La voz del mayordomo Horace los despojó del momento de pasión y deseo. Norah bajó su cara y miró hacia otro lado, su ceño fruncido y su cara furiosa. ―Suélteme ―le dijo y trató de moverlo, pero el hombre, con su porte de guerrero, fuerte y alto, no cedió ante la fragilidad de su mujer. En cambio, la levantó de la silla con un solo brazo, rodeándole la cintura. Hace un momento se había dejado controlar de nuevo por esa mujer, por su deseo. Si eso seguía, entonces, él sería el prisionero, sería controlado por los humores de su nueva esposa. No podía permitirlo. Fue él quien la había comprado, fue él quien la había adquirido por un pedazo de tierra y por un secreto. Aún podía recordar la desvergüenza de ese hombre, aquel que ostentaba el título de Duque de Kobach, cuando le ofreció en bandeja de plata a su hija. ―¿La quieres, no es así? ―le había dicho ese hombre de cabello plateado. Sus ojos rojos por la noche de borrachera que seguramente había disfrutado en el bar o el casino no o
Pocos minutos después, Nina abrió la puerta con una charola de comida en la mano. Norah la miró, pero no dijo nada, aún seguía en la cama con las rodillas dobladas y los brazos alrededor. ―Mi… milady, le he traído el desayuno. Nina había escuchado el escándalo en el pasillo, también lo había visto, a la Duquesa siendo cargada como saco de papas tan insolentemente. Sin embargo, y como las otras sirvientas, también habían visto la extraña mueca de triunfo en la expresión del Duque, algo tan extraño en tan inexpresiva cara. ―Déjalo en la mesita, Nina, ahora no tengo hambre. ―Pero milady, no ha probado bocado desde ayer, debe tener algo en el estómago. Norah suspiró, Nina le recordaba a su madre, siempre preocupándose por ella, siempre queriendo que coma más. ―No te preocupes, Nina, ya verás que más tarde me devoro todo lo que me pongas en frente, solo ahora no tengo apetito. Nina asintió y volvió a suspirar. Parecía que el Duque era el único satisfecho con la boda. Aunque era de
Unas horas antes… La tarde ya había dado paso a la tierna brisa de la noche, las ventanas y la puerta del balcón seguían cerradas, pero el frío del exterior aún se escurría y combinaba con la temperatura de la habitación. A Norah no le importaba que la chimenea estuviera apagada y que no hubiera suficientes calentadores. Desde niña tenía una extraña afinidad con el frío, sentía relajación con la temperatura fresca que la hacía calmar y pensar con claridad. Sin embargo, ella sabía que el calor y el fuego le provocaban un singular anhelo que no podía controlar, un instinto bestial. Si alguien le preguntaba cuál era su predilección, no sabía qué responder. Tal vez, en esos momentos, cuando estaba sola, el frío era el único que podía calmar su ansiedad, su temor, sus instintos y coraje, pero también sedaba el deseo y la necesidad de volver a probar los labios de ese hombre. Suaves, tiernos, pero a la vez, llenos de pasión. Norah volvió a recordar aquella noche que pasaron juntos, los
Su pierna derecha dolía, también parecía que se había doblado el tobillo y sentía punzantes golpes en el brazo derecho y la espalda baja. Se le había ido la respiración por un segundo al caer por el golpe y le dolían las costillas, pero había apretado los labios fuertemente para no dejar salir ningún sonido, lo que pensó ser otro error más. Al menos hubiera alertado a alguien para ayudarla. Norah no pudo más que quedarse quieta por el dolor, en ese estado no podría caminar ni seguir a una estela de fuego que parecía más una alucinación o un fantasma que algo real. —Por fin me volví loca. —se dijo así misma, conteniendo las ganas de llorar por el dolor, pero no se movió de su posición. Ahora lo único que le quedaba era esperar a que Nina volviera pronto con ayuda. Le causaba angustia y vergüenza no saber cómo explicar la situación. No podía andar ahí diciendo que pensó ver una llama de azul danzante que salía de su mano y que la llamaba a seguirla, tampoco podía decir que había una
La niebla desapareció como de golpe, como si un gran agujero la succionara hacia otro mundo. La figura se desvaneció en una fina nube de polvo y viento, incluso el ruido se había ido, dando paso a la tranquilidad de la luna y la visión de las estrellas en el cielo nocturno. Tampoco había rastro de la tierna llama azul, ni rastro de luz, ni de la magia. Norah no podía ver nada y a la vez, podía sentir un efímero poder surgir dentro de ella, la navegaba en cada vena, en cada hueso lo sentía. La gruesa voz de esa legendaria criatura, que apenas se había escuchado como un susurro en sus oídos, le había transmitido algo. No sabía qué, pero parecía que también había tomado algo de ella, tal vez un pedazo de su mente, un espacio en su memoria. ―¡Norah! Otra vez el clamor venía de lejos, no tanto, acercándose, pero Norah seguía con los ojos puestos sobre el muro. No podía creer lo que había visto, no podía creer lo que había pasado. Niebla densa como la espuma, una llama azul brotando de
Adrián abrió la puerta sin tocar antes, detrás de él y custodiando la entrada dos soldados hicieron un saludo al Duque antes de cerrar la puerta y hacer guardia. Se había quedado a investigar el muro con varios hombres de su escolta, temía que los cómplices de esa mujer se escaparan, así que dejó que algunos de los guardias revisaran los alrededores. Sin embargo, no hubo respuesta inmediata, era como si la mujer hubiera aparecido ahí, de repente, por arte de magia. Cuando terminó de interrogar a los vigías en turno esa noche, supo no habían visto pasar a nadie esa noche, y alguien con una apariencia tan impresionante como Norah, no era fácil de ignorar. De acuerdo a los reportes de Nina, había cerrado la puerta de la habitación con llave hace dos horas, y no había forma de que esa mujer delicada abriera la puerta a la fuerza. ¿Cómo era posible que recorriera a pie desde la mansión hasta el muro? Aun para el más rápido de los caballeros, no era tarea sencilla. ―Debió tener a alguien
Por dos días, Norah permaneció callada y dormida, su tierna respiración era lo único que su boca susurraba. Albert no dejó su lado, aun cuando tenía visitas urgentes por asuntos de la mansión o de la capital, no se movió de su lado. La veía todo el tiempo, esperando que en algún momento abriera los ojos. Marcus, por otra parte, seguía con su inspección del libro y del muro, él sabía lo que había visto, al igual que Albert. Un destello azul había iluminado el cielo, tal vez creyó escuchar una explosión, pero estaba seguro de que por algún momento pensó en un rugido, potente. Un bramido feroz de una criatura más allá de la imaginación. ―Tiene que haber algo… Se detuvo exactamente donde habían encontrado a la duquesa, estaba sentada a unos metros del muro, mirando hacia arriba, hacia las nubes. Parecía confundida, perdida en la distracción, no escuchaba cuando el Duque gritaba su nombre. Marcus, como el resto de los caballeros, se quedaron a unos pasos de la joven mujer, no solo porq
La Capital del Reino de Pearce no era cualquier otra ciudad. Esplendor se transmitía por las calles y por cada casa. Cada turista o extranjero que visitaba la plaza no podía dejar de admirar la belleza de las construcciones que se integraban con perfección a las hermosas jardineras y al río cristalino que cruzaba la ciudad en forma de dragón. Puentes por todas partes permitían a los pueblerinos cruzar con sus pequeñas carretas a diferentes puntos de la ciudad y algunos barquitos corrían por el río llevando mercancía y pasajeros a disfrutar el territorio. Mercados, suburbios y parques competían por ser los más atestados con gente de diferentes orígenes. Vendedores en las calles, comerciantes en sus tiendas y cantantes en los parques amenizaban cada día con sus voces y canciones. Así era la Capital de Pearce, iluminada con entusiasmo y movimiento. Aunque, la imagen de la ciudad no podía estar completa sin el majestuoso castillo justo en medio de la ciudad. Magnífico, alto, erigía enorm