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Cada paso que daba en aquella sala era una sentencia.

Mi respiración era un eco controlado, mi pulso un tamborileo en mi pecho.

No podía fallar.

No podía mostrar debilidad.

Los hombres que me rodeaban no eran el tipo de personas que te permitían un error.

No cuando en sus ojos solo veían oportunidades.

Oportunidades de poder.

De control.

De convertirte en su propiedad.

Pero yo no era una maldita moneda de cambio.

Y aunque mi postura era relajada, aunque mis labios sostenían una ligera sonrisa de aceptación, por dentro estaba afilando cada uno de mis instintos, preparándome para el momento en que todo se derrumbara.

Porque lo haría.

Sabía que tarde o temprano mi tapadera se desmoronaría.

Y cuando eso pasara, tenía que estar lista.

—Es bueno verte entrar en razón, Sofía.

La voz de Guillermo Beltrán me recorrió la espalda como un escalofrío.

Giré el rostro con la calma estudiada de alguien que estaba acostumbrado a lidiar con hombres como él.

O al menos, así debía parecer.

—Supongo que si
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