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La sangre cubría sus manos.

Se filtraba entre sus dedos, empapando su camisa, tiñéndolo todo de rojo.

Santiago apenas podía respirar.

El peso en su pecho era insoportable, como si un puño de hierro se aferrara a sus pulmones, impidiéndole inhalar.

Pero no se detuvo.

No podía detenerse.

Condujo como un lunático, con el pie aplastando el acelerador, con las sirenas de la policía y las luces de la ciudad parpadeando a su alrededor.

Pero nada importaba.

Solo Sofía.

Solo ella, con la cabeza apoyada en su pecho, su piel pálida, su respiración débil, su vida escapando entre sus manos.

—Aguanta, Sofía —susurró, sin importarle que no pudiera escucharlo.

Que tal vez…

No.

No iba a terminar así.

No ahora.

No cuando al fin la tenía.

Las puertas del h

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