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La paciencia no era una de mis virtudes, y Santiago Ferrer estaba llevándome al límite.

Desde la mañana, había mantenido esa frialdad impenetrable conmigo, esa distancia medida que dejaba claro que ahora volvía a verme como una amenaza. No importaba que apenas un día antes hubiéramos hecho una tregua incómoda, ni que él mismo hubiera aceptado que trabajáramos juntos para encontrar al verdadero culpable.

No.

Algo había cambiado.

Y yo sabía exactamente qué era.

Me vio.

Me vio entrar en ese café, me vio con él.

Y aunque Santiago no me lo había dicho directamente, no necesitaba hacerlo. Su actitud, su manera de ignorarme de forma tan deliberada, su expresión tensa y cerrada cada vez que nuestros caminos se cruzaban en la oficina, todo era una maldita confirmación de que en su cabeza ya había sacado sus propi

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