9

El sonido de las teclas resonaba en la oficina, el murmullo habitual de llamadas telefónicas y conversaciones de fondo llenando el aire. Todo era exactamente igual que siempre. O al menos, para el resto del mundo lo era.

Para mí, nada lo era.

El ascensor.

El beso.

Las manos de Santiago sujetando mi cintura como si quisiera asegurarse de que no me apartara. La intensidad con la que me había mirado después, como si acabara de abrir una puerta que no estaba seguro de querer cruzar.

El ascensor.

El maldito ascensor.

Me obligué a mantener la vista fija en la pantalla de mi computadora, fingiendo que mi cerebro no estaba regresando a ese momento una y otra vez. Me repetí que era una estupidez, que había sido solo un impulso, que nada significaba nada si yo decidía que así fuera.

Y, sin embargo, mi cuerpo recordaba.

Recordaba el calor de sus labios, la presión de sus dedos en mi piel, el modo en que el mundo se había reducido a ese instante, a ese espacio cerrado donde solo existíamos él y y
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