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El sabor del miedo es metálico.

Áspero.

Invasivo.

Se filtra por tu lengua, se instala en tu garganta y se enreda en tu respiración hasta que cada bocanada de aire se siente como una lucha.

Eso fue lo primero que entendí cuando desperté.

El frío del suelo de concreto se filtraba a través de mi piel, helándome hasta los huesos. Había algo seco en mis labios, un rastro de sangre que apenas podía distinguir en la penumbra de la habitación.

Mis muñecas ardían.

Intenté moverlas, pero el sonido de metal contra metal me confirmó lo que temía.

Esposas.

Jadeé, mi pecho subiendo y bajando con rapidez, intentando entender dónde estaba.

El lugar olía a humedad y óxido.

No era una bodega.

No era un sótano.

Era algo peor.

Era un sitio sin nombre, un rincón olvidado donde las personas desaparecían sin dejar rastro.

Mi estómago se contrajo cuando la realidad me golpeó de lleno.

Me habían secuestrado.

Mis pensamientos regresaron con violencia.

El recuerdo de salir de la oficina, de caminar hasta mi aut
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