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El cursor parpadeaba en la pantalla con un ritmo hipnótico, un recordatorio implacable de que debía seguir trabajando. Sin embargo, mis ojos no podían enfocarse en las líneas de texto que se desdibujaban frente a mí. Mi respiración estaba entrecortada, el aire se volvía denso y pesado en mis pulmones.

El correo seguía abierto en la bandeja de entrada, su encabezado brillando como una advertencia:

"Actualización sobre el caso de tu padre."

Sentí un nudo en el estómago.

No podía abrirlo. No ahora. No aquí.

Cerré los ojos y traté de respirar hondo, pero mi pecho se contrajo como si alguien estuviera apretando una soga invisible alrededor de mis costillas. El zumbido de la oficina seguía a mi alrededor: las teclas resonaban, los teléfonos sonaban, las conversaciones flotaban en el aire como murmullos distantes.

Pero dentro de mí, todo era caos.

El ataque de pánico llegó sin previo aviso, arrastrándome como una ola oscura.

No. No aquí.

Mis manos temblaban al soltar el mouse. No podía permitirme esto. No frente a mis compañeros, no en Ferrer & Asociados, donde la debilidad se percibía como un defecto imperdonable.

Me puse de pie con torpeza, sintiendo que mi visión se nublaba por un momento. Tenía que encontrar un lugar donde pudiera respirar, donde pudiera detener esta espiral de ansiedad antes de que me consumiera por completo.

Y, sin pensarlo dos veces, me dirigí a la única oficina que sabía que estaría vacía en ese momento.

Empujé la puerta sin pensar y la cerré tras de mí con un leve clic. La oficina de Santiago Ferrer estaba impecable como siempre, ordenada hasta la obsesión. La luz tenue que entraba por las persianas creaba sombras alargadas sobre los muebles oscuros.

Apoyé las manos en el borde de su escritorio, intentando encontrar estabilidad.

Respira.

Conté hasta cuatro al inhalar, hasta siete al exhalar, pero el aire no llegaba. Mi mente me traicionaba, arrojándome imágenes fugaces del pasado: mi padre con su uniforme naranja de prisión, sus manos esposadas sobre la mesa de la sala de visitas, su voz firme diciéndome que todo estaría bien cuando ambos sabíamos que no era cierto.

Mi pecho se cerró aún más.

Las piernas me fallaron y me dejé caer en la silla frente al escritorio de Santiago, sintiendo cómo mi cuerpo entero temblaba.

Pero entonces, la puerta se abrió.

Mi piel se erizó al escuchar los pasos firmes.

Santiago.

El aire en la habitación cambió instantáneamente, como si su presencia absorbiera toda la energía. Sentí su mirada fija en mí antes de atreverme a levantar la cabeza.

—Sofía.

Su voz era baja, sin rastro de la severidad habitual.

Lo miré, sin poder ocultar mi vulnerabilidad.

No era así como quería que me viera. No era así como quería que nadie me viera.

Santiago cerró la puerta detrás de él sin decir nada más. Sus ojos oscuros recorrieron la escena, evaluándola con esa precisión calculada que siempre tenía.

—¿Qué sucede? —preguntó, su tono más suave de lo normal.

Negué con la cabeza, intentando recuperar la compostura.

—Nada, yo… Solo necesitaba un momento.

Su ceja se arqueó con escepticismo.

—No pareces alguien que solo “necesita un momento”.

Mis manos se aferraron a la tela de mi falda para contener el temblor. Odiaba que mi cuerpo me delatara así. Odiaba la forma en que mi corazón latía descontrolado, la forma en que el aire se negaba a entrar correctamente en mis pulmones.

Él se acercó con pasos medidos.

—Sofía.

Era la primera vez que decía mi nombre sin formalidades.

—Respira.

Esa simple palabra me ancló un poco a la realidad.

Sentí cómo su presencia se hacía más cercana. No me tocó, pero su proximidad era suficiente para estabilizar algo dentro de mí.

—Inhala conmigo —dijo, su voz más baja, más firme—. Cuatro segundos.

Obedecí sin pensar.

—Ahora exhala. Lento.

El aire salió de mis labios en un susurro tembloroso.

—Otra vez.

Repetimos el proceso un par de veces más hasta que la presión en mi pecho comenzó a aflojar. No del todo, pero lo suficiente para que mi visión se despejara.

Cuando finalmente levanté la cabeza, me encontré con su mirada fija en la mía.

—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó, pero sin dureza.

Tragué saliva.

No quería hablar de ello. No con él.

—Nada importante —mentí.

Santiago ladeó la cabeza, evaluándome como si pudiera ver a través de mi piel, como si supiera que estaba ocultando algo.

—Tienes mala suerte con las mentiras, Del Valle.

Sentí que una risa amarga se asomaba en mi garganta.

—Díselo a mi vida.

La habitación cayó en silencio. Su expresión se endureció un poco, pero no de la forma en la que usualmente lo hacía.

—¿Es sobre tu familia?

Mi estómago se revolvió.

—No quiero hablar de eso.

Él asintió lentamente, pero no presionó.

—Está bien.

Era lo último que esperaba escuchar de él.

Santiago Ferrer no era un hombre paciente, y sin embargo, allí estaba, sentado en el borde de su escritorio, esperándome.

La vergüenza comenzó a golpearme con fuerza.

—No debería estar aquí —murmuré, tratando de ponerme de pie.

Pero él no se movió.

—No tienes que fingir que estás bien cuando no lo estás.

Las palabras eran simples, pero llegaron como un golpe directo al pecho.

Mis ojos se clavaron en los suyos.

—No todo es lo que parece.

Esa fue su única advertencia antes de levantarse y caminar hacia la puerta.

Se detuvo justo antes de salir, girando la cabeza lo suficiente para mirarme una última vez.

—Si vuelves a sentirte así, no te encierres.

Y luego desapareció.

Me quedé en su oficina un minuto más, intentando procesar lo que acababa de suceder.

Santiago Ferrer me había visto en mi peor momento.

Y no me había despreciado por ello.

Por primera vez, la imagen del hombre implacable se tambaleó en mi mente.

Y eso era peligroso.

Demasiado peligroso.

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