El hombre tiró a Norah al suelo cuando la llama se extendió hasta subir por su espalda. Sin embargo, no parecía tan alarmado y solo se quitó la capa para tirarla al suelo.
Norah se dio la vuelta para tratar de levantarse y correr, pero cuando vio al hombre, se quedó quieta. La capa que ocultaba su cabello plateado, sus ojos color zafiro y su cuerpo alto y fornido, se había consumido por completo con el fuego azul.
―¿Quién eres?
Norah nunca había visto un color de cabello semejante que no fuera el de ella o el de su padre.
―No es necesario que sepas, pero debes venir conmigo.
―¿Por qué?
―Porque
Norah siguió caminando por la Mansión, los sirvientes la veían pasar y la señalaban, ni siquiera se mostraban cuidadosos con sus murmullos y sus miradas.―Milady, ―la voz de Madame Miria pronto se hizo paso a ella. El tono exigente, sin recato a su estatus era de poco disimulo. ―Por favor, se nos ha indicado que no debe abandonar sus aposentos.―¿Quién?―¿Perdone milady?―¿Quién le ha dado la orden? Yo jamás escuché semejante instrucción de los labios de mi esposo. Y si es así, debe una muestra de que dice la verdad.―Yo…―Yo puedo atestiguar de que
Los sirvientes y los otros caballeros se quedaron atónitos por la fiereza de la Duquesa, nunca habían pensado que tomara la espada y los enfrentara.Para Norah, el uso de la espada no era nada inusual. Su padre la había entrenado, su madre también era diestra en varios tipos de armas. Sin embargo, nunca pensó verse obligada a utilizar esa habilidad para defenderse dentro de su propia casa. Incluso pensó haber perdido el toque y la fuerza para levantar la pesada arma.Pero, quién iba a pensar que su pequeña llama azul le daría tantas ventajas. Se sintió vigorizada y con una energía sin igual. Incluso creía poder acabar sola con esos caballeros que no tenían nada de nobles. Si se atrevían a levantar sus armas contra su amo, aunque fuera una prisionera con
La voz de Albert tomó a todos por sorpresa, pero la flecha que el Señor Guillén había dado la señal de disparar, ya estaba en curso. Quien quiera que hubiera disparado la flecha tenía un objetivo muy claro, la mujer de cabello plateado.Norah no se había movido a tiempo cuando, pero Sir Caplin la envolvió en sus brazos y tomó la flecha con su cuerpo. Fue breve, fue rápido, solo un respiro y en un segundo los dos cayeron al suelo. Norah sin ningún rasguño, pero el hombre con una estaca clavada en su hombro. Sangre brotaba de su cuerpo y un quejido salía dolorosamente de su boca.―Sir Caplin… ―Norah lo sintió desfallecer, los ojos del hombre se cerraban poco a poco con una neblina cubriendo su mirada. ―Quédese despierto, no se duerma.<
―Su Excelencia, yo…―No hay excusa para lo que hiciste, Guillén. ―Albert miró al anciano encerrado en la pequeña y oscura celda. Apenas si tenía solo una silla para recargar su frágil cuerpo. Sin embargo, y aún con la consigna de que había hecho algo imperdonable, no parecía arrepentido, en cambio, la dignidad que se mostraba en sus ojos era más pura que nunca.―Yo no lo entiendo, milord, usted es un Bailler, el Duque y heredero de todo un legado, ¿por qué dejó que esa mujer...?―Ella no tiene nada que ver con lo que ocurrió.―¡Ella es hija de ese hombre!―Y por esa razón, ha sufrido más que ninguno.&nbs
―Quiero salir al jardín.―En un momento, aún tengo algunos pendientes que terminar.―Puedo ir sola, no es necesa…―Si lo es…Por tres días seguidos, Albert no había permitido a Norah dejar su lado, ni por un solo instante la podía dejar salir de su vista. Desde el atentado a su vida, desde ese pequeño momento en que pensó que la perdería, sabía que se volvería loco de solo recordarlo. Tenía que tenerla a su lado, al menos por un tiempo para aliviar su corazón y su miedo.Albert se levantó de su asiento y caminó hasta ella. Ya había puesto una mesita especial con cientos de libros de la
Norah salió con paso decidido fuera de la habitación, sin embargo, no más de dos pasos fuera, una mujer con aspecto estricto y un hombre viejo con cabello blanco, pero igualmente con mirada severa, detuvieron sus pasos. Hicieron una ligera reverencia a modo de saludo y se voltearon a verla de nuevo.―Milady, ¿ha tenido algún inconveniente con Madame Hill?El hombre fue quien habló primero, él era el mayordomo de la mansión, el Señor Guillén. A diferencia del resto de los empleados, él había sido un noble de una familia muy antigua, sin embargo, la fortuna de su casa se hundió en desastre cuando la enfermedad y la plaga sacudió su territorio. Si no fuera por la pronta ayuda de los médicos enviados por el Duque Bailler, padre de Albert, no hubiera sobrev
«Los dragones son una raza orgullosa, no se acercan ni sienten piedad por los seres inferiores a ellos. Los dejan sufrir los imprevistos del tiempo y los dejan morir por las atrocidades de la naturaleza.» «Miran desde arriba, observan cuidadosamente y se entretienen.» «Nunca pienses en controlar a un dragón, o solo será tu desdicha.» Las palabras del Duque Fernando de Kobach resonaron como un eco en la mente de Norah. Aún lo recordaba, esos finos ojos azules que brillaban como zafiros iguales a los de ella; ese cabello plateado que parecía iluminarse con la luz de la luna. Incluso un año después de haberlo visto por última vez, la voz y la gravedad de sus palabras aún la perseguían en sueños. Desde el día en que su padre las abandonó, a ella y a su madre enferma, todo había cambiado en la mansión de la familia Kobach. Ya no había las mismas caras felices de antes, ni las tiernas risas y pláticas de los empleados. Ya ni siquiera había rastros de los muebles, ni de las alfombras
—Entonces, ¿a qué ha venido, Su Excelencia? El hombre sentado frente a Norah con su taza de té humeante y sus ojos grises puestos sobre ella, la miró sin ningún ápice de ternura ni gentileza. Sin embargo, una llama de resentimiento era fácil de notar dentro de esa fiera mirada, que en otra ocasión sería tan fría e inflexible como un cubo de hielo. Norah ya estaba acostumbrada a semejante trato. Nadie tenía que decirle que ese hombre que hace dos meses había llegado a su destartalada y abandonada mansión y le había propuesto matrimonio, realmente no la quería. Su extraña proposición era más una burla y un golpe a su ya atormentada vida, que una muestra de sinceridad. ―¿No está siendo un tanto descortés, Señorita Kobach? ―la voz del hombre era gruesa, y calmada. Siempre denotando la elegancia de su noble familia. ―Su Excelencia, como verá, no tengo el lujo de ofrecerle ni tiempo, ni cortesías. Es mejor no andar con rodeos. Albert sonrió con una mueca sardónica. ―No pensé que la Se