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El cambio fue sutil.

No hubo declaraciones, ni acuerdos explícitos, ni siquiera una conversación que pusiera todo en perspectiva. Pero después de esa noche en la prisión, después de que Santiago me siguió y me miró con esa expresión indescifrable, algo entre nosotros se fracturó y se volvió otra cosa.

Él ya no me veía como antes.

Y yo tampoco lo veía igual.

No podía ignorarlo.

No podía seguir pretendiendo que no existía esta tensión, esta energía que parecía envolverse alrededor de nosotros cada vez que estábamos en la misma habitación.

Después del ataque en el estacionamiento, Santiago se convirtió en una sombra constante en mi vida.

No importaba cuánto intentara seguir con mi rutina, cuánto intentara fingir que nada había cambiado, él siempre estaba ahí.

Caminando junto a mí en los pasillos de la oficina.

Apareciendo de la nada en los momentos en los que menos lo esperaba.

Mencionando cosas que no debería saber sobre mis horarios, sobre mis movimientos.

Era inquietante.

Pero lo peor
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