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La calma era extraña.

Después de semanas de vivir al filo del abismo, con la adrenalina bombeando en mis venas y el peligro acechando en cada esquina, despertarme en la cama de Santiago, con su respiración acompasada a mi lado y el calor de su cuerpo envolviéndome, se sentía irreal.

Pero ahí estaba.

Por primera vez en mucho tiempo, mi cuerpo no estaba en alerta.

No había armas apuntando en mi dirección.

No había sombras esperando atraparme.

No había más traiciones.

Solo el sonido del viento colándose por las ventanas y la sensación de seguridad que, por alguna razón que aún no entendía del todo, solo encontraba en los brazos de Santiago Ferrer.

Pero la paz era frágil.

Tan fina como el cristal.

Tan efímera como una respiración contenida.

Y en el fondo, lo sabía.

S

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