Tres días antes de la boda, Norah se acomodó en una pequeña alcoba con vistas a un maravilloso jardín de flores blancas y pequeñas fuentes.
La habitación apenas si tenía una cama con dosel de cortinas blancas y transparentes; un ropero con algo de su ropa, que apenas si ocupaba un pedazo del enorme espacio, y una mesita con una silla en un rincón, adornada un pequeño florero y un espejo.
Era simple, limpio y tranquilo, un lugar perfecto para descansar y relajarse de la áspera vida que había llevado los últimos meses.
Pero, incluso con la calma y paz disfrazada, faltaba la risa de su madre, su cálida voz que la despertaba cada mañana y la hacía sonreír todo el tiempo. No importaba cuán lujosa era su vida ahora, nunca estaría completa sin las personas que amaba.
Esa mañana se levantó como siempre, con el sonido de la sirvienta entrando y preparando el agua y sirviendo el desayuno. El vestido que eligió era llano y sencillo, sin ningún adorno en las muñecas o el cabello.
Después de comer y leer algunas páginas de una vieja novela, se levantó hacia la ventana. Quería sentir la frescura de las flores en su piel y la brisa en sus pulmones.
―Iré a dar un paseo, ―aclaró Norah sin mucho entusiasmo.
―Sí, señorita.
No tenía permitido salir más allá de los límites del jardín de flores blancas, y debía ser acompañada en todo momento por dos empleadas.
Ellas eran las vigías que la monitoreaban a cada segundo. Le decían qué hacer, a dónde ir, y qué tenía permitido o no a hacer.
El primer día que entró a esa mansión, el ama de llaves le había dado las instrucciones como si fuera una invitada no deseada y no la futura Duquesa. Su voz estricta, fría y sin muestras de cordialidad le hacían saber que los días siguientes serían difíciles en esa casa.
―La comida está servida, Señorita Kobach.
Norah asintió y dio la vuelta sin haber dado más que algunos pasos fuera de la terraza. No tenía otra opción más que seguir las instrucciones, casi autoritarias, de las empleadas. Nunca preguntaban si quería cenar o no, si era de su agrado la comida o no. Si ella se rehusaba a comer, ya no podría comer ese día.
La guiaron hacia un amplio salón con una mesa larga de madera fina. Los cubiertos de plata y los platillos elegantes y aromáticos ya estaban preparados para ella, solo ella. Desde ese día, en la mansión Kobach, no había vuelto a ver a ese hombre de ojos grises ni una vez.
Parecía que se había olvidado de su nueva prometida en un solo día. No importaba, Norah no deseaba verlo, no quería volver a sentirse tan vulnerable como aquella vez. Aunque un extraño deseo se colaba de vez en cuando en sus pensamientos.
Norah comió despacio, y después de dar algunos bocados más, esperó a que recogieran los cubiertos y platos para ser escoltada de regreso a su alcoba. Entonces le prepararían el baño y un poco de té con algunos panecillos para la cena. La dejarían sola otra vez, no sin antes cerrar puertas y ventanas con llave.
«Soy una prisionera.»
Todos los días era igual, no había nadie que le dirigiera la palabra, ni había más que su misma rutina diaria.
Entonces, durmió, lo único que podía hacer mientras esperaba a su boda, era dormir, soñar y ser libre en su mente. Pero eso incluso fue imposible cuando lo único que veía al cerrar los ojos eran las memorias de aquellos días felices de antaño. La mansión de color azul y bellos jardines de flores de distintos colores, los sirvientes moviéndose de un lado al otro saludándola con risas y dicha.
Después las memorias regresaban a su madre, que aún joven y bella, la miraba y la llamaba con cariño. Su padre, con el mismo cabello que ella, plateado y brillante, la tomaba en sus brazos y la hacía reír mientras la giraba en círculos.
Una lágrima se escurrió por la mejilla de Norah, pero esta vez, su mano no fue quien quito la gota de su bello rostro, sino la calidez de los dedos de un hombre.
Se reclinó en la palma de esa mano y se sintió segura, hasta que se dio cuenta de que no era una fantasía.
―¡¿Quién?!
Se dio la vuelta con brusquedad hasta que el hombre la contuvo de alejarse y caerse de la cama.
―Tranquila―, la voz era del hombre que sería su esposo― soy yo, Norah.
―Duque… usted…
―Albert… llámame, Albert. Pronto serás mi esposa, no deberías hablarme tan formal.
―No… no es correcto.
Norah trató de moverse lejos de la calidez que sentía a su lado. Sabía que el hombre la tenía abrazada a su pecho. El cuerpo ardiente que sentía frente a ella la hacía sentirse sin aire, con el corazón moviéndose cada vez más rápido.
―¿Por qué no es correcto? ―preguntó Albert observándola con interés. Hace tiempo que no la veía y ahora se veía mucho mejor que la última vez. Menos pálida, más tranquila.
―Porque… yo…
―Tú…
―Porque soy su prisionera, milord. ―Norah lo trató de empujar sin éxito― Aunque pronto me convierta en su esposa, no oculta la verdadera razón del matrimonio, yo no lo amo.
El silencio se hizo abrumador cuando el hombre no contestó. Norah sentía la mirada de esos ojos grises clavarse en ella con un peligroso resentimiento. No entendía la razón.
―No importa si no me amas, ¿no lo entiendes? ―su voz sombría y fría le heló la sangre― Eres mía, y te comportarás como yo diga.
Norah abrió los ojos con furia, pero la resignación pronto la abatió. Sabía que no tenía forma de pelear. Ella no podía hacer nada.
―Ya he dicho―, Albert se dio la vuelta para quedar encima de ella, sintiendo la suavidad de la tela del camisón que apenas cubría ese fascinante cuerpo―. No importa si no me amas, Norah. Serás mi esposa. Y aun si no lo quieres, tu apellido dejará de ser Kobach. Serás una Bailler hasta que yo lo diga.
La voz era grave, y con cada palabra la llenaba de ansiedad. Estaba muy cerca de ella, tomando su calor con su mano.
Sentía su boca, navegar su piel y llegar a su cuello, sus manos le abrían el camisón poco a poco, pero solo lo suficiente para dejar ver su hermoso y largo cuello blanco.
―No lo haga...
Albert movió sus manos dentro de su vestido y lo levantó para liberar sus piernas. Era hermosa, y la deseaba con avidez y manía. Pronto avanzó con su boca a uno de sus pechos por encima del camisón, lo succionaba y acariciaba, sus manos aún seguían en sus piernas, abriéndolas para dejarle acceso y hacerla sentir la inmensa pasión que él sentía por ella. La rozaba y la hacía sentir el bulto de su pantalón hasta hacerla temblar.
La respiración se le aceleraba, tenía miedo, pero a la vez, ese extraño sentimiento que no sabía de dónde venía, la hacía querer sentirlo más. Entregarse sin pensar.
―No llegaré más lejos esta vez, ―dijo el Duque tratando de contener su pasión― pero cuando me digas que sí en el altar, esa noche no podrás negarte. Norah…
Norah dejó salir una pequeña lágrima. Tenía miedo, de ese hombre, de ese encierro. Pero… no podía evitar que sentía algo extraño por él. Algo prohibido.
―No llores, mi amor, ―Albert bebió su lágrima y le besó los ojos.
Las palabras parecieron abrir la llave de un río, Norah dejó salir todos los pesares que tenía capturados y no había podido dejar ir. Se sentía humillada, atrapada, avergonzada, cuando lo sintió palpar su piel, no pudo evitar sentir excitación.
Albert la tomó en sus brazos y con un cálido abrazo, acarició su espalda, ella lo abrazó también hasta que pudo dormir después de dejar salir todo el torrente de lágrimas.
Quedó amarrada a su pecho y la lentitud de sus respiros le indicó a Albert que por fin había entrado en un profundo sueño. Tal vez uno que hace tiempo no tenía.
Albert la miró, con la ayuda de la luz de luna, observó su piel blanca y pálida, los círculos oscuros debajo de sus ojos. Si hubiera sabido que la encontraría en ese estado, la hubiera llevado con él a la Capital para terminar los preparativos para la ceremonia.
La consolaría y no la dejaría pensar en el pesar del pasado. La haría sentir el deseo carnal que debían sentir los enamorados, la dejaría exhausta hasta que cayera dormida profundamente sin pensar en nadie más que en él.
Para cuando despertara, ella luciría mucho mejor que nunca.
―Duerme, Norah, ―Albert le besó la frente y suspiró. Solo esperaba que pasaran los días más rápido.
Tres días después… Un vestido largo y blanco con pequeñas gemas cayendo de la suave falda de seda, con arreglos de flores azules y hermosos detalles en el corsé, adornaba la hermosa y esbelta figura de Norah. Sus finos cabellos plateados, tan delicados como porcelana, estaban peinados en un estilo elegante, con una pequeña corona de gemas blancas y azules adornando su cabeza. Un velo transparente y delicado bajaba sobre su espléndida cara, aunque de ninguna manera arruinaba la fascinante imagen de la novia, en cambio, la exaltaba con misterio y expectación. Nadie en el reino podría negar que ella era una mujer que se había ganado con su belleza y elegancia, la adoración de una larga fila de pretendientes. Nadie, sin embargo, había esperado que el Duque Albert Bailler, el eterno enemigo de la familia Kobach, sería el ganador de semejante doncella. Sin embargo, la bella doncella no parecía estar contenta. Ese día Norah sellaría su vida como esposa de un hombre que no la amaba, y por
―Mmm… espera… ―No… eres mía… solo mía... La boca de Norah se abrió más y Albert procedió con un beso más profundo, más íntimo. Las manos de Norah sujetaban los fuertes brazos que la tenían contra él, no dejando que se moviera ni un solo centímetro. Fuerte, hacia su pecho, Norah sintió el palpitar de su corazón retumbar como un tambor de guerra, pero no podía separarse. Él la seguía guiando, seduciendo a plena vista de los asistentes y de los dioses que habían presenciado su unión. La mano que rodeaba su cintura y la apretaba hacia él, transmitía más que calor y deseo. No era el pulcro beso de una ceremonia de bodas, ni siquiera tierno o gentil, pero lleno de pasión y sentimiento, como si quisiera transmitirle un secreto, pero a la vez, esperaba a que ella se diera cuenta por si sola. —No… espera...— Norah trató de apartarlo, pero Albert seguía conquistando sus labios. Poco a poco, explorando cada orilla de su boca, con su lengua y su aliento. Norah nunca pensó que ese hombre frí
—¿Qué… qué hace aquí? Norah despertó después de unas horas de preciado descanso. Luego de la fiesta y la cena, se había despedido temprano para descansar y dormir. A los invitados no parecían importarles su ausencia. El vino y la charla eran ahora la mayor distracción, que la calma y la belleza de la nueva Duquesa. Cuando llegó a la habitación donde viviría por el resto de sus días, no hizo gesto de llamar a las sirvientas para ayudarla a quitarse el vestido, las dejó irse y se tendió en la cama. Durmió. El cielo ya había oscurecido y solo la luz de las velas alumbraba la lujosa habitación. Sin embargo, ella no estaba sola, al menos por esa noche tendría que dormir acompañada por su nuevo esposo. —Es nuestra primera noche juntos, esposa―, Albert la miró desde el otro extremo de la cama— No creerás que haré que corran rumores por ahí de que nuestra unión no es más que una simple transacción. ¿O sí? —Yo… Albert la veía con una ceja alzada, ya no tenía puesta la chaqueta llena de e
Norah lo empujó cuando los dedos de Albert ya se movían dentro de ella, preparándola para él. ―¡Detente… ah! La hacía gemir, pero el pequeño fuego de llamas azules en su mano no se agotaba; se volvía más grande, más fuerte con cada grito. —¡No!— gritó cuando sintió el fuego expandirse a su brazo. No quería lastimar a nadie. Entonces lo empujó con el pie. Albert la miró sorprendido. Ella estaba desnuda y asustada, con sudor en su frente y marcas en su cuerpo, sobre sus pechos y cuello. —Yo… yo no… —Norah no lo entendía, la llama se extinguió de repente. Había sentido algo dentro de ella, como si quisiera salir de ella, y explotar. No era solo el éxtasis que ese hombre le había provocado, había algo más. —¿Te arrepientes ahora? Ella lo miró con miedo, después a su mano. Parecía que lo había imaginado, la almohada no tenía marcas, pero ella estaba segura de lo que había visto. —Yo… no… —No sabía cómo explicarlo, cualquier razón ahora serviría como excusa para rechazar compartir
«Creo que los rumores no son verdad después de todo.» La noche anterior, una sirvienta había visto al Duque salir con expresión de enojo de la habitación. Nadie quería especular de más, pero la situación no parecía la mejor para los recién casados. Salir de esa manera, solo indicaba que el Duque no estaba satisfecho con su esposa, y que el título de Duquesa solo sería en nombre y para cubrir las apariencias. ―¿Nina? ―Sí, milady. Nina se apresuró a servir la taza de té. A decir verdad, ella también pensaba que la nueva Duquesa tendría una actitud horrible. Los nobles que visitaban la casa del Duque murmuraban terribles cosas acerca de ella, incluso los caballeros de la guardia y otras sirvientas de casas ajenas lo decían. Todos comentaban que su aspecto era tan hermoso como un hada, de cabellos largos y plateados y ojos azules como zafiros, pero tenía la peor actitud. Decían que era orgullosa y trataba mal a los empleados. Solo podían esperar gritos y berrinches de ella. Las m
—Déjenos solos. La voz de Albert resonó en el comedor. La enorme mesa de madera fina estaba preparada con una fina vajilla de plata. El desayuno ya estaba servido. El olor parecía convertirse en la sensibilidad de la boca, cada platillo era exquisito. Norah fue bienvenida con esa visión y sintió como si el hambre ahora la llamaba como una alarma de emergencia. Sin embargo, sus ojos nerviosos pronto se fijaron en el hombre. ―Buenos días, Su Excelencia―, Norah se inclinó y saludo. Después se quedó quieta, callada, esperando que él fuera el primero en hablar. Albert estaba nervioso también, no entendía la razón por completo, pero sabía que la noche anterior no había sido su mejor actuación. Por el resto de la noche y esa mañana sintió remordimiento, caminó por la habitación en frustración varias veces y pensó en regresar con ella y hacerla suya por la fuerza, pero se contuvo. Aún podía ver los ojos llorosos de su esposa en la cama. Lo hacían enojar, enfurecer, pero no podía hacer na
La voz del mayordomo Horace los despojó del momento de pasión y deseo. Norah bajó su cara y miró hacia otro lado, su ceño fruncido y su cara furiosa. ―Suélteme ―le dijo y trató de moverlo, pero el hombre, con su porte de guerrero, fuerte y alto, no cedió ante la fragilidad de su mujer. En cambio, la levantó de la silla con un solo brazo, rodeándole la cintura. Hace un momento se había dejado controlar de nuevo por esa mujer, por su deseo. Si eso seguía, entonces, él sería el prisionero, sería controlado por los humores de su nueva esposa. No podía permitirlo. Fue él quien la había comprado, fue él quien la había adquirido por un pedazo de tierra y por un secreto. Aún podía recordar la desvergüenza de ese hombre, aquel que ostentaba el título de Duque de Kobach, cuando le ofreció en bandeja de plata a su hija. ―¿La quieres, no es así? ―le había dicho ese hombre de cabello plateado. Sus ojos rojos por la noche de borrachera que seguramente había disfrutado en el bar o el casino no o
Pocos minutos después, Nina abrió la puerta con una charola de comida en la mano. Norah la miró, pero no dijo nada, aún seguía en la cama con las rodillas dobladas y los brazos alrededor. ―Mi… milady, le he traído el desayuno. Nina había escuchado el escándalo en el pasillo, también lo había visto, a la Duquesa siendo cargada como saco de papas tan insolentemente. Sin embargo, y como las otras sirvientas, también habían visto la extraña mueca de triunfo en la expresión del Duque, algo tan extraño en tan inexpresiva cara. ―Déjalo en la mesita, Nina, ahora no tengo hambre. ―Pero milady, no ha probado bocado desde ayer, debe tener algo en el estómago. Norah suspiró, Nina le recordaba a su madre, siempre preocupándose por ella, siempre queriendo que coma más. ―No te preocupes, Nina, ya verás que más tarde me devoro todo lo que me pongas en frente, solo ahora no tengo apetito. Nina asintió y volvió a suspirar. Parecía que el Duque era el único satisfecho con la boda. Aunque era de