Odio y Deseo
Odio y Deseo
Por: F. Bogo
1

El ascensor emitió un pitido seco cuando alcanzó el piso veinte. Mi reflejo en las paredes metálicas me devolvió una mirada nerviosa. Ajusté por enésima vez mi blusa blanca, asegurándome de que cada botón estuviera en su lugar. “Tranquila, Sofía”, me dije en voz baja. El susurro apenas logró calmar el latido frenético de mi corazón.

Era mi primer día en Ferrer & Asociados, una de las firmas más prestigiosas de diseño y marketing en la ciudad. Conseguir este trabajo no había sido sencillo. Cinco entrevistas, dos pruebas prácticas, y un agotador proceso de selección que, honestamente, me había dejado con la sensación de que nunca sería suficiente. Pero aquí estaba, con el contrato firmado y la oportunidad de demostrarme —y al mundo— que tenía lo que se necesitaba para destacar.

El ascensor se detuvo con un suave tirón, y las puertas se abrieron hacia un vestíbulo impecable. Mármol blanco, líneas minimalistas, y una sensación de lujo moderno que me hizo sentir fuera de lugar. Respiré hondo antes de salir.

—¿Sofía Del Valle? —Una voz femenina y amable me sacó de mi ensimismamiento.

Una mujer elegante, probablemente en sus treinta, me sonrió detrás de la recepción. Llevaba un traje gris perfectamente ajustado y un moño que dejaba claro que aquí no se toleraban las distracciones.

—Sí, soy yo —contesté, tratando de sonar más segura de lo que realmente me sentía.

—Bienvenida a Ferrer & Asociados. Soy Laura, la asistente del señor Ferrer. Él me pidió que te guiara en tu primer día.

Sonreí y asentí, aunque el nombre de mi jefe me provocó un nudo en el estómago. Santiago Ferrer, el director de marketing, era una leyenda en el sector. Su fama lo precedía: un genio implacable con una obsesión por la perfección. En los foros de diseño, su nombre era mencionado con respeto y miedo a partes iguales.

Laura caminó delante de mí, llevándome a través de un laberinto de oficinas con paredes de cristal. Cada espacio parecía un escaparate de revista. Pasamos por un equipo de diseñadores que trabajaban en silencio, absortos en sus pantallas. Mi estómago se retorció al pensar que pronto estaría ahí, tratando de no cometer ningún error.

—Aquí estamos —anunció Laura, deteniéndose frente a una puerta de madera oscura.

Tocó dos veces antes de abrirla.

La oficina de Santiago Ferrer era todo lo que imaginé: espaciosa, luminosa y abrumadoramente intimidante. Estantes llenos de libros de diseño y marketing cubrían una pared completa. En el centro, un escritorio negro impecable sostenía una laptop, un teléfono y un par de documentos perfectamente alineados.

Y ahí estaba él.

Santiago Ferrer no necesitaba presentación. Su presencia llenaba la habitación. Vestía un traje oscuro que se ajustaba a su figura atlética como si hubiera sido hecho a medida —seguramente lo era—, y su cabello negro perfectamente peinado brillaba bajo la luz natural que entraba por las enormes ventanas. Sus ojos, de un marrón profundo, me miraron con una mezcla de curiosidad y frialdad.

—Señor Ferrer, le presento a Sofía Del Valle, nuestra nueva diseñadora gráfica —anunció Laura.

Él no respondió de inmediato. Su mirada recorrió mi figura como si estuviera evaluándome, pero no de la forma en que un hombre evalúa a una mujer, sino como un crítico evalúa una obra de arte: buscando defectos.

—Gracias, Laura. Puedes retirarte.

Laura asintió y salió, dejándome sola con él.

—Señorita Del Valle —dijo finalmente, su tono era bajo, controlado, pero cargado de autoridad—. Bienvenida a Ferrer & Asociados. Espero que sea consciente de la exigencia de este lugar.

—Sí, señor. Estoy lista para dar lo mejor de mí —respondí, aunque mi voz traicionó un ligero temblor.

Él arqueó una ceja.

—Eso lo veremos. Por ahora, quiero que revise este manual de estilo —dijo, señalando un grueso libro que parecía pesar más que mi autoestima en ese momento—. Y asegúrese de que lo entiende antes de comenzar cualquier proyecto. Aquí no hay lugar para errores.

Asentí, sintiendo cómo el calor subía a mis mejillas.

—Gracias, señor. No lo decepcionaré.

—Eso espero, señorita Del Valle, porque aquí no toleramos mediocridad. Puede retirarse.

Su tono era cortante, definitivo. Recogí el manual y salí de su oficina con las piernas temblorosas.

Laura estaba esperando fuera, con una sonrisa comprensiva.

—No te preocupes, es así con todos al principio —dijo, guiándome hacia mi estación de trabajo—. Pero cuando te acostumbras, te das cuenta de que es un genio. Exigente, sí, pero aprende de él y crecerás más de lo que imaginas.

Eso esperaba. Mi cubículo era pequeño pero funcional. Una pantalla grande, una silla ergonómica y una vista parcial del exterior me recibieron. Dejé el manual en el escritorio y me senté, tratando de asimilar todo.

El resto del día pasó en una mezcla de nervios y emoción. Conocí a mis compañeros, todos amables pero igualmente ocupados con sus tareas. No podía evitar notar cómo cada uno parecía moverse con precisión, como engranajes en una máquina bien engrasada.

Cuando llegó la hora de salir, me sentí agotada, pero también emocionada. Había sobrevivido a mi primer día en Ferrer & Asociados, y aunque sabía que los días venideros serían un desafío, también sabía que estaba lista para enfrentarlos.

O al menos eso intenté convencerme mientras caminaba hacia el ascensor y sentía una mirada familiar. Giré ligeramente la cabeza y allí estaba él, Santiago Ferrer, parado frente a su oficina, observándome con esa expresión indescifrable.

Mis mejillas ardieron de nuevo, pero no aparté la mirada. Algo en sus ojos me decía que este trabajo sería mucho más complicado de lo que había imaginado.

Las puertas del ascensor se cerraron lentamente frente a mí, pero no antes de que mi mirada se cruzara de nuevo con la de Santiago Ferrer. Era algo en su forma de mirar, como si pudiera ver a través de mí, como si supiera algo que yo aún no sabía. Aparté los ojos al último segundo, sintiendo cómo mi respiración se aceleraba ligeramente.

El viaje en el ascensor fue silencioso, solo interrumpido por el leve zumbido mecánico del descenso. En mi cabeza, repasé cada momento del día, cada palabra que había dicho, cada gesto. ¿Había sonado demasiado insegura? ¿Había sido evidente que me aterraba la idea de decepcionar?

Cuando finalmente salí del edificio, la brisa fría me golpeó el rostro, una bienvenida bienvenida a la realidad. Aún con la sensación de tener los ojos de Santiago clavados en mi espalda, caminé hacia la parada del autobús con paso rápido. Mi teléfono vibró en el bolso, sacándome de mis pensamientos.

—¿Cómo te fue? —Era Clara, mi mejor amiga.

Suspiré, una mezcla de alivio y frustración.

—Sobreviví, creo. Mi jefe es... intenso.

—¿Intenso en plan “dame el informe a las cinco” o intenso en plan “tengo una mirada que podría derretir tu ropa”? —preguntó con su característico tono burlón.

Rodé los ojos, aunque sabía que no podía verla.

—Definitivamente lo primero. Es... bueno, no sé. Es de esos hombres que parecen tener un manual interno para intimidar a todo el mundo. Frío, distante y absolutamente perfecto en todo lo que hace.

Clara soltó una risita.

—Suena como una película de oficina. Ya me lo imagino, tú intentando cumplir con tus tareas mientras él te lanza miradas desde su oficina acristalada.

—No es gracioso —protesté, aunque su descripción no estaba tan lejos de la realidad—. Es solo que... es demasiado. Hoy literalmente me dio un manual gigante para leer antes de tocar cualquier proyecto.

—Bueno, piensa que es tu boleto a algo mejor. Ese trabajo te va a abrir muchas puertas. Y oye, si además tienes algo bonito que mirar mientras trabajas, no veo el problema.

Sonreí a pesar de mí misma. Clara siempre sabía cómo hacerme reír, incluso cuando me sentía al borde del colapso.

—Te lo contaré todo con más detalle después —le dije mientras llegaba el autobús—. Necesito llegar a casa y procesar este día.

El viaje a casa fue breve pero lleno de pensamientos. No podía dejar de repasar cada interacción con Santiago. Había algo en él que me desconcertaba profundamente. No era solo que fuera atractivo —eso era innegable—, sino su forma de comportarse, de moverse, de mirar. Todo en él parecía calculado, controlado, como si nunca dejara nada al azar.

Cuando finalmente llegué a mi pequeño apartamento, dejé caer el bolso en el sofá y me desplomé junto a él. Miré el manual que había traído conmigo. Era grueso, intimidante, y lo último que quería hacer era abrirlo, pero sabía que tenía que hacerlo.

“Primero la cena”, me dije, arrastrándome hacia la cocina. Preparé algo rápido —pasta con salsa de tomate enlatada— y volví al sofá con el plato en una mano y el manual en la otra.

Abrí la primera página, y un nudo se formó en mi estómago. “Directrices de diseño y comunicación visual”. El texto era denso, lleno de terminología técnica y gráficos que parecían querer burlarse de mi capacidad intelectual.

—Bienvenida al infierno —murmuré para mí misma antes de empezar a leer.

Las horas pasaron mientras devoraba página tras página. A pesar de mi resistencia inicial, no pude evitar sentirme impresionada. El nivel de detalle, la precisión, el estándar casi inhumano de excelencia... todo tenía sentido. Esto no era solo un manual; era una obra maestra de perfección.

Cuando finalmente cerré el libro, pasaban de las once de la noche. Me estiré, sintiendo los músculos tensos de estar demasiado tiempo sentada. A pesar del cansancio, había una chispa de emoción en mí. Este trabajo iba a ser difícil, pero también iba a ser una oportunidad única para demostrar de qué estaba hecha.

Con esa idea en mente, me arrastré hasta la cama, apagando las luces y dejando que el sueño me envolviera.

---

El segundo día llegó demasiado rápido. Me desperté con el sonido estridente de mi alarma, y lo primero que pensé fue: ¿De verdad tengo que hacer esto otra vez?. Pero no había opción. Me levanté, me duché y me vestí con el atuendo más profesional que pude armar. La falda lápiz negra y la blusa blanca estaban impecables, pero me aseguré de añadir un blazer gris para reforzar mi confianza.

De camino a la oficina, repetí en mi cabeza una especie de mantra: Hoy lo harás mejor. Hoy no te pondrás nerviosa. Hoy demostrarás que perteneces aquí. Pero la realidad se encargó de desmoronar mi resolución apenas crucé las puertas de Ferrer y Asociados.

Santiago estaba en el vestíbulo, rodeado de un grupo de ejecutivos. Aunque no podía oír lo que decía, su presencia dominaba el espacio. Llevaba un traje gris oscuro que parecía hecho a medida para él, como si incluso su ropa entendiera que no podía permitirse el lujo de ser mediocre. Su postura era erguida, sus gestos contenidos, pero cada palabra que pronunciaba parecía tener peso. El grupo alrededor de él asentía con la cabeza, como si absorbieran cada una de sus palabras como una lección de vida.

Intenté pasar desapercibida, con la vista fija en el ascensor al otro lado del vestíbulo. Pero justo cuando estaba a punto de alcanzar mi salvación, sus ojos me encontraron. Fue como si un láser invisible atravesara la distancia entre nosotros y aterrizara directamente en mi pecho. Por un segundo, creí que me iba a dirigir la palabra, pero solo me miró. Su expresión era indescifrable, sus ojos oscuros como un cielo sin estrellas.

Mantén la calma, Sofía. Solo sigue caminando. Aun así, mis pasos se aceleraron un poco mientras la piel de mi nuca ardía como si estuviera bajo el foco de un reflector.

El día fue una montaña rusa emocional. Laura me asignó mi primer proyecto: proponer ideas para una campaña publicitaria. La presión era abrumadora, pero también emocionante. Me sumergí en el trabajo, combinando todo lo que había aprendido en mis años de estudio con un poco de intuición. Sin embargo, por más que intentara concentrarme, no podía ignorar el constante zumbido de actividad en la oficina. Ni la sensación de que alguien, desde la distancia, me estaba observando.

A media mañana, sentí una sombra caer sobre mi escritorio. Levanté la vista y ahí estaba él. Santiago Ferrer. Tan imponente como siempre, con una expresión que parecía tallada en piedra. Llevaba un par de papeles en la mano, pero sus ojos estaban fijos en mí.

—Señorita Del Valle —dijo con ese tono bajo que no necesitaba volumen para ser intimidante—. ¿Tiene un momento?

Mi corazón dio un vuelco. No pierdas el control, me recordé.

—Claro, señor Ferrer. ¿En qué puedo ayudarle? —Mi voz sonó firme, aunque por dentro me sentía como una gelatina.

Santiago colocó los papeles en mi escritorio y se inclinó ligeramente, lo suficiente para que su presencia pareciera aún más grande.

—Necesito ver qué ha avanzado en el proyecto de la campaña. Es importante que esté alineado con nuestras directrices.

—Por supuesto. Déjeme mostrarle.

Encendí mi pantalla y comencé a explicarle mis ideas. Usé un tono profesional, tratando de sonar segura, pero no podía evitar sentirme expuesta bajo su mirada. Mientras hablaba, Santiago permaneció en silencio, pero sus ojos escaneaban cada detalle en la pantalla, como si estuviera buscando fallos que yo aún no había notado.

Finalmente, habló.

—Es un comienzo aceptable —dijo, aunque su tono hacía que "aceptable" sonara como "inaceptable"—. Pero quiero que preste más atención a los detalles. Este diseño... —señaló con el dedo la pantalla— tiene potencial, pero está lejos de lo que espero de alguien en su posición.

Sus palabras golpearon directamente mi orgullo. Aunque sabía que debía tomarlas como una crítica constructiva, no pude evitar sentirme humillada.

—Entendido, señor Ferrer. Haré los ajustes necesarios.

Él asintió, su mirada fija en la mía, como si estuviera evaluando cuánto creía en lo que acababa de prometer.

—Confío en que lo hará —dijo, aunque su tono no era del todo alentador—. Aquí solo hay dos tipos de personas: las que destacan y las que se quedan atrás. Espero que sea del primer grupo, señorita Del Valle.

Con esas palabras, se dio la vuelta y se alejó. Su perfume, una mezcla de algo fresco y especiado, quedó flotando en el aire. Me quedé mirando su espalda mientras se alejaba, con el corazón latiéndome en los oídos.

Por un lado, sentí rabia. ¿Quién se creía para hablarme así? Pero, por otro lado, había algo en su forma de desafiarme que despertaba una parte de mí que no sabía que existía. Quería demostrarle que podía estar a la altura, que no era solo una principiante más. Y, aunque me odiara por pensarlo, no podía negar que ese hombre me intrigaba profundamente.

El resto del día pasó en un torbellino de ajustes y revisiones. La voz de Santiago resonaba en mi cabeza como un mantra: Más atención a los detalles. Y aunque sus palabras habían sido duras, me ayudaron a identificar puntos débiles en mi propuesta.

A la hora del almuerzo, mis compañeros intentaron convencerme de salir con ellos, pero rechacé la oferta. No podía darme el lujo de perder tiempo. Fue entonces cuando vi a Santiago de nuevo, caminando por el pasillo con la misma seguridad implacable. Me pregunté si alguna vez se permitía relajarse, si alguna vez cometía errores.

Mientras volvía a sumergirme en mi trabajo, una pregunta seguía rondándome la mente: ¿Qué clase de hombre se esconde detrás de esa fachada impecable?

Y aunque sabía que no debería hacerlo, no pude evitar preguntarme si algún día lo descubriría.

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