Tres días después…
Un vestido largo y blanco con pequeñas gemas cayendo de la suave falda de seda, con arreglos de flores azules y hermosos detalles en el corsé, adornaba la hermosa y esbelta figura de Norah.
Sus finos cabellos plateados, tan delicados como porcelana, estaban peinados en un estilo elegante, con una pequeña corona de gemas blancas y azules adornando su cabeza. Un velo transparente y delicado bajaba sobre su espléndida cara, aunque de ninguna manera arruinaba la fascinante imagen de la novia, en cambio, la exaltaba con misterio y expectación.
Nadie en el reino podría negar que ella era una mujer que se había ganado con su belleza y elegancia, la adoración de una larga fila de pretendientes. Nadie, sin embargo, había esperado que el Duque Albert Bailler, el eterno enemigo de la familia Kobach, sería el ganador de semejante doncella.
Sin embargo, la bella doncella no parecía estar contenta.
Ese día Norah sellaría su vida como esposa de un hombre que no la amaba, y por el que ella de ninguna manera sentía ningún afecto. No debía.
—Milady, sígame por favor, la ceremonia está por comenzar—, el amable caballero que la había llevado a la mansión del Duque, serviría como su escolta hasta el altar.
—Gracias, Sir Kaine.
—Se ve hermosa, Milady, —el hombre le extendió el brazo y la ayudó a salir de la habitación.
Su comportamiento era educado y respetuoso. El Duque se había asegurado que se le tratara a Norah con la debida cortesía de una Duquesa. Cualquier impertinencia sería duramente castigada. Nadie se atrevía a mostrarse irrespetuoso o murmurar frente a ella.
Todas las mañanas se le daría la mejor comida, se le preparaba el baño caliente con las mejores esencias, y se le servía con la mayor delicadeza. Sin embargo, no había razón para pensar que se le trataba con sinceridad.
Los sirvientes de esa mansión la odiaban. De eso no había duda. Tantos años viviendo bajo la sombra del rencor entre familias, no se ocultarían ni siquiera por el matrimonio.
Por otra parte, el caballero que ahora la escoltaba, la veía con genuina calidez, pero sin poder disfrazar su lástima.
―Será la más bella novia del reino.
Norah agradeció ese gesto y sonrió, pero no había felicidad en sus ojos.
Nada parecía tener sentido, el desayuno de esa mañana no había tenido sabor, las flores no la alegraban, ni la brisa suprimía su angustia. El bello día que dejaba pasar los rayos de luz a través de los paneles de la iglesia, solo podía describirse como perfecto, pero Norah no lo sentía. No podía verlo, solo había gris en su mirada y cansancio en sus ojos.
La noche anterior pasó como un lento caminar, ella no pudo conciliar el sueño. Sus ojos solo recordaban a su madre. Si pudiera, habría salido huyendo esa misma noche para buscarla, pero sabía que sería imposible. No mientras el Duque la retuviera como un desdichado malandrín con su frágil rehén.
La mañana siguiente sus ojos querían cerrarse, en su cabeza seguían dando vuelta pensamientos de miedo y frustración. La fragilidad de su estado permitió que a las sirvientas les fuera más fácil ayudarla a limpiarse, vestirse y prepararse para la ceremonia. Como un pequeño títere manipulado por finos hilos sostenidos por su amo.
Desde las primeras horas de la mañana, docenas de empleados caminaban por todos lados, se escuchaba el sonido de alboroto en el jardín y en los largos pasillos de la mansión. Por lo menos, la boda sería correspondiente al esplendor de una noble casa como la del Duque de Bailler.
Incluso el vestido y las joyas eran de la más alta calidad y belleza, sin embargo, para una mujer tan hermosa y codiciada como Norah, no era necesario tanta frivolidad, cuando solo su inusual cabello plateado era la envidia de toda joven. No había gema que se le comparara.
Norah caminaba hacia la iglesia con una mirada que no transmitía sentimiento de alegría. Solo esperaba el momento en que sería aprisionada en esa mansión de oro con tan solo una palabra.
Tenía miedo, pero ya no estaba en sus manos controlar su destino, por lo menos no en ese momento. No, en ese instante se convertiría en la esposa del Duque Albert Bailler.
Sir Kaine la guio hasta la capilla donde los invitados, el padre de la iglesia y el novio la estaban esperando. Los adornos eran espléndidos, rosas blancas parecían crecer de las paredes del templo y seducir con su encantador aroma a cualquiera que respirara su frágil perfume.
Los murmullos de la gente ya llegaban a sus oídos, y solo cuando las puertas se abrieron, el silencio se hizo eco y todos voltearon a verla. ¿Quién perdería la oportunidad de observar a semejante belleza, aunque sea solo un instante?
—¿Es ella?
—Sí, ¿Cómo hizo para ser la Duquesa?
—Con esa cara, no era de esperar que cualquier hombre caiga rendido a ella.
—Qué descaro. Seguramente sedujo al Duque para pagar su deuda.
El cuchicheo de las mujeres la acompañó a través del pasillo, a veces se escuchaban las voces llenas de admiración, pero la codicia, la envidia y los celos acallaron cada clamor.
A Norah no le importaba, podían decir lo que quisieran, pero a ella, que ya lo había perdido todo, unos pocos comentarios no le harían daño a su corazón.
En cambio, cada paso a través de esa alfombra que cubría el inmenso pasillo era un pedazo de entierro, un poco de tierra rodeando su alma y cuerpo. Y el hombre responsable estaba parado al final del pasillo mirándola con sus ojos grises y peligrosos.
No había duda de que era apuesto, y si fuera en otra ocasión, ella sentiría dicha entregándose a ese hombre. Alto, con su cabello azabache, bien peinado hacia atrás, con pómulos fuertes y labios finos. Sin embargo, lo que más resaltaba era su fiera y fría mirada, con esos ojos grises que atrapaban con solo un vistazo.
Usando su traje de caballero con las medallas colgando de su saco, que, a pesar de todo, no podía ocultar su musculatura y gallardía; se veía cómo un príncipe encantador que rescataría sin dudar a su damisela, pero no lo era. Para Norah, él solo era el carcelero de su vida, y el máximo cobrador de la deuda.
Cuando llegó al altar, lo siguiente fue mecánico, ni siquiera sabía en qué momento había pronunciado el sí; o el instante en que el hombre le había deslizado el anillo, y ella le había regresado el gesto. Después, como sello del acuerdo, las manos de él levantaron el velo, dejando que una oleada de suspiros la despertará por un segundo; pero no, al final no fue suficiente, sus ojos seguían vacíos.
De repente, sin aviso, ni señal, los suaves labios del hombre se posaron en sus labios llenando el vacío con sorpresa.
—Mm… Espera— Norah sintió la mirada del hombre y la pequeña sonrisa salir de su boca, ella quería protestar y alejarlo, pero Albert aprovechó ese momento y hundió su lengua en su boca.
Ahora más suspiros y vítores llenaron el lugar, el aplauso se volvió inmenso, pero Norah, a la que habían capturado con solo un beso, solo pudo dejarse llevar. Lo rodeo con sus brazos cuando él parecía navegar más su boca. Solo después de unos segundos más la dejó.
Su primer beso resultó ser con su peor enemigo.
―Ahora eres mía, Norah.
―Mmm… espera… ―No… eres mía… solo mía... La boca de Norah se abrió más y Albert procedió con un beso más profundo, más íntimo. Las manos de Norah sujetaban los fuertes brazos que la tenían contra él, no dejando que se moviera ni un solo centímetro. Fuerte, hacia su pecho, Norah sintió el palpitar de su corazón retumbar como un tambor de guerra, pero no podía separarse. Él la seguía guiando, seduciendo a plena vista de los asistentes y de los dioses que habían presenciado su unión. La mano que rodeaba su cintura y la apretaba hacia él, transmitía más que calor y deseo. No era el pulcro beso de una ceremonia de bodas, ni siquiera tierno o gentil, pero lleno de pasión y sentimiento, como si quisiera transmitirle un secreto, pero a la vez, esperaba a que ella se diera cuenta por si sola. —No… espera...— Norah trató de apartarlo, pero Albert seguía conquistando sus labios. Poco a poco, explorando cada orilla de su boca, con su lengua y su aliento. Norah nunca pensó que ese hombre frí
—¿Qué… qué hace aquí? Norah despertó después de unas horas de preciado descanso. Luego de la fiesta y la cena, se había despedido temprano para descansar y dormir. A los invitados no parecían importarles su ausencia. El vino y la charla eran ahora la mayor distracción, que la calma y la belleza de la nueva Duquesa. Cuando llegó a la habitación donde viviría por el resto de sus días, no hizo gesto de llamar a las sirvientas para ayudarla a quitarse el vestido, las dejó irse y se tendió en la cama. Durmió. El cielo ya había oscurecido y solo la luz de las velas alumbraba la lujosa habitación. Sin embargo, ella no estaba sola, al menos por esa noche tendría que dormir acompañada por su nuevo esposo. —Es nuestra primera noche juntos, esposa―, Albert la miró desde el otro extremo de la cama— No creerás que haré que corran rumores por ahí de que nuestra unión no es más que una simple transacción. ¿O sí? —Yo… Albert la veía con una ceja alzada, ya no tenía puesta la chaqueta llena de e
Norah lo empujó cuando los dedos de Albert ya se movían dentro de ella, preparándola para él. ―¡Detente… ah! La hacía gemir, pero el pequeño fuego de llamas azules en su mano no se agotaba; se volvía más grande, más fuerte con cada grito. —¡No!— gritó cuando sintió el fuego expandirse a su brazo. No quería lastimar a nadie. Entonces lo empujó con el pie. Albert la miró sorprendido. Ella estaba desnuda y asustada, con sudor en su frente y marcas en su cuerpo, sobre sus pechos y cuello. —Yo… yo no… —Norah no lo entendía, la llama se extinguió de repente. Había sentido algo dentro de ella, como si quisiera salir de ella, y explotar. No era solo el éxtasis que ese hombre le había provocado, había algo más. —¿Te arrepientes ahora? Ella lo miró con miedo, después a su mano. Parecía que lo había imaginado, la almohada no tenía marcas, pero ella estaba segura de lo que había visto. —Yo… no… —No sabía cómo explicarlo, cualquier razón ahora serviría como excusa para rechazar compartir
«Creo que los rumores no son verdad después de todo.» La noche anterior, una sirvienta había visto al Duque salir con expresión de enojo de la habitación. Nadie quería especular de más, pero la situación no parecía la mejor para los recién casados. Salir de esa manera, solo indicaba que el Duque no estaba satisfecho con su esposa, y que el título de Duquesa solo sería en nombre y para cubrir las apariencias. ―¿Nina? ―Sí, milady. Nina se apresuró a servir la taza de té. A decir verdad, ella también pensaba que la nueva Duquesa tendría una actitud horrible. Los nobles que visitaban la casa del Duque murmuraban terribles cosas acerca de ella, incluso los caballeros de la guardia y otras sirvientas de casas ajenas lo decían. Todos comentaban que su aspecto era tan hermoso como un hada, de cabellos largos y plateados y ojos azules como zafiros, pero tenía la peor actitud. Decían que era orgullosa y trataba mal a los empleados. Solo podían esperar gritos y berrinches de ella. Las m
—Déjenos solos. La voz de Albert resonó en el comedor. La enorme mesa de madera fina estaba preparada con una fina vajilla de plata. El desayuno ya estaba servido. El olor parecía convertirse en la sensibilidad de la boca, cada platillo era exquisito. Norah fue bienvenida con esa visión y sintió como si el hambre ahora la llamaba como una alarma de emergencia. Sin embargo, sus ojos nerviosos pronto se fijaron en el hombre. ―Buenos días, Su Excelencia―, Norah se inclinó y saludo. Después se quedó quieta, callada, esperando que él fuera el primero en hablar. Albert estaba nervioso también, no entendía la razón por completo, pero sabía que la noche anterior no había sido su mejor actuación. Por el resto de la noche y esa mañana sintió remordimiento, caminó por la habitación en frustración varias veces y pensó en regresar con ella y hacerla suya por la fuerza, pero se contuvo. Aún podía ver los ojos llorosos de su esposa en la cama. Lo hacían enojar, enfurecer, pero no podía hacer na
La voz del mayordomo Horace los despojó del momento de pasión y deseo. Norah bajó su cara y miró hacia otro lado, su ceño fruncido y su cara furiosa. ―Suélteme ―le dijo y trató de moverlo, pero el hombre, con su porte de guerrero, fuerte y alto, no cedió ante la fragilidad de su mujer. En cambio, la levantó de la silla con un solo brazo, rodeándole la cintura. Hace un momento se había dejado controlar de nuevo por esa mujer, por su deseo. Si eso seguía, entonces, él sería el prisionero, sería controlado por los humores de su nueva esposa. No podía permitirlo. Fue él quien la había comprado, fue él quien la había adquirido por un pedazo de tierra y por un secreto. Aún podía recordar la desvergüenza de ese hombre, aquel que ostentaba el título de Duque de Kobach, cuando le ofreció en bandeja de plata a su hija. ―¿La quieres, no es así? ―le había dicho ese hombre de cabello plateado. Sus ojos rojos por la noche de borrachera que seguramente había disfrutado en el bar o el casino no o
Pocos minutos después, Nina abrió la puerta con una charola de comida en la mano. Norah la miró, pero no dijo nada, aún seguía en la cama con las rodillas dobladas y los brazos alrededor. ―Mi… milady, le he traído el desayuno. Nina había escuchado el escándalo en el pasillo, también lo había visto, a la Duquesa siendo cargada como saco de papas tan insolentemente. Sin embargo, y como las otras sirvientas, también habían visto la extraña mueca de triunfo en la expresión del Duque, algo tan extraño en tan inexpresiva cara. ―Déjalo en la mesita, Nina, ahora no tengo hambre. ―Pero milady, no ha probado bocado desde ayer, debe tener algo en el estómago. Norah suspiró, Nina le recordaba a su madre, siempre preocupándose por ella, siempre queriendo que coma más. ―No te preocupes, Nina, ya verás que más tarde me devoro todo lo que me pongas en frente, solo ahora no tengo apetito. Nina asintió y volvió a suspirar. Parecía que el Duque era el único satisfecho con la boda. Aunque era de
Unas horas antes… La tarde ya había dado paso a la tierna brisa de la noche, las ventanas y la puerta del balcón seguían cerradas, pero el frío del exterior aún se escurría y combinaba con la temperatura de la habitación. A Norah no le importaba que la chimenea estuviera apagada y que no hubiera suficientes calentadores. Desde niña tenía una extraña afinidad con el frío, sentía relajación con la temperatura fresca que la hacía calmar y pensar con claridad. Sin embargo, ella sabía que el calor y el fuego le provocaban un singular anhelo que no podía controlar, un instinto bestial. Si alguien le preguntaba cuál era su predilección, no sabía qué responder. Tal vez, en esos momentos, cuando estaba sola, el frío era el único que podía calmar su ansiedad, su temor, sus instintos y coraje, pero también sedaba el deseo y la necesidad de volver a probar los labios de ese hombre. Suaves, tiernos, pero a la vez, llenos de pasión. Norah volvió a recordar aquella noche que pasaron juntos, los