―Te dejaré despedirte de tu madre, después vendrás conmigo a la mansión. Nos casaremos en una semana.
―Esto es demasiado pronto… yo… yo…
―Los preparativos ya están listos. Desde hace dos meses, Norah.
Albert se separó de ella, pero bajó sus labios para besar con gentileza su mano y despedirse. Después abrió la puerta y la cerró al salir sin mirar atrás, dejando a Norah con el corazón palpitando como un tambor de guerra. Fuerte, sin aliento y con ansia y deseo al mismo tiempo. Su mano ardía con el beso dulce y tenue, con la sensación de los labios centelleando en su piel.
Sentía las piernas hechas gelatina y se tuvo que sentar de nuevo para tranquilizar su corazón y respirar profundo. No entendía qué la había hecho dejarse llevar por tan extraña sensación. Nunca había sentido algo parecido.
Todo el tiempo pensó que con ese hombre siempre era lo mismo. Tan altanero, irritante e indiferente. Parecía despreciar a cualquier ser humano que tuviera frente a él, y mucho más a ella, las miradas de desprecio nunca se las ocultaba.
Cerró los ojos por un segundo para dejar que el sentimiento se escapara y después los abrió con su antigua indiferencia. No fue hasta que miró el pedazo de papel que había sellado su vida que recordó la cruda traición de su padre.
La nota seguía abierta en la mesa. Parecía burlarse de ella, y a la vez, era como si le hubiera concedido una oportunidad de obtener algo, que, de otra manera, estaba prohibido para ella.
«Papá, ¿qué has hecho? Me has vendido a ese hombre.»
Por un momento, las lágrimas que amenazaban con caer como cascada no pudieron reprimirse por más tiempo. Sus mejillas se ahogaron en suaves gotas saladas y su dulce voz se colmó de pequeños gemidos.
—¿Norah, cariño?
La voz de su hermosa madre, Julia, de ojos azules y gentil rostro, resonó con un tono de preocupación. Caminaba hacia su hija sin ninguna confianza, tanteando el espacio que aparecía vacío, chocando con los muebles con sus brazos extendidos.
Norah se levantó con rapidez para tomarle las manos y hacerle sentir su calidez.
—¿Qué pasa, cariño? Te he escuchado llorar.
Aún había pequeñas lágrimas rodando por las mejillas de Norah, pero trató de disimular una voz normal.
—No es nada, mamá, todo está bien.
Julia frunció el ceño y trató de guiar sus manos a la tierna cara de su hija, pero Norah la detuvo.
—Mamá, estoy bien, no te preocupes.
Norah miró los ojos vacíos de su madre que aún retenían esa belleza de antes. Sin embargo, la luz de aquellos ojos nobles se había apagado hace cuatro años cuando un terrible fuego arrasó con un ala de la mansión.
La parte derecha de su cuerpo estaba cubierto por horribles cicatrices y heridas de quemaduras, que, aunque nunca lo mencionaba, aún ardían y la tiraban en las noches de dolor. El doctor nunca dejaba de mencionar que había sido un milagro que ella sobreviviera, que perder la vista solo había sido el precio para mantenerse con vida. Ah, pero qué precio.
Desde entonces, todos los problemas de la familia Kobach aparecieron uno tras otro. La afección de su padre hacia su madre cada día se mostraba más tenue que el más transparente de los cristales. La atención y deseo del Duque, ahora, se centraba en lo que el juego, las apuestas y la bebida le dejaban. Crecía en él el ansia incontenible de salir y dejar todo a la suerte, tan fiera como una adicción. No paró hasta que lo perdió todo.
—Mamá, daremos un paseo. ―dijo Norah con la suavidad de su voz― Estaremos bien, no debes preocuparte.
—Norah, ¿qué sucede, querida? ¿Qué quería el Duque?
—Nada, no es nada, no te preocupes, pero unos hombres te llevarán a un lugar seguro, y yo iré a buscarte después, te lo prometo.
Los hermosos ojos azules de Norah se posaron sobre el rostro de su madre por un segundo más, quería recordarla y memorizar su cara antes de que se separaran. No sabría cuánto, pero sabría que sería un largo tiempo antes de que pudiera verla otra vez. Tenía la esperanza de que, por lo menos esa noche, la calidez del abrazo de su madre aún la acompañara.
Sin embargo, no pasaron más de unos minutos desde la partida de ese hombre, que se había convertido en su prometido, cuando los estridentes golpes en la puerta las distrajeron. Norah suspiró.
—Señorita Kobach, mi nombre es Ina Thorne, he venido por parte del Duque Bailler para cuidar a Madame Julia ―la voz era de una mujer mayor que se oía gentil y cordial. Había un toque de delicadeza en cada una de sus palabras que le brindaba algo de confianza a Norah.
—Puede pasar, Señora Thorne, — Norah tomó a su madre del brazo para recibir a la nueva visita.
La Señora Thorne era una mujer mayor, tal vez unos pocos años más que la madre de Norah. Sin embargo, al contrario de todo lo que Norah esperaba, sus ojos eran gentiles y parecía amable y experimentada. Al menos, Norah tendría la seguridad de que su madre estaría en buenas manos y no sufriría en su ausencia.
—¿Norah?— La voz de Julia se escuchaba angustiada y con miedo cuando escuchó la razón de la visita de la señora, sus manos apretaban el brazo de Norah como preguntando qué es lo que ocurría y al mismo tiempo entendiendo todo.
—Está bien, mamá, ella te llevará y cuidará.
—Venga conmigo, Madame Julia, yo la atenderé en lugar de la Señorita Norah. No se preocupe, está en buenas manos, no dejaré que nada malo le pase.
Julia soltó las manos de Norah para hacerla acercarse a ella y rodearla en un tierno abrazo. La calidez de su madre casi la hace rechazar el trato, pero sabía que a esas alturas era imposible.
―Norah, mi pequeña, cuídate mucho, recuerda que te quiero tanto y siempre.
Norah sintió un fuerte golpe de dolor en su pecho. Quería llorar, dejar salir todo el desconsuelo y frustración en ese momento. Anhelaba volver al pasado donde aún eran felices, sus padres y ella.
Ahora lo único que le quedaba era besar a su madre en la mejilla antes de que la Señora Thorne se la llevara hacia el carruaje. No había mucho que empacar, y tal vez los hombres del Duque ya habían llevado lo necesario. Solo unos cuantos libros más, algunos recuerdos, últimos vestigios de su familia, de su madre, de su padre, aunque los últimos años apenas si podía asociar ese título a ese hombre.
—Milady, ¿está lista?
Un caballero con el uniforme y el escudo de la familia del Duque Bailler también la esperaba en la entrada. El carruaje ya estaba listo para llevarla a su nuevo hogar; o tal vez, para llevarla a la jaula de oro que le había preparado su supuesto prometido.
Norah suspiró y solo dio la vuelta un segundo para mirar la casa que la había visto crecer y le había dado tantos momentos de felicidad. Ahora no quedaba nada, todo había desaparecido. No había luz, ni reflejo de la vida anterior. Solo oscuridad y tristeza.
—Sí, vamos.
Tres días antes de la boda, Norah se acomodó en una pequeña alcoba con vistas a un maravilloso jardín de flores blancas y pequeñas fuentes. La habitación apenas si tenía una cama con dosel de cortinas blancas y transparentes; un ropero con algo de su ropa, que apenas si ocupaba un pedazo del enorme espacio, y una mesita con una silla en un rincón, adornada un pequeño florero y un espejo. Era simple, limpio y tranquilo, un lugar perfecto para descansar y relajarse de la áspera vida que había llevado los últimos meses. Pero, incluso con la calma y paz disfrazada, faltaba la risa de su madre, su cálida voz que la despertaba cada mañana y la hacía sonreír todo el tiempo. No importaba cuán lujosa era su vida ahora, nunca estaría completa sin las personas que amaba. Esa mañana se levantó como siempre, con el sonido de la sirvienta entrando y preparando el agua y sirviendo el desayuno. El vestido que eligió era llano y sencillo, sin ningún adorno en las muñecas o el cabello. Después de
Tres días después… Un vestido largo y blanco con pequeñas gemas cayendo de la suave falda de seda, con arreglos de flores azules y hermosos detalles en el corsé, adornaba la hermosa y esbelta figura de Norah. Sus finos cabellos plateados, tan delicados como porcelana, estaban peinados en un estilo elegante, con una pequeña corona de gemas blancas y azules adornando su cabeza. Un velo transparente y delicado bajaba sobre su espléndida cara, aunque de ninguna manera arruinaba la fascinante imagen de la novia, en cambio, la exaltaba con misterio y expectación. Nadie en el reino podría negar que ella era una mujer que se había ganado con su belleza y elegancia, la adoración de una larga fila de pretendientes. Nadie, sin embargo, había esperado que el Duque Albert Bailler, el eterno enemigo de la familia Kobach, sería el ganador de semejante doncella. Sin embargo, la bella doncella no parecía estar contenta. Ese día Norah sellaría su vida como esposa de un hombre que no la amaba, y por
―Mmm… espera… ―No… eres mía… solo mía... La boca de Norah se abrió más y Albert procedió con un beso más profundo, más íntimo. Las manos de Norah sujetaban los fuertes brazos que la tenían contra él, no dejando que se moviera ni un solo centímetro. Fuerte, hacia su pecho, Norah sintió el palpitar de su corazón retumbar como un tambor de guerra, pero no podía separarse. Él la seguía guiando, seduciendo a plena vista de los asistentes y de los dioses que habían presenciado su unión. La mano que rodeaba su cintura y la apretaba hacia él, transmitía más que calor y deseo. No era el pulcro beso de una ceremonia de bodas, ni siquiera tierno o gentil, pero lleno de pasión y sentimiento, como si quisiera transmitirle un secreto, pero a la vez, esperaba a que ella se diera cuenta por si sola. —No… espera...— Norah trató de apartarlo, pero Albert seguía conquistando sus labios. Poco a poco, explorando cada orilla de su boca, con su lengua y su aliento. Norah nunca pensó que ese hombre frí
—¿Qué… qué hace aquí? Norah despertó después de unas horas de preciado descanso. Luego de la fiesta y la cena, se había despedido temprano para descansar y dormir. A los invitados no parecían importarles su ausencia. El vino y la charla eran ahora la mayor distracción, que la calma y la belleza de la nueva Duquesa. Cuando llegó a la habitación donde viviría por el resto de sus días, no hizo gesto de llamar a las sirvientas para ayudarla a quitarse el vestido, las dejó irse y se tendió en la cama. Durmió. El cielo ya había oscurecido y solo la luz de las velas alumbraba la lujosa habitación. Sin embargo, ella no estaba sola, al menos por esa noche tendría que dormir acompañada por su nuevo esposo. —Es nuestra primera noche juntos, esposa―, Albert la miró desde el otro extremo de la cama— No creerás que haré que corran rumores por ahí de que nuestra unión no es más que una simple transacción. ¿O sí? —Yo… Albert la veía con una ceja alzada, ya no tenía puesta la chaqueta llena de e
Norah lo empujó cuando los dedos de Albert ya se movían dentro de ella, preparándola para él. ―¡Detente… ah! La hacía gemir, pero el pequeño fuego de llamas azules en su mano no se agotaba; se volvía más grande, más fuerte con cada grito. —¡No!— gritó cuando sintió el fuego expandirse a su brazo. No quería lastimar a nadie. Entonces lo empujó con el pie. Albert la miró sorprendido. Ella estaba desnuda y asustada, con sudor en su frente y marcas en su cuerpo, sobre sus pechos y cuello. —Yo… yo no… —Norah no lo entendía, la llama se extinguió de repente. Había sentido algo dentro de ella, como si quisiera salir de ella, y explotar. No era solo el éxtasis que ese hombre le había provocado, había algo más. —¿Te arrepientes ahora? Ella lo miró con miedo, después a su mano. Parecía que lo había imaginado, la almohada no tenía marcas, pero ella estaba segura de lo que había visto. —Yo… no… —No sabía cómo explicarlo, cualquier razón ahora serviría como excusa para rechazar compartir
«Creo que los rumores no son verdad después de todo.» La noche anterior, una sirvienta había visto al Duque salir con expresión de enojo de la habitación. Nadie quería especular de más, pero la situación no parecía la mejor para los recién casados. Salir de esa manera, solo indicaba que el Duque no estaba satisfecho con su esposa, y que el título de Duquesa solo sería en nombre y para cubrir las apariencias. ―¿Nina? ―Sí, milady. Nina se apresuró a servir la taza de té. A decir verdad, ella también pensaba que la nueva Duquesa tendría una actitud horrible. Los nobles que visitaban la casa del Duque murmuraban terribles cosas acerca de ella, incluso los caballeros de la guardia y otras sirvientas de casas ajenas lo decían. Todos comentaban que su aspecto era tan hermoso como un hada, de cabellos largos y plateados y ojos azules como zafiros, pero tenía la peor actitud. Decían que era orgullosa y trataba mal a los empleados. Solo podían esperar gritos y berrinches de ella. Las m
—Déjenos solos. La voz de Albert resonó en el comedor. La enorme mesa de madera fina estaba preparada con una fina vajilla de plata. El desayuno ya estaba servido. El olor parecía convertirse en la sensibilidad de la boca, cada platillo era exquisito. Norah fue bienvenida con esa visión y sintió como si el hambre ahora la llamaba como una alarma de emergencia. Sin embargo, sus ojos nerviosos pronto se fijaron en el hombre. ―Buenos días, Su Excelencia―, Norah se inclinó y saludo. Después se quedó quieta, callada, esperando que él fuera el primero en hablar. Albert estaba nervioso también, no entendía la razón por completo, pero sabía que la noche anterior no había sido su mejor actuación. Por el resto de la noche y esa mañana sintió remordimiento, caminó por la habitación en frustración varias veces y pensó en regresar con ella y hacerla suya por la fuerza, pero se contuvo. Aún podía ver los ojos llorosos de su esposa en la cama. Lo hacían enojar, enfurecer, pero no podía hacer na
La voz del mayordomo Horace los despojó del momento de pasión y deseo. Norah bajó su cara y miró hacia otro lado, su ceño fruncido y su cara furiosa. ―Suélteme ―le dijo y trató de moverlo, pero el hombre, con su porte de guerrero, fuerte y alto, no cedió ante la fragilidad de su mujer. En cambio, la levantó de la silla con un solo brazo, rodeándole la cintura. Hace un momento se había dejado controlar de nuevo por esa mujer, por su deseo. Si eso seguía, entonces, él sería el prisionero, sería controlado por los humores de su nueva esposa. No podía permitirlo. Fue él quien la había comprado, fue él quien la había adquirido por un pedazo de tierra y por un secreto. Aún podía recordar la desvergüenza de ese hombre, aquel que ostentaba el título de Duque de Kobach, cuando le ofreció en bandeja de plata a su hija. ―¿La quieres, no es así? ―le había dicho ese hombre de cabello plateado. Sus ojos rojos por la noche de borrachera que seguramente había disfrutado en el bar o el casino no o