciencia de Jan Carlo.
El viejo empresario, acostumbrado a lidiar con traiciones y desilusiones, sabía que su sobrino no era más que un oportunista.
Un hombre sin escrúpulos, ciego por la ambición y el egoísmo, incapaz de ver más allá de su propio beneficio.
Jan Carlo había intentado guiarlo, darle lecciones de moralidad, pero siempre había chocado contra un muro de arrogancia.
—Mi sobrino nunca ha entendido lo que significa responsabilidad —continuó Jan Carlo, con la voz más firme ahora, como si hablara no solo con Fabio, sino con las piezas invisibles en el tablero que estaba armando en su mente—. Cree que puede jugar con la vida como si fuera un mero juego de ajedrez, moviendo las piezas solo cuando le conviene, sacrificando a los demás para su propio beneficio. —Hizo una pausa, el ceño fruncido—. Pero se ha olvidado de una cosa importante.
—¿Qué cosa, señor? —preguntó Fabio, aunque ya intuía la respuesta.
—Que en el ajedrez, un rey no puede ganar solo. —Don Jan Carlo se giró, mirando a Sofía, quien lo observaba con incertidumbre—. Siempre depende de sus piezas. Y mi sobrino... —Sonrió, pero no había calidez en esa sonrisa—. Mi sobrino va a aprender esa lección.
De pronto, el hombre se detuvo en seco. Una chispa de malicia, pero también de astucia, cruzó por sus ojos. Miró a Sofía, y su semblante se suavizó ligeramente.
—Déjamelo a mí —dijo Don Jan Carlo, su voz era una mezcla de seguridad y misterio—. A veces las soluciones llegan de los lugares menos esperados.
—¿Por qué me ayudaría? —preguntó Sofía, con una pizca de desconfianza en su voz.
—Digamos que tengo debilidad por la sinceridad —respondió él, sus ojos brillando con un secreto que solo él conocía—. Y creo en ayudar a aquellos que realmente lo necesitan.
—Gracias —susurró ella, las palabras apenas audibles, cargadas con el peso de su gratitud.
—No me des las gracias aún —advirtió él, levantándose con gracia—. Tengo una con condición para ti.
—¿Cuál es condición? —preguntó ansiosa Sofía.
—Un matrimonio.
—Un… matrimonio. —repitió Sofía, casi atragantándose con su propia saliva—. Ni siquiera me conoce. —Perdone mi insolencia —extendió su mano—. Soy Jan Carlo Ferreti, un multimillonario y usted es…Sofía adivinó que el viejo era rico, pero no se dio cuenta de que se trataba de la familia Ferreti, uno de los tres apellidos más importantes del mundo.—Señorita, mi jefe le está preguntando.Al oír el recordatorio del mayordomo Sofía sólo se despegó del sobresalto.—Sofía…Sofía Martínez… —tomó la mano del anciano. —Señorita Martínez. Tengo una proposición para usted.Sofía se volvió, su corazón latiendo con fuerza, como un peón frente a la reina.—La condición de su hermano es grave —comenzó, su tono medido—, y el equipo médico que necesita está más allá de sus posibilidades financieras. Yo puedo proporcionar los fondos para su operación y los dispositivos que requiere, pero hay una condición.Su respiración se detuvo. La oferta era el salvavidas que tan desesperadamente necesitaba, pero
—¿Estás segura? Niña.—Sí, señor.—No te arrepentirás —dijo colgando la llamada. Se giró hacia su mayordomo—. Prepara todo, Fabio. Que mi sobrino sea el peón en este tablero, y que entienda lo que es estar al borde del jaque mate. Haré que sienta en carne propia lo que es la desesperación, lo que es depender de los demás.—Señor…. ¿Seguro de esto? —le preguntó su amigo Fabio—. La pobre chica no tiene la culpa.—A veces tenemos que pagar las consecuencias de nuestros padres. **Dos días después**Sofía estaba parada en la acera, su aliento visible en el aire fresco de la mañana. Los rayos del sol asomaban tímidamente sobre el horizonte, proyectando largas sombras en la calle vacía. Se acercaba el día de la boda y nunca imaginó que sería uno de los días más tristes de su vida, pero entendía que su sacrificio valía la pena. Su padre no apareció, sólo vinieron a despedirla su madrastra y su hermanastra Carla.—Mija —comenzó Catalina, su voz cargada de arrepentimiento—, tu padre… qué pe
Sofía se paró frente al espejo, sus dedos rozando el delicado encaje de su sencillo vestido blanco. La tela se ajustaba a sus curvas con una elegancia discreta, en marcado contraste con la extravagancia que había esperado de una familia como los Ferreti. Tomó una respiración profunda, intentando calmar el nerviosismo que revoloteaba en su estómago.En sus cortos veintitrés años, ese era el vestido más fino y elegante que había utilizado. La puerta chirrió al abrirse, y Sofía se volvió para ver a una de las sirvientas, entrar en la habitación con una jarra de agua y un vaso equilibrado precariamente en una bandeja de plata.De repente el vaso se le escapó de sus manos, rompiéndose en brillantes fragmentos sobre el pulido suelo de madera.—¡Oh! ¡Lo siento mucho, señorita! —exclamó esa chica.—No te preocupes por eso —dijo Sofía suavemente, arrodillándose junto a Priscila para ayudar a recoger los pedazos. Sus manos se rozaron brevemente, y Sofía le ofreció una sonrisa reconfortante.
El anuncio provocó exclamaciones de sorpresa entre la familia Ferreti. Sin embargo, Sofía, aunque trató de sonreír, sintió cómo su corazón latía más rápido. La palabra "noche de bodas" retumbaba en su cabeza como un eco que no podía acallar. Don Jan Carlo, observándola con sus ojos sabios, se inclinó levemente hacia ella.—No temas, Sofía —dijo suavemente—. Todo estará bien. Eres fuerte y más capaz de lo que crees.Sofía asintió, tratando de aferrarse a esas palabras como a una tabla de salvación en medio de una tormenta. Mientras tanto, Estuardo, aparentemente ajeno a sus emociones, ya estaba tomando su teléfono y llamando al chofer para que preparara el auto.El viaje al hotel fue largo, o al menos así lo sintió Sofía. Sentada en el asiento de cuero del lujoso auto, sus manos temblaban ligeramente mientras observaba la ciudad pasar por la ventanilla. A su lado, Estuardo estaba completamente absorto en su teléfono, enviando mensajes. El silencio entre ellos era espeso, cada kilóm
Estuardo estaba en el centro de la habitación, tambaleándose, con los ojos desorbitados y desenfocados. Estaba tirando objetos—jarrones, almohadas, cualquier cosa a su alcance—al suelo en un ataque de furia alcohólica.—¡Estuardo, para! —la voz de Sofía era temblorosa, pero firme mientras se acercaba cautelosamente—. Cálmate, por favor.—¿Calmarme? —balbuceó, sus palabras impregnadas de veneno—. Tú, ¿¡Le dijiste a ese viejo que Amanda estaba aquí!?Estuardo apretó el cuello de Sofía y la empujó contra la pared.—Yo… No entiendo de qué hablas. ¡Suéltame!—¡Tú me obligaste a este matrimonio de mentira! La empujó con más fuerza y, por primera vez, Sofía se sintió asfixiada.Pero no podía morir, mordió el dorso de la mano de Estuardo tan fuerte como pudo.Él le soltó la mano con dolor y Sofía cayó al suelo sin apoyo.—ESCUCHA ESTUARDO ¡Yo no te obligué! Fue tu tío...—¡No lo metas en esto! —caminó tambaleándose hacia ella, su aliento apestando a alcohol, sus ojos ardiendo de furia—. Ere
Navegando por los pasillos laberínticos, Sofía sintió cómo su ansiedad aumentaba con cada paso. Finalmente, se encontró en la cima de una gran escalera, el suave tintineo de los cubiertos, guiándola hacia el comedor abajo.Respirando hondo, descendió, su mente llena de incertidumbres sobre lo que le esperaba.Los pasos de Sofía resonaban sobre el suelo de mármol mientras se acercaba al comedor, su corazón latiendo al compás de cada paso. Las imponentes puertas dobles estaban entreabiertas, revelando destellos de la familia Ferreti ya sentada. Tragó con fuerza y empujó la puerta un poco más, entrando en la habitación. a.—Ah, ahí estás —la voz de Don Jan Carlo cortó el suave murmullo de la conversación como un cuchillo. Estaba sentado en la cabecera de la mesa, su presencia imponente a pesar de su apariencia frágil. A su lado estaba Estuardo, desaliñado y apenas despierto, y alrededor de ellos, el resto de la familia la observaba con miradas que variaban entre el interés y el desp
—¿Siempre invades la privacidad de las personas de esta manera? —balbuceó Sofía, tratando de mantener sus ojos fijos firmemente en su rostro.—Acostúmbrate —dijo él, con una voz baja y suave que se deslizó sobre su piel como terciopelo—. Si vamos a pasar un año juntos, más vale que empecemos a construir confianza.—La confianza no se construye con apariciones sorpresivas a medio vestir —replicó ella, aunque su voz carecía de la convicción que deseaba tener.—Tal vez no —concedió él, con una sonrisa burlona en los labios—, pero es un comienzo. —Se enderezó, acercándose a ella, con el aroma de su colonia mezclándose con el vapor que aún quedaba de su ducha—. Ahora, cámbiate. Vamos a salir.—¿Salir? —Su ceño se frunció, confundida—. No quiero ir a ningún lado.—Eso no es una opción —respondió Estuardo, con un tono más firme—. Vamos a un bar cercano. Es hora de que empecemos a actuar como una verdadera pareja.—Pero yo...—No discutas, Sofía —la interrumpió, con una orden tan casual como
—¡Espera!Sin previo aviso, una mano desconocida se aferró a su brazo, sacándola de sus pensamientos. Sus ojos verdes se alzaron para encontrarse con los del extraño: un hombre de aspecto desaliñado y una mirada que hablaba de demasiadas copas y muy poco respeto.—Ven, baila conmigo —balbuceó él, tirando de ella hacia él.—Suéltame —dijo Sofía con firmeza, tratando de liberar su brazo. Su corazón latía con una mezcla de miedo e ira.—No seas así —insistió él, apretando su agarre. La presión de sus dedos se clavaba en su piel.—Que. Me. Sueltes. —Esta vez, su voz fue como un latigazo en el aire cargado de humo. Cuando él la ignoró y tiró con más fuerza, algo se rompió dentro de ella. Con toda la fuerza que pudo reunir, levantó la mano y lo abofeteó en la cara. El sonido resonó, una aguda puntuación en la música amortiguada.Luego el hombre tambaleó hacia atrás, pero no por la bofetada de Sofía. Se desplomó en el suelo, revelando a Estuardo detrás de él, con los puños apretados, la fu