―Su Excelencia, yo…
―No hay excusa para lo que hiciste, Guillén. ―Albert miró al anciano encerrado en la pequeña y oscura celda. Apenas si tenía solo una silla para recargar su frágil cuerpo. Sin embargo, y aún con la consigna de que había hecho algo imperdonable, no parecía arrepentido, en cambio, la dignidad que se mostraba en sus ojos era más pura que nunca.
―Yo no lo entiendo, milord, usted es un Bailler, el Duque y heredero de todo un legado, ¿por qué dejó que esa mujer...?
―Ella no tiene nada que ver con lo que ocurrió.
―¡Ella es hija de ese hombre!
―Y por esa razón, ha sufrido más que ninguno.&nbs
―Quiero salir al jardín.―En un momento, aún tengo algunos pendientes que terminar.―Puedo ir sola, no es necesa…―Si lo es…Por tres días seguidos, Albert no había permitido a Norah dejar su lado, ni por un solo instante la podía dejar salir de su vista. Desde el atentado a su vida, desde ese pequeño momento en que pensó que la perdería, sabía que se volvería loco de solo recordarlo. Tenía que tenerla a su lado, al menos por un tiempo para aliviar su corazón y su miedo.Albert se levantó de su asiento y caminó hasta ella. Ya había puesto una mesita especial con cientos de libros de la
Norah salió con paso decidido fuera de la habitación, sin embargo, no más de dos pasos fuera, una mujer con aspecto estricto y un hombre viejo con cabello blanco, pero igualmente con mirada severa, detuvieron sus pasos. Hicieron una ligera reverencia a modo de saludo y se voltearon a verla de nuevo.―Milady, ¿ha tenido algún inconveniente con Madame Hill?El hombre fue quien habló primero, él era el mayordomo de la mansión, el Señor Guillén. A diferencia del resto de los empleados, él había sido un noble de una familia muy antigua, sin embargo, la fortuna de su casa se hundió en desastre cuando la enfermedad y la plaga sacudió su territorio. Si no fuera por la pronta ayuda de los médicos enviados por el Duque Bailler, padre de Albert, no hubiera sobrev
«Los dragones son una raza orgullosa, no se acercan ni sienten piedad por los seres inferiores a ellos. Los dejan sufrir los imprevistos del tiempo y los dejan morir por las atrocidades de la naturaleza.» «Miran desde arriba, observan cuidadosamente y se entretienen.» «Nunca pienses en controlar a un dragón, o solo será tu desdicha.» Las palabras del Duque Fernando de Kobach resonaron como un eco en la mente de Norah. Aún lo recordaba, esos finos ojos azules que brillaban como zafiros iguales a los de ella; ese cabello plateado que parecía iluminarse con la luz de la luna. Incluso un año después de haberlo visto por última vez, la voz y la gravedad de sus palabras aún la perseguían en sueños. Desde el día en que su padre las abandonó, a ella y a su madre enferma, todo había cambiado en la mansión de la familia Kobach. Ya no había las mismas caras felices de antes, ni las tiernas risas y pláticas de los empleados. Ya ni siquiera había rastros de los muebles, ni de las alfombras
—Entonces, ¿a qué ha venido, Su Excelencia? El hombre sentado frente a Norah con su taza de té humeante y sus ojos grises puestos sobre ella, la miró sin ningún ápice de ternura ni gentileza. Sin embargo, una llama de resentimiento era fácil de notar dentro de esa fiera mirada, que en otra ocasión sería tan fría e inflexible como un cubo de hielo. Norah ya estaba acostumbrada a semejante trato. Nadie tenía que decirle que ese hombre que hace dos meses había llegado a su destartalada y abandonada mansión y le había propuesto matrimonio, realmente no la quería. Su extraña proposición era más una burla y un golpe a su ya atormentada vida, que una muestra de sinceridad. ―¿No está siendo un tanto descortés, Señorita Kobach? ―la voz del hombre era gruesa, y calmada. Siempre denotando la elegancia de su noble familia. ―Su Excelencia, como verá, no tengo el lujo de ofrecerle ni tiempo, ni cortesías. Es mejor no andar con rodeos. Albert sonrió con una mueca sardónica. ―No pensé que la Se
Norah aún tenía planeado vender la propiedad y marcharse con su madre después de pagar a los cobradores, pero ahora ya no veía ninguna esperanza. Todo se derrumbó en un segundo. —Yo… yo no tenía idea de esta nota. Nos… nos iremos de aquí, no tenemos mucho, así que partiremos hoy mismo―. Sus labios temblaron y sus manos no paraban de estrujar el papel. No quería derramar lágrimas, no frente a ese hombre, pero le era difícil. Por primera vez en su vida, sintió el miedo sacudirle la espina y llenar sus pulmones. —Sigues siendo tan orgullosa, Norah, aun cuando ya no tienes nada… —Albert suspiró y se reclinó en el sofá como el dueño del lugar, por fin regresando a su trono— El terreno está rodeado, si no fuera por mis hombres que lo vigilan y protegen, tú y tu madre ya serían esclavas en algún burdel. Deberías estar agradecida conmigo. Albert la miró de nuevo con una ceja levantada y una mueca de burla. Norah sintió cómo el color se iba de sus mejillas, al igual que toda ilusión y plan p
―Te dejaré despedirte de tu madre, después vendrás conmigo a la mansión. Nos casaremos en una semana. ―Esto es demasiado pronto… yo… yo… ―Los preparativos ya están listos. Desde hace dos meses, Norah. Albert se separó de ella, pero bajó sus labios para besar con gentileza su mano y despedirse. Después abrió la puerta y la cerró al salir sin mirar atrás, dejando a Norah con el corazón palpitando como un tambor de guerra. Fuerte, sin aliento y con ansia y deseo al mismo tiempo. Su mano ardía con el beso dulce y tenue, con la sensación de los labios centelleando en su piel. Sentía las piernas hechas gelatina y se tuvo que sentar de nuevo para tranquilizar su corazón y respirar profundo. No entendía qué la había hecho dejarse llevar por tan extraña sensación. Nunca había sentido algo parecido. Todo el tiempo pensó que con ese hombre siempre era lo mismo. Tan altanero, irritante e indiferente. Parecía despreciar a cualquier ser humano que tuviera frente a él, y mucho más a ella, las mi
Tres días antes de la boda, Norah se acomodó en una pequeña alcoba con vistas a un maravilloso jardín de flores blancas y pequeñas fuentes. La habitación apenas si tenía una cama con dosel de cortinas blancas y transparentes; un ropero con algo de su ropa, que apenas si ocupaba un pedazo del enorme espacio, y una mesita con una silla en un rincón, adornada un pequeño florero y un espejo. Era simple, limpio y tranquilo, un lugar perfecto para descansar y relajarse de la áspera vida que había llevado los últimos meses. Pero, incluso con la calma y paz disfrazada, faltaba la risa de su madre, su cálida voz que la despertaba cada mañana y la hacía sonreír todo el tiempo. No importaba cuán lujosa era su vida ahora, nunca estaría completa sin las personas que amaba. Esa mañana se levantó como siempre, con el sonido de la sirvienta entrando y preparando el agua y sirviendo el desayuno. El vestido que eligió era llano y sencillo, sin ningún adorno en las muñecas o el cabello. Después de
Tres días después… Un vestido largo y blanco con pequeñas gemas cayendo de la suave falda de seda, con arreglos de flores azules y hermosos detalles en el corsé, adornaba la hermosa y esbelta figura de Norah. Sus finos cabellos plateados, tan delicados como porcelana, estaban peinados en un estilo elegante, con una pequeña corona de gemas blancas y azules adornando su cabeza. Un velo transparente y delicado bajaba sobre su espléndida cara, aunque de ninguna manera arruinaba la fascinante imagen de la novia, en cambio, la exaltaba con misterio y expectación. Nadie en el reino podría negar que ella era una mujer que se había ganado con su belleza y elegancia, la adoración de una larga fila de pretendientes. Nadie, sin embargo, había esperado que el Duque Albert Bailler, el eterno enemigo de la familia Kobach, sería el ganador de semejante doncella. Sin embargo, la bella doncella no parecía estar contenta. Ese día Norah sellaría su vida como esposa de un hombre que no la amaba, y por