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Mis manos temblaban.

No debía hacerlo. No debía sentirme así. No debía dejar que Santiago Ferrer tuviera este efecto en mí. Pero aquí estaba, sentada en una mesa discreta en la parte más apartada de un restaurante poco concurrido, con las uñas clavadas en las palmas y el estómago hecho un nudo.

Lo había citado aquí porque no podía hacerlo en la oficina. No podía hablar de esto en un lugar donde cualquier persona pudiera escucharme. No podía correr el riesgo.

Porque lo que estaba a punto de decirle a Santiago lo cambiaría todo.

El sonido de la puerta abriéndose me hizo levantar la cabeza. Y ahí estaba él.

Santiago Ferrer.

Perfectamente compuesto. Alto, con su traje impecable, con esa mirada indescifrable que nunca delataba nada, que lo volvía tan inaccesible, tan imposible de leer.

Mis pulmones olvidaron cómo funcionar cuando sus ojos se posaron en los míos.

Sin saludar, sin una palabra innecesaria, caminó directamente hacia mí,

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