«Los dragones son una raza orgullosa, no se acercan ni sienten piedad por los seres inferiores a ellos. Los dejan sufrir los imprevistos del tiempo y los dejan morir por las atrocidades de la naturaleza.»
«Miran desde arriba, observan cuidadosamente y se entretienen.»
«Nunca pienses en controlar a un dragón, o solo será tu desdicha.»
Las palabras del Duque Fernando de Kobach resonaron como un eco en la mente de Norah.
Aún lo recordaba, esos finos ojos azules que brillaban como zafiros iguales a los de ella; ese cabello plateado que parecía iluminarse con la luz de la luna.
Incluso un año después de haberlo visto por última vez, la voz y la gravedad de sus palabras aún la perseguían en sueños.
Desde el día en que su padre las abandonó, a ella y a su madre enferma, todo había cambiado en la mansión de la familia Kobach. Ya no había las mismas caras felices de antes, ni las tiernas risas y pláticas de los empleados. Ya ni siquiera había rastros de los muebles, ni de las alfombras o las pinturas que tanto habían iluminado la mansión, ahora vacía, silenciosa y lúgubre.
Lo único que esos muros albergaban eran recuerdos. Memorias de su padre, el Duque Fernando Kobach, junto a su madre, felices y sonrientes antes de que la adicción se comiera su alma. Nada fue lo mismo desde aquel día; su mirada, sus palabras, incluso su aura y su anterior cariño, todo se había perdido. Él se había perdido.
―¡Señorita Norah! Es mejor que abra o haré que mis hombres tiren la puerta.
La puerta principal de la mansión retumbaba con los toquidos y los gritos de los cobradores. Todos los días venían a diferentes horas, con diferentes letras de cobranza, que contenían la firma tan distintiva de su padre, elegante, curvada, y el sello de su noble título de Duque.
A Norah le gustaba ver a su padre firmar en el pasado, le gustaba tratar de imitar su caligrafía y hacer los finos trazos con la tinta azul. Después la observaba por varios segundos como poseída por el color azul. Sin embargo, esa noble firma, se convirtió en su maldición años después, no podía dejarla de verla en tantos papeles, tantos contratos que contenían los terrenos y propiedades que su padre había apostado.
En su delirio de apostador, el Duque Fernando no había dejado ninguna propiedad sin dar en prenda.
―Hemos traído una nota de embargo para las propiedades al sur del ducado, debe firmar pronto o seguiremos viniendo.
Norah se levantó del sillón, el único que aún servía y se encontraba en medio de la amplia sala. El resonar de las palabras del hombre fuera de la mansión hacía eco en cada pared, en cada habitación, que ahora aparecían sin vida. Tan lujosas y llenas de ajetreo que eran en el pasado, tanta alegría y risas.
Los bellos ojos de Norah veían todo con melancolía, con los puños apretados y una pequeña arruga en la frente. Sentía dolor recorrer su cabeza al abrir la puerta.
―¿Dónde debo firmar?
La persona detrás de la puerta era el mismo cobrador del día anterior. Ese pequeño hombre que la miraba siempre de arriba abajo como si se deleitara de tan solo, echarle un vistazo. El hombre, con sus dientes amarillos y ojos enrojecidos por el licor, era uno de los peores charlatanes del pueblo, tan vil y bajo como el peor ladronzuelo. Si no fuera por las terribles circunstancias en las que se encontraba, una noble dama, hija de un Duque, como Norah, nunca conocería a ese tipo de hombre.
―Mi hermosa Señorita Norah, ―el hombre suspiró― huele tan bien como siempre, ah mi querida señorita, debería pensarlo mejor, aún hay muchas posibilidades para usted y su madre, yo podría…
Quiso tomar la mano de Norah, pero ella se la apartó de inmediato.
―He dicho, ¿dónde debo firmar?
―Jaja… ya no le queda ser tan orgullosa, preciosa, sino fuera por mi misericordia, usted no estaría a salvo en esta casa, le ruego que reconsidere.
―Deme el papel y lárguese ahora.
―Está bien, está bien, pero recuerde mis palabras―. Tomó de su bolsillo un pergamino doblado y se lo extendió. Sin embargo, antes de que Norah pudiera quitárselo, el hombre la tomó de la mano y la rozó con sus dedos. Una sonrisa de mofa salió de su boca iluminando sus dientes y su aliento maloliente.
Norah le arrebató el papel con enfado y firmó con premura. Ya tenía la pluma y tinta preparada a un costado de la puerta, en esos días ya había firmado tanto que no tenía sentido invitar a esos cobradores a pasar a la Mansión. Con la puerta les bastaba.
―Tome y váyase, nosotros ya no tenemos nada que deberle a usted.
―A mí no, señorita, pero a los demás sí. Si usted quisiera, yo podría ofrecerle mis servicios. No pediría mucho a cambio, pero una bella dama como usted… sabría cómo recompensarme.
El hombre volvió a su mirada descarada, de arriba abajo, estudiaba la hermosa figura de Norah, esbelta, pero con un pecho abundante y joven, piel blanca y tersa, un poco pálida y sin brillo por los días tan oscuros que había vivido. Sin embargo, el color plateado que resaltaba de los cabellos de Norah y los ojos brillantes, color zafiro, valían mucho más que cualquier tesoro. Muchos buscaban poseerla, pero a nadie se le había prometido esa bella mano.
―Largo, ―espetó Norah con frialdad. Sus ojos cerrándose con ira. Y sin esperar que el hombre dijera otra palabra, cerró la puerta.
Si bien, podía ser orgullosa y mostrar firmeza en sus palabras, por dentro temblaba como una pequeña niña. Ya no quedaban propiedades que vender, ya no había más que embargar, solo quedaba la Mansión y el terreno contiguo, pero eso apenas serviría para pagar una parte de la deuda, faltaba poco más de la mitad. No sabía qué hacer.
Miró las numerosas cartas amontonadas en la mesa, no estaban abiertas, pero sabía muy bien qué decían. Propuestas de matrimonio. Desde comerciantes viejos y obesos que querían aprovecharse de la situación, hasta nobles igual de aventajados que querían una esposa para alguno de sus hijos enfermos. Todos querían sacar provecho de la desdicha de Norah.
Todos, excepto uno…
El único sobre que estaba abierto, el único papel que estaba arrugado. Tenía el sello de una casa noble, de la más respetada casa del reino si no fuera por la caída de la familia Kobach.
«¿Qué es lo que pretende ese hombre?»
Volvió a leer el contenido, algo muy formal, una propuesta de matrimonio del Duque Albert Bailler.
Las letras eran delicadas y finas, pero en esa elegancia se escondía una burla. Norah no lo entendía, ellos se odiaban, las dos casas eran antagonistas a los ojos de todo el reino, por décadas, tal vez desde la fundación del reino de Pearce.
Sin embargo, ese hombre, uno de los más codiciados solteros con edad para contraer matrimonio, le había propuesto casarse con ella: la hija en desgracia de su enemigo.
«¿Cómo se atreve?»
Volvió a arrugar la carta, pero no la rompió, ni la desecho. La tenía frente a ella, las letras mofándose, pero a la vez, de todas las otras cartas, era la única en la que podía pensar.
Norah regresó a su alcoba, tenía que terminar los quehaceres de la casa, al menos de las habitaciones que aún tenían algunos muebles.
Su madre seguía dormida, con la piel pálida y cansada. Desde el día en que su esposo la había dejado, su cuerpo, ya marchito por las heridas del pasado, empezó a decaer aún más. Norah temía por la salud de su madre, si ella se iba, entonces realmente no tendría a nadie.
Otra vez, toquidos en la puerta.
—Entonces, ¿a qué ha venido, Su Excelencia? El hombre sentado frente a Norah con su taza de té humeante y sus ojos grises puestos sobre ella, la miró sin ningún ápice de ternura ni gentileza. Sin embargo, una llama de resentimiento era fácil de notar dentro de esa fiera mirada, que en otra ocasión sería tan fría e inflexible como un cubo de hielo. Norah ya estaba acostumbrada a semejante trato. Nadie tenía que decirle que ese hombre que hace dos meses había llegado a su destartalada y abandonada mansión y le había propuesto matrimonio, realmente no la quería. Su extraña proposición era más una burla y un golpe a su ya atormentada vida, que una muestra de sinceridad. ―¿No está siendo un tanto descortés, Señorita Kobach? ―la voz del hombre era gruesa, y calmada. Siempre denotando la elegancia de su noble familia. ―Su Excelencia, como verá, no tengo el lujo de ofrecerle ni tiempo, ni cortesías. Es mejor no andar con rodeos. Albert sonrió con una mueca sardónica. ―No pensé que la Se
Norah aún tenía planeado vender la propiedad y marcharse con su madre después de pagar a los cobradores, pero ahora ya no veía ninguna esperanza. Todo se derrumbó en un segundo. —Yo… yo no tenía idea de esta nota. Nos… nos iremos de aquí, no tenemos mucho, así que partiremos hoy mismo―. Sus labios temblaron y sus manos no paraban de estrujar el papel. No quería derramar lágrimas, no frente a ese hombre, pero le era difícil. Por primera vez en su vida, sintió el miedo sacudirle la espina y llenar sus pulmones. —Sigues siendo tan orgullosa, Norah, aun cuando ya no tienes nada… —Albert suspiró y se reclinó en el sofá como el dueño del lugar, por fin regresando a su trono— El terreno está rodeado, si no fuera por mis hombres que lo vigilan y protegen, tú y tu madre ya serían esclavas en algún burdel. Deberías estar agradecida conmigo. Albert la miró de nuevo con una ceja levantada y una mueca de burla. Norah sintió cómo el color se iba de sus mejillas, al igual que toda ilusión y plan p
―Te dejaré despedirte de tu madre, después vendrás conmigo a la mansión. Nos casaremos en una semana. ―Esto es demasiado pronto… yo… yo… ―Los preparativos ya están listos. Desde hace dos meses, Norah. Albert se separó de ella, pero bajó sus labios para besar con gentileza su mano y despedirse. Después abrió la puerta y la cerró al salir sin mirar atrás, dejando a Norah con el corazón palpitando como un tambor de guerra. Fuerte, sin aliento y con ansia y deseo al mismo tiempo. Su mano ardía con el beso dulce y tenue, con la sensación de los labios centelleando en su piel. Sentía las piernas hechas gelatina y se tuvo que sentar de nuevo para tranquilizar su corazón y respirar profundo. No entendía qué la había hecho dejarse llevar por tan extraña sensación. Nunca había sentido algo parecido. Todo el tiempo pensó que con ese hombre siempre era lo mismo. Tan altanero, irritante e indiferente. Parecía despreciar a cualquier ser humano que tuviera frente a él, y mucho más a ella, las mi
Tres días antes de la boda, Norah se acomodó en una pequeña alcoba con vistas a un maravilloso jardín de flores blancas y pequeñas fuentes. La habitación apenas si tenía una cama con dosel de cortinas blancas y transparentes; un ropero con algo de su ropa, que apenas si ocupaba un pedazo del enorme espacio, y una mesita con una silla en un rincón, adornada un pequeño florero y un espejo. Era simple, limpio y tranquilo, un lugar perfecto para descansar y relajarse de la áspera vida que había llevado los últimos meses. Pero, incluso con la calma y paz disfrazada, faltaba la risa de su madre, su cálida voz que la despertaba cada mañana y la hacía sonreír todo el tiempo. No importaba cuán lujosa era su vida ahora, nunca estaría completa sin las personas que amaba. Esa mañana se levantó como siempre, con el sonido de la sirvienta entrando y preparando el agua y sirviendo el desayuno. El vestido que eligió era llano y sencillo, sin ningún adorno en las muñecas o el cabello. Después de
Tres días después… Un vestido largo y blanco con pequeñas gemas cayendo de la suave falda de seda, con arreglos de flores azules y hermosos detalles en el corsé, adornaba la hermosa y esbelta figura de Norah. Sus finos cabellos plateados, tan delicados como porcelana, estaban peinados en un estilo elegante, con una pequeña corona de gemas blancas y azules adornando su cabeza. Un velo transparente y delicado bajaba sobre su espléndida cara, aunque de ninguna manera arruinaba la fascinante imagen de la novia, en cambio, la exaltaba con misterio y expectación. Nadie en el reino podría negar que ella era una mujer que se había ganado con su belleza y elegancia, la adoración de una larga fila de pretendientes. Nadie, sin embargo, había esperado que el Duque Albert Bailler, el eterno enemigo de la familia Kobach, sería el ganador de semejante doncella. Sin embargo, la bella doncella no parecía estar contenta. Ese día Norah sellaría su vida como esposa de un hombre que no la amaba, y por
―Mmm… espera… ―No… eres mía… solo mía... La boca de Norah se abrió más y Albert procedió con un beso más profundo, más íntimo. Las manos de Norah sujetaban los fuertes brazos que la tenían contra él, no dejando que se moviera ni un solo centímetro. Fuerte, hacia su pecho, Norah sintió el palpitar de su corazón retumbar como un tambor de guerra, pero no podía separarse. Él la seguía guiando, seduciendo a plena vista de los asistentes y de los dioses que habían presenciado su unión. La mano que rodeaba su cintura y la apretaba hacia él, transmitía más que calor y deseo. No era el pulcro beso de una ceremonia de bodas, ni siquiera tierno o gentil, pero lleno de pasión y sentimiento, como si quisiera transmitirle un secreto, pero a la vez, esperaba a que ella se diera cuenta por si sola. —No… espera...— Norah trató de apartarlo, pero Albert seguía conquistando sus labios. Poco a poco, explorando cada orilla de su boca, con su lengua y su aliento. Norah nunca pensó que ese hombre frí
—¿Qué… qué hace aquí? Norah despertó después de unas horas de preciado descanso. Luego de la fiesta y la cena, se había despedido temprano para descansar y dormir. A los invitados no parecían importarles su ausencia. El vino y la charla eran ahora la mayor distracción, que la calma y la belleza de la nueva Duquesa. Cuando llegó a la habitación donde viviría por el resto de sus días, no hizo gesto de llamar a las sirvientas para ayudarla a quitarse el vestido, las dejó irse y se tendió en la cama. Durmió. El cielo ya había oscurecido y solo la luz de las velas alumbraba la lujosa habitación. Sin embargo, ella no estaba sola, al menos por esa noche tendría que dormir acompañada por su nuevo esposo. —Es nuestra primera noche juntos, esposa―, Albert la miró desde el otro extremo de la cama— No creerás que haré que corran rumores por ahí de que nuestra unión no es más que una simple transacción. ¿O sí? —Yo… Albert la veía con una ceja alzada, ya no tenía puesta la chaqueta llena de e
Norah lo empujó cuando los dedos de Albert ya se movían dentro de ella, preparándola para él. ―¡Detente… ah! La hacía gemir, pero el pequeño fuego de llamas azules en su mano no se agotaba; se volvía más grande, más fuerte con cada grito. —¡No!— gritó cuando sintió el fuego expandirse a su brazo. No quería lastimar a nadie. Entonces lo empujó con el pie. Albert la miró sorprendido. Ella estaba desnuda y asustada, con sudor en su frente y marcas en su cuerpo, sobre sus pechos y cuello. —Yo… yo no… —Norah no lo entendía, la llama se extinguió de repente. Había sentido algo dentro de ella, como si quisiera salir de ella, y explotar. No era solo el éxtasis que ese hombre le había provocado, había algo más. —¿Te arrepientes ahora? Ella lo miró con miedo, después a su mano. Parecía que lo había imaginado, la almohada no tenía marcas, pero ella estaba segura de lo que había visto. —Yo… no… —No sabía cómo explicarlo, cualquier razón ahora serviría como excusa para rechazar compartir