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Las sombras se alargaban en la oficina cuando apagué la pantalla de mi computadora y me estiré en la silla. La jornada había sido interminable, con reuniones que se extendieron más de lo necesario y tareas que parecían multiplicarse en cuanto resolvía una.

La mayoría de mis compañeros ya se habían ido, y la oficina de diseño estaba sumida en un silencio extraño, como si la energía que la habitaba durante el día se hubiera disipado con el último empleado que cerró la puerta.

Pero no me sentía sola.

Desde hacía días, una sensación incómoda me perseguía a todas partes. No podía explicarlo del todo, pero sentía ojos sobre mí. Pequeños detalles, como encontrar mi silla ligeramente movida en las mañanas o notar que mi teléfono vibraba con llamadas desconocidas que cesaban en cuanto

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