Capítulo 12

—Ah, la que mató al hijo de los riquillos esos.

—Ya tienen al responsable —aporté en tono firme.

—Lo atrapó la FEM, pero ellos pusieron tu foto en los medios —la chica apareció en mi campo de visión y se posicionó tras el hombre—. ¿Por qué pensarían que tú lo mataste?

Esa era una pregunta que Román juró que me iban a hacer, desde el momento en que me preparó en cuestión de interrogatorio, me obligó a aprender la respuesta al derecho y al revés.

—Mi papá mandó a un tipo por mí, quería que me entregara —expliqué destilando ácido—. Dijo que tenían una fotografía de Hermann conmigo, el pobre iluso le robó a sus padres y me pidió ayuda, pero yo estaba enojada porque mi marido hijo de puta me puso el cuerno —sonreí excesivamente—. Lo último que supe fue que lo mataron y a mí me habían acusado.

—¿Crees que nací ayer?

—Es la verdad.

El tipo hizo una señal y entre dos hombres me agarraron, me removí, pero eran fuertes. La chica, pasó su lengua por su labio superior y se acercó amenazadoramente, su mirada burlona me provocó un escalofrío.

—Eres una puta de la policía —escupió—. Sabemos que estás casada con “El Cazador”.

—Me puso el cuerno, por mí que se muera.

Soltó una carcajada y entonces me golpeó el estómago con el puño. El aire escapó de mis pulmones y el dolor se esparció por mi abdomen. Me doblé sobre mí tratando de amortiguarlo, pero solo logré que doliera más. Un segundo golpe llegó a mi muslo y me hizo caer.

Tosí varias veces, mis pulmones exigiendo la entrada de aire, vi manchas negras, mientras me retorcía en el piso.

—Ahora me vas a decir quién te mandó y por qué mataste al Meyer.

—No lo maté —insistí con voz ahogada—. Nadie me mandó, vine por mi propia cuenta.

Apenas me estaba reponiendo, cuando entre dos personas me despojaron de mi ropa, traté de evitarlo, pero me tenían inmovilizada, escuché cómo rasgaban mi vestido y el frío me pegó de lleno. En menos de veinte segundos estaba completamente desnuda, me abracé a mi misma cubriendo mis pechos, todos me veían y se reían. La chica hizo una mueca, pero no evitó mi humillación.

—Está limpia —dijo hacia el hombre—. Cero micrófonos.

Nunca me había sentido tan humillada, tan maltratada, ni siquiera con la infidelidad de Román. Alguien me aventó el saco y me cubrí casi inmediatamente, pero me habían visto. Las lágrimas se arremolinaron en mis ojos, pero no debía llorar, pues si lo hacía, me quebraría y mi vulnerabilidad echaría el plan por la borda.

—Ya —el hombre se puso en pie y se acercó a mí—. Dices que estás aquí a voluntad, ¿qué es lo que quieres?

Tenía un nudo en la garganta, el calor inundaba mi rostro y temblaba como si estuviera sufriendo un ataque, pero me obligué a hablar.

—Venganza —recité como si fuera una plegaria—. Mi padre quiso que me entregara, aunque le dije que era inocente, en represalia, publicó mi foto y la noticia —el odio en mi voz sonaba bastante real—. Ambos hombres me traicionaron, papá ni siquiera me pidió una disculpa cuando supo que era inocente —solté una carcajada amarga—. No me importa lo que cueste, quiero que caigan en desgracia.

Incluso para ser mentira, mi voz fue firme, tanto, que pude creérmelo. Quería que Román sufriera, quería que le doliera. No así mi padre, aunque ciertamente, estaba enfadada porque no vio por mí, le encargó a Román que lo solucionara. Y su solución fue mandarme aquí.

—¿Por qué nunca te arrestaron?

—Mi padre mandó a uno de los suyos por mí, pero lo mandé a la m****a —con trabajos me puse de pie—. Estuve escondida todo este tiempo, fue hasta que vi arrestaron al verdadero asesino que pude salir —expliqué pausadamente—. Román me buscó, incluso estuvimos en casa, pero ese hijo de puta se puede joder. Pero sirvió para escuchar una llamada, hablaban de esta redada, así que vine para implorar —recalqué la palabra—, su ayuda.

Durante los interrogatorios fingidos, jamás pude decir el discurso completo, siempre me trababa o cambiaba algún dato, tenía que esperar un poco para recordar los datos, así que me sorprendí al hablar fluidamente, sin un atisbo de duda.

—Nos serviría más de espía de aquel lado —aportó la chica.

—Vieron que estaba acá, que no la trajimos.

Reconocí esa voz, pertenecía a la persona que me habló en la camioneta. Debía ser Francisco. El hombre en cuestión era alto, moreno, ojos miel y cabello rebelde, era imponente, mucho más que el que parecía vaquero, su mirada era una daga.

—No —el vaquero chasqueó los labios—. Es de familia importante, nos servirá como rehén.

—No les darán un peso por mí.

—Lo dudo.

—Prefiero morir antes que regresar con esa gente.

El ambiente se tensó aún más, como si la mención de la palabra detonara el caos. El vaquero desenvainó el arma en un segundo y me apuntó directo a la frente, el frío metal tocando mi piel. Definitivamente ya era intimidante.

—Con gusto puedo hacerte el favor, Odele Conde.

Escuchar mi nombre fue un balde de agua fría, de alguna manera me hizo sentir mucho más vulnerable.

—Al menos planten mi cadáver en casa de mi marido —eso no estaba en el guion, pero no supe qué más decir—. Que lo acusen de homicidio y lo cargue la chingada.

Me estaba muriendo de miedo, todo en mí quería gritar, llorar, suplicar por mi vida o correr en un vano intento de escapar, pero me mantuve firme en mi lugar.

—¿Qué estás dispuesta a hacer para cobrar tu venganza?

Esa era la pregunta decisiva, mi respuesta sería la que me daría un día más de vida o un pase directo a la tumba. Tragué saliva, pero no demoré en contestar.

—Lo que sea.

El silencio fue sepulcral, ni siquiera me atreví a respirar, cada músculo en mi cuerpo se sentía tan tenso, mi corazón estaba a punto de salir desbocado de mi pecho. Y entonces sentí el arma alejarse de mi cabeza, el vaquero dio dos pasos hacia atrás. Lentamente, alcé la mirada, debía verme convencida.

—La venganza demanda sangre y la sangre exige un pago —murmuró el vaquero, el hombre que pensaba que era Francisco se removió, incómodo—. Clava tu mano.

—¿Qué?

—Toma el cuchillo y atraviesa tu mano —me extendió una daga deslumbrante y filosa—. ¿Estás dispuesta a hacer lo que sea? Bien, esta es una probada de lo que vendrá.

Nadie habló de esto, no estaba en el contrato, Román no mencionó que podrían exigir que me lastimara a mi misma.

Tomé el cuchillo, lentamente, mi mano temblaba. No podría hacerlo, no lo lograría, si no lo hacía, ¿me matarían?

—¿Qué tanto vale tu venganza? —chilló la chica—. Convéncenos.

Mi agarre en el mango apretó, por la fuerza, mis nudillos se pusieron blancos, solo tenía que empuñarla y clavar con todas mis fuerzas, pero no podía, por más que me gritaba que no perdiera más tiempo, mi cerebro no respondía.

Era ahora o nunca. Imaginé el rostro de mi hermano, su sonrisa dulce, su mirada ilusionada cuando me veía llegar. Él fue el único que trató de evitar mi matrimonio, el único que intentó no entregarme al diablo. José no merecía que su vida se fuera al traste cuando la evidencia saliera a la luz y todos pensaran que la asesina era yo. Una guerra entre Conde y Meyer terminaría con mi familia muerta, mi hermano merecía más que eso.

Con un grito de guerra, alcé el cuchillo y asesté el golpe. Sentí el metal atravesar carne, músculo y hueso.

El alarido que solté no le hizo justicia al dolor que me carcomió por dentro. 

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