La Capital del Reino de Pearce no era cualquier otra ciudad. Esplendor se transmitía por las calles y por cada casa. Cada turista o extranjero que visitaba la plaza no podía dejar de admirar la belleza de las construcciones que se integraban con perfección a las hermosas jardineras y al río cristalino que cruzaba la ciudad en forma de dragón. Puentes por todas partes permitían a los pueblerinos cruzar con sus pequeñas carretas a diferentes puntos de la ciudad y algunos barquitos corrían por el río llevando mercancía y pasajeros a disfrutar el territorio. Mercados, suburbios y parques competían por ser los más atestados con gente de diferentes orígenes. Vendedores en las calles, comerciantes en sus tiendas y cantantes en los parques amenizaban cada día con sus voces y canciones. Así era la Capital de Pearce, iluminada con entusiasmo y movimiento. Aunque, la imagen de la ciudad no podía estar completa sin el majestuoso castillo justo en medio de la ciudad. Magnífico, alto, erigía enorm
Cerca de la frontera norte del reino, un joven apuesto de cabello rubio, apenas descubierto por la capucha negra sobre su cabeza, galopaba en el largo camino enredado entre pinos y nieve. Un grupo de doce caballeros detrás de él trataba de seguir su paso, incluso a través del clima exuberante. Las enormes capas y pieles que los cubrían, apenas podían cubrirlos del congelante clima que solo significaba muerte para quiénes se atrevieran a cruzar esos bosques. Sin embargo, el grupo de caballeros parecía acostumbrado a la desventura de la tempestad, donde la vida solo podía ser enterrada bajo metros de nieve y su supervivencia dependía de mantenerse unidos. Nunca bajaron la velocidad, sabían del temor a que una tormenta se acercara mientras seguían a mitad del camino, y el miedo a morir los impulsaba a seguir adelante. En cambio, para el apuesto rubio de ojos color oro, con su bella sonrisa apenas visible bajo su capa, la imagen de una joven de ojos azules y cabello plateado era los que
―¿Qué es lo que te dijo? ―Marcus y Adrián estaban fuera de la habitación para esperar a Albert. La curiosidad los mataba, tenían que saber lo que había pasado. El símbolo, la extraña explosión azul, todo era un misterio que se descubriría solo con la ayuda de la Duquesa. Sin embargo, esas solo eran las consideraciones de Marcus, para Adrián, el verdadero misterio era si ella había hecho eso sola o había llamado a alguien para ayudarla a escapar. Tal vez les ocultaba algo. Albert los miró y no dijo nada, solo los llevó al estudio a solas. No discutiría nada de lo sucedido donde cientos de oídos podían escucharlos. ―No dijo nada, no lo recuerda. Marcus se cayó en la silla, decepcionado y sin entusiasmo. Pensaba que por fin habría una pista, que tal vez, un indicio de que estaban por acercarse se les presentaría como un regalo, pero parecía que no. Ahora su única esperanza era descifrar el condenado libro, aun cuando le llevara años hacerlo. Por otra parte, el hombre de cabello ondul
Los preparativos para ir a la Capital revolvieron a la mansión. El Duque y su esposa ser irían por dos semanas, pero nunca era tan sencillo. El conflicto entre la casa Bailler y la Corona se había despertado desde que el rey absolvió al Duque de Kobach de todo cargo y cualquier investigación. Ahora el reino estaba dividido en dos bandos, los que seguían fervientemente a la Corona y a su rey, mientras que el otro, seguía con lealtad al Duque Bailler. La pelea no era abierta, apenas si los conflictos y discusiones rozaban la superficie de la política, pero debajo, donde las mentiras e hipocresías ya no valían la pena, los nobles se enfrentaban a diario. Por posiciones en instituciones de alto poder, por rangos en el ejército, por dinero, por territorios y más adeptos. Había llegado el punto en que ahora cada persona debía escoger un bando y aceptarlo con claridad. Si se le descubría andando por lugares diferentes a los de su lealtad, entonces sería desechado. Así las cosas, en la capit
―No, no es cierto. Usted es un pervertido. Yo no hice nada. «Descarada» El Duque soltó una ligera risa cuando su pequeña esposa ya tenía las mejillas rojas a punto de estallar en vergüenza. Tenía las mejillas infladas con enojo y no podía mirarlo directo a los ojos. Albert la estudió de nuevo mientras la tenía en sus brazos, con su ligero vestido blanco y los listones que amarraban y detenían el frente del vestido. Era como si le lanzara miradas de peligro a ese listón blanco que descaradamente lo tentaba para romperlo hace algunos minutos. Si no fuera porque la ráfaga de aire fresco había decidido ayudarlo a controlar la tentación y el calor de su cuerpo, habría saltado desde el balcón justo en el segundo en que la vio seducirlo, hasta llegar a la terraza. Por todos los dioses, lo habría hecho sin pensar. ―Norah… ―volvió a susurrar a los oídos de su querida esposa. El suave rosa de su timidez ya empapaba su cuello, blanco, largo y seductor. ―¿Qué esperabas que pasara? ―Na… nada
―¿Qué haces aquí, Gina? Albert llegó con paso decidido a la sala de la recepción. Cuando salió de la habitación de Norah, ni siquiera se detuvo a arreglarse la ropa, o ajustarse una chaqueta alrededor, no tenía la intención de desperdiciar tiempo, ya casi era la puesta de sol y la noche lo aguardaba. Sin embargo, solo unos pasos dentro de la elegante habitación, la voz entusiasta de una joven juguetona y llena de ánimo lo detuvo antes de abrir la puerta. Miró hacia atrás, hacia el mayordomo, con la frente arrugada. El viejo empleado bajó la cabeza en disculpa, sin embargo, el Duque no le había dejado terminar de hablar ni de dar excusas. Estaba furioso. Albert abrió la puerta y la voz de la joven se volvió más jovial mientras clamaba su nombre. ―¡Albert! Ya estás aquí. La joven muchacha tenía una alegría desmedida en sus ojos esmeralda que parecía iluminar la habitación, las sirvientas que se habían quedado con ella sonreían al verla. No era difícil sentir el cálido sentimiento
Las palabras traducidas parecían hacer un eco en la mente de Albert, aún recordaba el pequeño trozo de papel que su padre le había dejado escondido en un libro de leyendas hace años atrás. «Busca la gema, y encontrarás al dragón.» Pensaba que estaba jugando con él, como siempre. Le dejaba mensajes en los libros que leía, algunas anotaciones para que aprendiera mejor o algunos dibujillos bobos para que se riera. Los tutores pensaban que el pequeño, aun de cinco años, estaba divirtiéndose en las clases, pero solo Albert y su padre sabían la verdad. Sin embargo, parecía que todos esos mensajes eran ciertos. Albert miró a Marcus que seguía sonriendo como lunático. Se levantó de su asiento y caminó hacia la puerta. ―¡Hey! ¡¿qué es lo que te pasa?! Marcus siguió a Albert, y se dirigieron a la antigua biblioteca. Al otro lado del castillo y en el ala que había sido antes el aposento de los anteriores Duques. Hace años que nadie la visitaba y cada temporada, solo algunos sirvientes la lim
Esa noche, Norah no pudo dormir tranquila, se sentía agotada, se sentía frustrada. No había más que tristeza en su interior, y añoranza en sus ojos. La luna avanzaba dentro de la habitación, pero los ojos de Norah estaban fijos en una esquina, donde yacía una pequeña flor azul, seca, muriendo. Todavía recordaba cuando el Duque mandó traer esa flor para ella, para adornar con el color de sus ojos el amanecer. Sin embargo, ahora esa misma flor estaba marchita. El color azul que tanto le gustaba, ya no se veía por ningún lado, y solo una flor a punto de dar su último respiro caía poco a poco. «Quiero irme de aquí. Mamá, quiero irme.» Sus súplicas a la luz de la luna no parecían ser escuchadas por nadie. Caían en un vacío inaguantable y frío. Pronto la