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El cielo estaba cubierto por un manto de nubes grises cuando el auto se detuvo frente al hotel.

Bajé con movimientos calculados, ajustando el abrigo sobre mis hombros mientras observaba el imponente edificio de cristal que reflejaba la ciudad. El aire tenía ese aroma particular de la lluvia próxima, una mezcla de humedad y electricidad suspendida en el ambiente.

A mi lado, Santiago cerró la puerta del auto con calma.

Podía sentir su presencia incluso sin mirarlo directamente. Era como un campo magnético invisible, una fuerza inevitable que vibraba en el aire cada vez que él estaba cerca.

El viaje había sido silencioso.

No porque no hubiera temas de qué hablar, sino porque había demasiadas cosas que ninguno de los dos estaba dispuesto a decir.

El incidente con el archivo sobre mi pasado aún estaba fresco en mi memoria, como una herida que no terminaba de cerrarse. Desde entonces, cada conversación con Santiago había estado impregnada de una tensión invisible, un campo de batalla donde
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