El par de ojos se vieron por algunos segundos hasta calmarse. Albert sabía que debía controlarse o la tomaría ahí y, entonces, la perdería para siempre.
La volvió a besar, tímidamente, sobre los ojos, sobre la boca. Suave, para aliviar su llanto y calmar la tensión en su espalda. Después la levantó. Tenía el cabello frío, con pequeñas gotitas de agua helada escurriendo sobre su cara. Su frágil cuerpo, delgado pero hermoso, temblaba. Tal vez, no solo por el frío de la noche, pero por los delicados dedos de su esposo navegando su cara, su cuello.
Norah no dijo nada, dejó que el hombre la tocara y se la llevara, ya no le importaba a dónde. Incluso si la encerraba en un calabozo le daba igual. Solo esperaría el momento adecuado para escapar y buscar a su madre. Después vería qué hacer.
Cuando Albert abrió la puerta, Marcus seguía afuera, dando vueltas por el pasillo con pasos agitados. Quería saber lo que había ocurrido, el estado del libro o si hab
―Despídelas, a todas ellas, no les entregues ninguna carta de recomendación. Has que todos los demás sepan. Que entiendan las consecuencias de actuar en contra de la casa Bailler y de todos sus integrantes. El mayordomo asintió, un sudor frío corrió por su frente arrugada, ya sabía que había errado, y esperaba una severa reprimenda junto a sus empleados, pero nunca pensó que el castigo fuera tan duro. A aquellas jóvenes doncellas se les cerraría todo tipo de oportunidad; sin carta de recomendación, su futuro sería cortado sin piedad. Ninguna casa respetable les ofrecería trabajo jamás, no habría familia de nobles que les proporcionara una posición sin una carta de recomendación y de referencias. ―Mi lord, esto es… Los ojos de Albert solo enviaron una fría advertencia. No soportaría más desaciertos hacia su esposa. Incluso si el viejo mayordomo era uno de sus más leales sirvientes, no dejaría pasar esos insultos hacia la Duquesa. Horace salió d
―¿Qué haces despierta? Albert tomó la suave barbilla de Norah y la hizo mirarlo a los ojos. Se veía pálida, enferma, con los ojos llorosos. Esa apariencia, tan frágil, como si se fuera a desvanecer al siguiente segundo, era tan encantadora, como si pidiera ser acompañada y adorada. ―Debes descansar más, regresa a la cama. Norah lo ignoró y esperó a que la soltara, cuando abrió la puerta, no tenía idea de que el hombre estaría detrás, y menos aún, con una mujer discutiendo sobre sus planes de venganza hacía ella. Pensó que la habían llevado a otro lado de la mansión, un lugar más encerrado, más custodiado por guardias y caballeros, incluso más alejado de la bella mujer, la famosa amante del Duque. Pensó que ahora sí sería una verdadera prisionera. Que sorpresa que no fuera así. Suspiró y su pecho se elevó varias veces para calmarle el corazón. Tenía enojo y sorpresa en los ojos, pero no estaba de humor para saltar a la pelea. &nbs
El desayuno terminó con Norah negándose a llevar otro pedazo de comida a la boca. No soportaría más alimento, su estómago ya le exigía que se detuviera. Albert solo la miró con burla en la cara, y si no fuera por su educación de doncella, y porque ese hombre era el que la tenía presa, ya le habría lanzado la comida en la cara. Regresó a su habitación, otra vez, en los brazos del Duque, sin permiso de salir, solo de estar frente a los ojos del hombre todo el tiempo. Las puertas de la habitación estaban abiertas para dejar que Albert la mirara desde el otro lado. ―No es necesario esto, milord. ―Norah estaba sentada en la cama hojeando un libro. No podía concentrarse con ese hombre, que parecía ocupado, con cientos de papeles en las manos y miles de reportes de sus caballeros. Si no eran cosas confidenciales, se podían hablar en voz alta, si, por otra parte, necesitaba discreción, se entregaba una carta y se pedía tiempo en otra sala, mientras dos doncellas vigi
―No… no quiero hacerlo. Su delicada voz casi lo detuvo, pero la cara sonrojada de su esposa, aquellas mejillas rosadas y los ojos nublados impidieron que sus manos dejaran de tocar esa suave piel. ―No puedes decirme que no con esa cara, Norah. El pequeño murmullo de queja en la boca de Norah se contuvo con otro beso. Tan apasionado como el anterior, incluso más, dejándola inhabilitada para empujarlo y decirle que no. Sabía que no estaba bien, que no debía seguir, con ese hombre, al que apenas si conocía, pero con el que ya había compartido las experiencias más íntimas de su vida. ―Norah… yo… La miró a los ojos, casi hecha una muñeca de trapo, desfallecida por el beso y sin energía de vuelta a la cama. Tan bonita, tan delicada y dejándolo seguir sin resistirse. Albert la volvió a examinar de arriba abajo, el camisón estaba abierto dejándolo ver la curvatura de su pecho, seduciéndolo y esperando por él. Sin embargo, el mo
Unos minutos después, Norah aún no entendía lo que había pasado, parecía que había sido una ilusión. La cara le ardía, y el corazón le latía como si estuviera a punto de salirse. Seguía tendida en la cama, el calor apenas la dejaba poco a poco. Aun así, no podía dejar de sentir las manos de ese hombre sobre su piel, su pecho rozando el de él, la sensación de sus labios, y el movimiento de su boca. ―¿Qué estoy haciendo? ―se preguntó jadeando mientras se volvía a cubrir con la sábana. Miró hacia la puerta, el hombre la había cerrado después de salir. Cuando regresara, entendía que tal vez, volverían a lo que estaban haciendo. No entendía lo que había pasado con claridad, su cuerpo reaccionaba cuando él la tocaba, y sabía que muy pronto no le impediría continuar hasta el final. No lo dejaría esperar por mucho tiempo. Era imposible esperar, incluso para ella. *** Por otra parte, fuera, en el estudio del segundo piso de la mansión, Adrián caminaba
No lo había sido, no fue un juego, y él lo sabía mejor que nadie. Pero jamás lo admitiría, no podía hacerlo. Entonces la puerta se abrió. Pasos apresurados se escucharon al instante, sin embargo, no eran los del Duque, pero los de una joven mujer de ojos esmeralda. Tenía tristeza en la mirada, lágrimas escurriendo por sus mejillas. ―Adrián. ―Gina se apresuró a lanzarse a los brazos del hombre. Temblaba con tristeza. El vestido azul pastel la hacía ver todavía más delicada, y lamentable. ―Tienes que hacer algo… Albert… Albert… Adrián sabía muy bien la situación de Gina, los tres habían sido amigos de la infancia y se conocían de muchos años. Aunque Adrián era indiferente y poco sociable con las demás mujeres, con Gina siempre había tenido una debilidad de hermano mayor. La acarició del cabello, suave, un poco desarreglado y dejó que salieran todos sus quejidos y reproches. No parecía hacer sentido con sus palabras, pero Adrián sabía muy bien lo que ocu
―Llama a los guardias estacionados alrededor de la Capital, haz que dos grupos entren en secreto. Los demás que vigilen a los alrededores. Habrá más ataques. Albert se levantó, estaba por irse, pero se detuvo. ―Haz que te revisen esas heridas antes de hacer algo, llama a Kaine. Adrián quiso refutar la orden, no tenía intención de quedarse a esperar cuando estaban a punto de ser atacados de nuevo. Sin embargo, el dolor en su pecho y en su brazo volvió como una punzada. Albert envió dos sirvientes a que se lo llevaran a una habitación antes de que se desmayara. ―Albert ―Marcus caminó detrás de Albert con paso apresurado. ―No hay tiempo de continuar con la búsqueda. Por el momento no podemos seguir adelante. Hay demasiados ojos apuntando hacia nosotros. ―Lo sé, ―suspiró Marcus. ―Sin embargo, hay algo que debes saber. Albert se detuvo y giró a ver al hombre de lentes. Marcus señaló un cuarto cerrado para poder conversar, lo siguien
―Déjanos. Nina asintió cuando el Duque abrió la puerta. La llave siempre estaba en manos de uno de los guardias custodiando la entrada, o en manos del Duque personalmente. Ni siquiera ella tenía permiso de pedir por una copia. Cerró la puerta y salió del estudio. Solo a unos pasos de la entrada, esperando como siempre. Tenía miedo de que otra discusión más, dejara a su amada Duquesa frágil y cansada. Dentro de la habitación, sentada en la silla cerca de la ventana, con el libro de notas aún abierto y la pluma entintada, Norah esperaba que Albert empezara a hablar. Aún recordaba lo que habían hecho esa mañana y la cara se le encendía con calor en las mejillas. ―¿A qué viene aquí, milord? ―trató de disimular el nerviosismo en su voz. Aunque evito verlo directamente, no podría soportarlo. ―¿No puedo entrar a la alcoba de mi esposa? Norah quería decir que no, pero era evidente que no podía negarlo. El podía hacer lo que quisiera y ella sol