5

—¿Estás bien, Sofía?

La voz de Santiago me llega como un susurro lejano, pero a la vez demasiado clara, casi acusatoria. Mi respiración está acelerada, como si hubiera corrido una maratón, y no consigo calmarme. El aire en la oficina está denso, asfixiante, y no importa cuántas veces respire profundamente, no consigo obtener suficiente oxígeno. Mi vista se vuelve borrosa, los bordes de la pantalla de mi computadora se desdibujan, como si el mundo entero se estuviera alejando de mí.

Mi mano tiembla sobre el teclado. Cada tecla que toco parece emitir un sonido sordo, lejano, mientras el caos se desborda dentro de mí. El cuerpo, ese traidor, ha comenzado a reaccionar como siempre lo hace cuando estoy al borde del colapso. El pulso late en mis sienes como un tambor furioso, y mis manos están frías, mojadas. Mi mente gira a una velocidad frenética, disparando imágenes, palabras, frases sin sentido. Los recuerdos vienen en oleadas: la prisión, la mirada fría de mi padre, el eco de su voz distante y las promesas rotas.

No. No. No puedo hacer esto ahora.

Trato de enfocarme en la pantalla, de forzarme a hacer algo, cualquier cosa que me saque de esta espiral, pero es inútil. No puedo escapar.

Un correo aparece en mi bandeja de entrada, el encabezado se muestra claramente: Actualización sobre el caso de tu padre. Algo se quiebra en mi interior al leerlo. Mi corazón late más rápido, más fuerte, como si estuviera golpeando las paredes de mi pecho, buscando una salida.

No puedo respirar.

Mi cuerpo se tensa, las manos se aferran a la silla en un intento inútil de encontrar estabilidad. La angustia se intensifica. La presión en mi pecho es insoportable, como si estuviera siendo aplastada por algo invisible, algo que no puedo controlar. El aire escasea. De repente, las luces de la oficina parecen volverse más intensas, las paredes se acercan, y mis piernas se sienten débiles, como si fuera a desplomarme en cualquier momento.

Necesito escapar.

Sin pensarlo, sin darme cuenta de lo que estoy haciendo, me levanto con rapidez y, tambaleante, me dirijo a la oficina de Santiago. La puerta está entreabierta, como un refugio, y me doy cuenta de que estoy buscando algo, algo que me calme, algo que me permita seguir respirando. Entro y cierro la puerta con un ruido suave. El sonido es suficiente para hacerme darme cuenta de lo que acabo de hacer.

Pero ya es tarde. Estoy dentro.

Los recuerdos siguen inundándome. Mi cuerpo tiembla, la visión se distorsiona aún más. Y entonces, como si fuera un destello, siento la presencia de él. Santiago.

Sus pasos resuenan detrás de mí, firmes, y luego, su voz, cálida pero firme, irrumpe en mis pensamientos:

—Sofía, ¿qué estás haciendo aquí?

Intento hablar, pero las palabras se atascan en mi garganta. Estoy atrapada en una tormenta interna y las palabras no se atreven a salir. Solo me queda respirar, aunque cada inhalación me quema, cada exhalación me destroza.

Él me observa, y por un momento, el tiempo parece detenerse. Santiago, el hombre distante, frío, siempre en control, está parado frente a mí, con los ojos entrecerrados, pero su expresión es diferente. Su rostro, normalmente impasible, muestra una preocupación genuina, algo que jamás pensé que vería en él.

—¿Sofía? —repite, esta vez más cerca.

El sonido de su voz me hace girar hacia él. Es extraño, su presencia es tranquilizadora, algo que nunca asocié con él. Santiago, el hombre que solo conoce la frialdad, el poder, ahora parece... humano. Como si estuviera viendo algo que no sabía que existía dentro de él.

—No puedo... —mi voz suena rota, temblorosa. Mis ojos se llenan de lágrimas que amenazan con caer. Me odio por sentirme tan vulnerable frente a él, pero no puedo evitarlo. Mi cuerpo se rinde, y mi mente, que ya no puede sostenerse, se desvanece.

Santiago da un paso más hacia mí, sin apartar la mirada. Me toma de los hombros con firmeza, pero no con brusquedad, y me guía lentamente hacia la silla más cercana. Me siento, sin fuerzas, como si no pudiera controlar mis propios movimientos.

—Respira, Sofía. Solo respira.

Su voz es calma, profunda, como un ancla en medio de mi tormenta interna. Me siento mareada, pero su cercanía es extraña, reconfortante. Sus manos, que normalmente me parecen lejanas, ahora están aquí, tan cercanas. Puedo sentir su calor, su pulso, su presencia que llena la habitación con algo inesperado. Y de repente, su tacto se convierte en una calma que no sabía que necesitaba.

Él me mira intensamente, su rostro apenas a unos centímetros del mío, y mi mente gira aún más rápido. Mi corazón late desbocado, pero esta vez, no es solo por el miedo o la ansiedad, sino por la proximidad de él, por esa presencia que nunca imaginé que me afectaría.

—Respira —me ordena otra vez, su mano en mi pecho, un toque inadvertido que me hace estremecer.

¿Y qué significa esto? ¿Por qué me importa lo que él haga? Él nunca mostró este lado de sí mismo antes. La tensión se acumula entre nosotros. Un roce involuntario de su brazo contra el mío, su respiración entrecortada... ¿Es este el mismo Santiago que siempre me desafió, el que me hacía sentir como si no existiera?

No puedo procesarlo, pero me doy cuenta de algo: no puedo volver a ser la misma después de esto.

Cuando finalmente me recompongo, levanto la vista hacia él. Sus ojos no se apartan de los míos, y hay algo extraño en su expresión, algo que me deja sin palabras.

—Recuerda esto, Sofía —dice, su voz baja, como si fuera una advertencia—. No todo es lo que parece.

No entiendo, pero cuando nuestras miradas se encuentran, sé que algo ha cambiado. Y ahora no hay vuelta atrás.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP